Una canción de juventud. María Casal

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Una canción de juventud - María Casal Libros sobre el Opus Dei

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de fama u honor, sino con la ilusión de poder contribuir a hacer de este mundo un lugar mejor, aunque fuera desde algo pequeño y ordinario. Cuando me planteaba qué podría yo hacer en beneficio de la humanidad, solo se me ocurría ser enfermera: curar a personas que sufren, ayudarlas en lo que necesitasen y darles algún consuelo en medio del sufrimiento y del dolor me parecía el máximo al que podía llegar la utilidad de una vida. Incluso pensé en ser diaconisa: esas enfermeras protestantes que no se casan para dedicarse a la cura de enfermos. No conocía nada bien esta realidad de las diaconisas, por lo que en mi casa tan solo hablé de estudiar enfermería.

      En aquella época, tenía un profesor de francés —el que nos enseñó a enamorarnos de la literatura francesa— que me tenía bastante simpatía y que conocía bien a mis padres. Al enterarse de mis planes, nos sugirió, a mis padres y a mí, que estudiase Medicina. Me encantó la idea y recordé mi antiguo interés por la anatomía: ya de pequeña solía observar en la cocina cómo desplumaban y vaciaban los pollos, y me interesaba por la función de cada uno de sus pequeños órganos.

      Pienso que a mi padre le gustó mi decisión, pero no dejó de poner algunas pegas. Era normal que mi ilusión le dejara algo confuso, puesto que en aquella época eran aún pocas las mujeres que estudiaban una carrera universitaria. Cuando más tarde me examiné de reválida, a los 17 años, pregunté a una de mis compañeras de examen, que era de otro colegio, qué pensaba estudiar. Me contestó muy digna que ella no lo necesitaba. Esa era entonces la mentalidad dominante: las mujeres solo estudiaban si lo necesitaban para sacar a su familia adelante. Pero mi padre tenía, además, otros “peros”. ¿Y si se trataba únicamente de una ilusión de juventud, un sueño que dejaría de lado en el momento de casarme? Antes de comenzar la universidad, había que cursar el bachillerato; quedaba un camino todavía largo de estudios. Mi padre me recordó que ciertas mujeres estudiaban con esfuerzo una carrera, que luego abandonaban al casarse. Así había ocurrido con mi prima Laura, hija de la hermana mayor de mi padre, quien había estudiado precisamente Medicina y nunca ejerció la profesión. Pero además de todas sus objeciones, había un obstáculo más cercano y material: convertir las pesetas en francos era un negocio muy caro, y mi padre pensaba que no me podría pagar una carrera tan larga, salvo que la estudiase en España. Tendría pues que renunciar a estudiar en la patria, como hacían, sin excepción, todos los chicos y chicas de la colonia suiza.

      Ya he relatado la preocupación de los padres de la colonia suiza si por algún motivo no podían enviar a sus hijos a estudiar a la patria. A mí, por el contrario, me alegró la posibilidad de quedarme en España, porque a pesar de la diferencia de religión, tenía una gran “pandilla” de amigas y amigos con la que lo pasaba estupendamente, sobre todo en la escuela y durante la Feria de Abril, fiesta típica de Sevilla en primavera, con mucha gente por la calle, guitarras y baile, vino, caballos con chicas vestidas de sevillanas a la grupa, alegría. Mis amigos y yo teníamos mil planes juntos, nos encantaba divertirnos y pasar por encima de cualquier dificultad juntos. Así, por ejemplo, durante los meses de invierno, representábamos una obra de teatro a la que acudían familiares, amigos y conocidos. El precio de la entrada nos permitía ir ahorrando para poder montar una “caseta”, una especie de tienda de lona, donde reunirnos los amigos durante la Feria. Pensar que, además de estudiar Medicina, podría seguir disfrutando de todo aquello me llenaba de gozo. A mi padre, aunque nunca lo dijo, estoy segura de que le ilusionaba tener una hija médico y que al menos uno de nosotros permaneciera más tiempo con ellos en casa. Y, por supuesto, pienso que mi madre sentía lo mismo.

      Yo entonces no lo sabía, pero una vez más el hilo conductor tendido por Dios en mi vida se iba desenrollando. Si me hubiese marchado a Suiza, como todos mis compatriotas, probablemente no habría conocido nunca el Opus Dei, o si acaso, mucho más tarde, puesto que, como relataré más adelante, no se comenzó en aquel país hasta el año 1964. Pero antes de encontrarme con esa espiritualidad, Dios me fue preparando.

      Con la pandilla de amigos solía ir a ver los pasos de Semana Santa. Por esa época leí una novela en la que el protagonista, precisamente un suizo protestante, se convertía al catolicismo al asistir a esas procesiones. No sé si esto ocurriría alguna vez en la realidad, pero yo seguía ciega en cuanto a la belleza del culto y sobre todo en cuanto a lo que aquellas celebraciones de Semana Santa expresaban. Lo que sí comencé a captar era que algunos de mis amigos tomaban muy en serio esa semana y todas aquellas manifestaciones de la religiosidad popular. Yo respetaba el recogimiento y piedad de mis amigos, y aunque no lo compartía, alguna vez sentí que aquellas imágenes removían algo dentro de mí. Fue al ver pasar un paso procesional que representaba al Crucificado, una estupenda imagen de Martínez Montañés —supongo que sería el Cristo de los Gitanos, según la costumbre sevillana de dar un nombre especial a cada imagen—. Me fijé de pronto en que aquella representación de Jesús tenía las rodillas heridas, como de haberse caído camino del Gólgota. Sentí mucha pena.

      Al pasar a bachillerato, el cambio de clase supuso también conocer nuevas compañeras. Con Esperanza Carrasquilla y las hermanas Angelines y Conchita García Gordillo formé enseguida un cuarteto muy unido. Sabíamos pasarlo muy bien a pesar de los apuros del estudio y de los exámenes. Eran chicas buenísimas y piadosas, que frecuentaban los sacramentos. El profesor de Literatura de la escuela era ateo, cosa que preocupaba mucho a mis compañeras, y un poco también a mí. Ellas solían defender la religión ante él con mucho ardor, pero entre nosotras nunca hablábamos del tema, quizá por temor a una desunión. Solo una vez recuerdo que me preguntaron si rezaba, y empecé a recitarles la oración infantil que mi madre nos había enseñado. Les causó risa, por lo que me sentí profundamente ofendida y nunca más quise tocar el tema.

      Además de mi pandilla, Dios también aprovechó los estudios que todavía tenía pendientes para ir metiéndose en mi vida. Antes de comenzar los estudios universitarios, como ya he dicho, tenía que cursar el Bachillerato. Debido a las “idas y venidas” de las distintas escuelas a las que había asistido, al comenzar el bachillerato tenía bastante retraso en mis conocimientos respecto al resto de mis compañeras. Por eso tuve que estudiar más intensamente y concentrar contenidos de varios años para poder presentarme al examen de reválida. No me importó demasiado, ya que me gustaba mucho aprender y estudiar. El bachillerato era muy completo, sobre todo desde el punto de vista humanístico. Estudié de nuevo con alegría la historia y la literatura —ahora a nivel mundial, y no ya solo francés—, así como el latín y un poco de griego. Además, en esa época se cursaba toda una serie de asignaturas comunes sobre Religión: Historia Sagrada, Dogmática, Moral, Sacramentaria, e incluso Liturgia. Estas clases venían precedidas de unas bases de Filosofía, materia que no había estudiado antes y que me apasionó.

      Estudiaba la Religión como una materia más, y me examinaba siempre pensando: “Sé que esta es la Religión católica, pero no va conmigo”. Como si se tratase de Física o de Geografía, procuraba entender los conceptos,

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