Una canción de juventud. María Casal

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Una canción de juventud - María Casal Libros sobre el Opus Dei

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en una especie de fuente profunda, de estaño, que tenía grabadas unas palabras del Salmo 127: «Mirad que del Señor son los hijos, merced suya es el fruto de la entraña». Mi padre conservó este objeto hasta su muerte y después lo heredó una de mis sobrinas. Además de esta ceremonia, que tuvo lugar durante los años de estudio en el colegio alemán, recuerdo tan solo a un profesor, uno de los que más quería, que un día —debía ser por Semana Santa— nos contó la Pasión del Señor con mucha piedad. Tengo que confesar que no entendí gran cosa pero, no sé por qué —tal vez por ser un tema poco tratado en casa de mis padres—, me dio tal respeto que no lo comenté con nadie.

      Después, con la llegada del nacionalsocialismo, desapareció todo vestigio de religión en la escuela. Efectivamente la ideología nazi, lejos de las tierras alemanas, iba empapando poco a poco aquella sede educativa. Había, por ejemplo, un profesor que era conocido como uno de los más afines, que tenía unos métodos nada delicados. Un día prometió abofetear al primero que hablase y tuve la desgracia de ser yo: me dio un manotazo que pensé que quedaría sorda para toda la vida. Pero peor me pareció el día en que se burló de un alumno español porque llevaba al cuello una medalla de la Virgen. Dijo que aquello no era cosa de hombres. Aunque nosotros, los suizos protestantes, no llevábamos “esas cosas”, el hecho me pareció muy poco delicado y me indignó, y el apuro de mi pequeño compañero me dio mucha pena. No cambiamos de colegio por el asunto religioso, pero este se ponía de relieve en nuestras nuevas aulas del colegio femenino francés.

      Hasta aquel entonces no le había dado excesiva importancia a la religión, pasaba desapercibida en nuestro día a día, pero en la escuela francesa era un asunto cotidiano. Así, por ejemplo, en aquella escuela se rezaba cada día un Avemaría en francés antes de las clases. Nunca me interesé por su significado, pero cuando mi amiga Luz Gómez —hija del pastor protestante— dijo que no lo quería rezar, me pareció que exageraba. Un profesor le aconsejó rezar como si cantase una canción con una letra cualquiera, por ejemplo, Qué bella es Viena. No me pareció un razonamiento muy inteligente, pero no le di más vueltas. Pienso que mis padres nos hubieran reñido si nosotros no hubiéramos querido rezar, porque había que respetar las costumbres de las demás religiones.

      En la escuela había profesoras muy piadosas, algunas pertenecían a una institución llamada las Damas Catequistas. La religión se hacía especialmente presente en algunos momentos específicos del año. En el mes de mayo colocaban un altar en el salón de actos y todas —alumnas y profesoras, incluyendo las protestantes— íbamos a cantarle a la Virgen y le llevábamos flores. Además, los sábados por la tarde (en aquella época había clases los sábados y durante todo el día) las Damas nos reunían en el patio de recreos a todas las chicas y nos leían algo de un libro. No tengo idea de qué libro era, pero con el tiempo me pareció entender que contenía comentarios del Evangelio. Yo no ponía mucha atención y más bien me aburría, pero recuerdo un día específico en que sí agucé el oído. Ese sábado, el libro trataba sobre la fe protestante, y argumentaba que, puesto que cada uno podía interpretar las Escrituras libremente, podía llegar a haber tantas opiniones como creyentes. El comentario terminaba con la pregunta: «¿Cómo puede haber tantas opiniones diferentes sobre la fe, si la verdad solo puede ser una?». Aquella pregunta me impresionó, y quedó grabada en mi mente porque me pareció una cuestión de lógica.

      Pero si a algo era yo sensible, era a un posible “ataque” a mi religión. Algunas veces, alguien me había preguntado si no me quería convertir. Me molestaba cuando me hacían aquella pregunta, especialmente cuando me invitaban a “hacerme cristiana”, pues yo ya era cristiana. Ante aquellas preguntas que consideraba poco adecuadas, siempre reaccionaba con cierta vehemencia y orgullo, diciendo que no tenía la menor intención. Y prometía luego a Dios que nunca cambiaría de fe, a la vez que le pedía su ayuda para conseguirlo. Recuerdo que una vez hice esta promesa estando sola en la azotea de mi casa, y tengo aún presente el aspecto del cielo, nublado y de un gris plomizo, que me parecía marcar la solemnidad del momento. Para entonces, como se puede intuir, el hecho religioso ya empezaba a preocuparme más, quizá simplemente porque me iba haciendo mayor, y en parte también por mi amistad con Luz, que necesariamente me llevaba a plantearme algunas cuestiones acerca de la trascendencia. A la vez que iba pensando más en Dios, iban aumentando mis prejuicios contra el catolicismo, quizás animados por un libro sobre la Inquisición que me prestó Luz o su padre.

      En aquellos momentos, con Europa revuelta, también mi alma comenzaba a inquietarse. En cierto modo me encontraba frente a frente con Dios, o más bien, lo observaba desde un poco lejos, tratando de dejar claros mis presupuestos y condiciones para acercarme. Entonces me inquietaba mi fe, pero no buscaba los porqués: más bien me aferraba a unos esquemas vividos que consideraba, sin demasiados argumentos, los únicos aceptables.

      No estaba yo empeñada en desentrañar las cuestiones relacionadas con la fe verdadera, y mucho menos pensaba en establecer algún diálogo ecuménico. Sin embargo, aunque yo no ponía demasiado afán ni en mi alma, ni en aclarar mis dudas, el Señor iba haciéndose hueco poco a poco, esperando al momento oportuno.

      [1] Hitler, siguiendo el programa de expansionismo totalitario que había trazado en su libro Mein Kampf, había empezado a actuar para unir a todos los alemanes en una patria común. Después de recuperar lo que habían perdido en la Primera Guerra Mundial, se pasó a la integración de Austria, llamada Anschluss, de un modo solo parcialmente espontáneo y violento en la forma. Algunos austriacos estaban de acuerdo, pero no pocos se daban cuenta de que se trataba de un sometimiento a los nazis.

      [2] Es Cristo que pasa, n. 106.

      [3] Es Cristo que pasa, n. 80.

      III.

      VOCACIÓN PROFESIONAL

      SIN DUDA, POR INFLUENCIA DE LOS diversos sucesos de mi primera juventud —el ejemplo de mi familia, el ambiente religioso de la escuela francesa y la confrontación con la pobreza, el dolor y la muerte—, cuando cumplí trece años empecé a preguntarme por el sentido de la vida. Sobre todo, me planteaba qué quería hacer cuando fuera mayor, a qué quería dedicarme. Me imaginaba casada, con un buen marido protestante, y dedicándome a los idiomas, a la literatura y a la historia.

      Por supuesto, siempre pensé que el matrimonio sería parte de mi vida, y que, al igual que mis padres, sería madre de varios niños. En mi casa, los niños daban alegría al hogar, a mis padres les gustaban mucho y siempre recibían con alegría los nuevos embarazos. Mi padre tenía un don especial para tratar bebés: en cuanto tomaba uno en sus brazos, aunque estuviese llorando desconsoladamente, se calmaba. Incluso, durante la Guerra Mundial, y sobre todo después, llegaron a plantearse varias veces adoptar a algún niño huérfano a causa del conflicto, aunque el plan no llegó a realizarse. Yo también soñaba con una familia numerosa, con un mínimo de ocho hijos; me ponía ese límite sin ninguna razón especial. Me indignaba que algunas compañeras de clase me preguntasen si no me habría gustado ser hija única, para gozar así de todos los mimos de mis padres. La verdad es que me entristecía la posibilidad de tener que renunciar a alguno de mis hermanos e imaginaba lo que me hubiera aburrido sin ellos.

      Pero antes de casarme quería hacer algo por la humanidad. Sabía que la vida era breve y había que aprovecharla bien. Años más tarde, cuando leí por primera vez el primer punto de Camino, lo entendí perfectamente, porque correspondía a mis reflexiones:

      Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

      Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de

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