Sotileza. Jose Maria de Pereda

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Sotileza - Jose Maria de Pereda

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y con su pipa rabona entre los dientes, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza gacha y torcida, el gesto de ira y de tedio, y puerco y sin afeitar, iba torpe y perezoso, de acá para allá, respondiendo á todo sin hablar con nadie, y renegando hasta del sol que caldeaba la escena.

      Aunque no con la brusquedad salvaje de este hombre, abundaban allí los recelosos y descontentadizos; y era muy curioso observar cómo aprovechaban precisamente la ocasión en que debían ser explícitos y dar la cara, para volverse de espaldas, ó, cuando menos, de costado, y murmurar una excusa maliciosa, ó una barbaridad cualquiera, hacia un colateral que no había desplegado sus labios.

      Decía el Sobano, por ejemplo, que blanco.

      —¡Yo digo que negro!—respondía, empinándose, un vejete.

      —¿Por qué?—replicaba el Alcalde de mar.

      —¡Porque sí!—decía el otro, virando de costado; y luégo, haciendo un poco de barquín-barcón con la encorvada espalda, añadía, encarándose con los de atrás:—¡Á mí con esas!... ¡Si cuando tú vas, ya estoy yo de vuelta, probetuco... rasolís!

      Otra vez era un mozo de piel lustrosa, pelo encrespado, corto de labio y largo de dientes, que se había atrevido á apuntar un reparo, con voz airada, desde lo más trasero del concurso.

      —Y ¿qué hay con eso?—le preguntaba desde la paredilla alguien de la junta.

      —Pos... ¡lo dicho!—respondía el mozo, volviendo la cara á su derecha.

      —Y ¿qué es lo dicho?—le replicaban.

      —Pa saberlo está usté ahí—reponía el del labio corto y los dientes largos, acabando de dar la media vuelta hacia atrás:—pa eso, pa saber lo que yo digo y hacer lo que nusotros quieramos; que pa eso semos Cabildo.

      Palabras que recogía con gusto un cincuentón desaliñado, diciendo, con la cara vuelta al costado de babor:

      —Pa largar sereña semos Cabildo nusotros; que pa comerse la ujana, como si no juéramos naide.

      —Ande va eso—exclamaba, un poco más allá, un mareante caído del hombro derecho y guiñando un ojo al preopinante;—ande va eso, bien lo sé yo... Angunos güen pellejo van echando de un tiempo acá... Mejor que el mío, ¡zonchos!

      Por donde se murmuraba tan recio, solía andar Mocejón.

      —La barredera... ¡la barredera, hijos!—añadía por su parte, con la cabezona gacha y el ojo de cerdo.—¡La barredera!... Aquí no se gasta menos... á pie ensuto y cuerpo regalón; y tú, probe mareante, arrevienta allá juera jalando del remo, ¡y vengan julliscas!... Siempre largando lastre, y nunca mus sale la cuenta... ¿Cómo ha de salir, ñules, si angunos hombres no tienen calo!

      No era opinión muy corriente ésta del malévolo Mocejón en el concurso, ni, en honor de la verdad, existían razones para que lo fuera; pero, en cambio, abundaba, entre los que nunca habían podido lograr la tesorería, la de que el tesorero no sabía serlo; que todos los achaques del tesoro consistían en la falta de un hombre que supiera administrarle como era debido, y que el Sobano, con todo su saber, no alcanzaba á enderezar lo que torcían otros en punto á intereses del gremio.

      Éstas eran las notas de color sombrío que salpicaban aquel cuadro tan alegre y pintoresco, y la base del rumor incesante que se observaba entre sus personajes. Porque el verdadero peso de la discusión le llevaban, en nombre de la junta, el Sobano; y entre el concurso, hombres de buena voluntad, como tío Mechelín y otros compañeros, que aunque también trataban los puntos de medio lado, al fin los trataban racionalmente. Por lo común, el Alcalde de mar era quien encauzaba y dirigía los discursos, cortando extravíos ociosos y razones impertinentes; llevaba los remates á donde debían y cuando debían llevarse, y formulaba los acuerdos, á los cuales no se oponían, al cabo, ni los más díscolos. Sin esta especie de dictadura, jamás hubiera sido posible en aquel Cabildo, ni en el de Abajo, ni en ningún concurso por el estilo, resolver cosa alguna.

      Y se resolvió entonces, al cabo de hora y media de sesión al aire libre, bastante respetada de curiosos y transeuntes, y, lo que es más raro, de las hijas y mujeres de los congregados allí, hembras capaces de todo menos de desacatar los preceptos tradicionales, que eran leyes para el gremio; se resolvió, digo:

      Primero. Que pagaran, á contar desde aquel día, soldada y media por semana las embarcaciones deudoras, en este concepto, al tesoro del Cabildo, hasta la extinción de las respectivas deudas.

      Segundo. Que se advirtiera al boticario del gremio que no se le darían los cuarenta duros de aumento que pedía para el nuevo asalareo, ni se despediría al facultativo, ni se pondría coto á sus recetas.

      Tercero. Que cuando llegara el caso de marchar al servicio de la Armada los matriculados comprendidos en la leva, cobraría puntualmente cada uno los ciento cincuenta reales de socorro á que tenían derecho.

      Cuarto. Que en la taberna del tío Sevilla se pondrían de manifiesto, acabado el Cabildo, las cuentas de tesorería, y que con el remanente que arrojaran y á medida que fueran recaudándose los créditos, se irían levantando todas las cargas pendientes, sin tocar al fondo de reserva; pues si sagrada era la obligación que tenía el Cabildo de dar socorros á los pescadores en épocas de temporal, no lo era menos la de pagar los pescadores las soldadas semanales al tesoro del Cabildo.

      Quinto. Que se gastara la cantidad de costumbre en las fiestas de San Pedro.

      Y por último. Que los enfermos que ni sanaban ni se morían, continuaran percibiendo el socorro que se les pasaba, hasta que Dios dispusiera de ellos, según fuera su santísima voluntad.

      Proclamados estos acuerdos á la luz del sol, y estampados en el fondo azul de los cielos, bajo la fe de la palabra honrada de los mareantes constituídos en Cabildo, libro que no admite raspaduras ni malicias de redacción, y por eso nunca dieron que hacer sus cláusulas á la Justicia, tosió el Sobano cuando ya el concurso comenzaba á disgregarse, alzó el brazo derecho y la cabeza, y dijo así, sobre poco más ó menos:

      —¡Alto, señores!... que falta un punto por arreglar, y hay que arreglarle antes de irnos de aquí.

      La curiosidad movió á todas las gentes aquéllas, y poco á poco fueron acercándose al Alcalde de mar, hasta encerrarle en compacto círculo. Mocejón y el otro mareante, el mozo del labio corto y de los dientes largos, se quedaron fuera de la línea, pero con mucho oído y refunfuñando.

      El Sobano comenzó á hablar entonces, con gran parsimonia y pulsando mucho las palabras para que ofendieran menos, de cierto compromiso adquirido siete meses antes por el Cabildo, pero fuera de junta, de socorrer con una ayuda de costas á la familia que recogiera y tratara como era debido en josticia y caridá (esto lo recalcó mucho), á la huérfana del llamado Mules, «perecido en las rompientes de San Pedro del Mar, con todos sus compañeros, en la última costera del besugo.»

      Tío Mocejón, barruntando que aquel asunto iba con él, recibió las palabras del Sobano y las miradas codiciosas de la gente, como un mastín el palo con que le hurgan los muchachos por debajo de la puerta.

      Añadió el Alcalde de mar que si el Cabildo no había cumplido lo que ofreció por bocas de hombres de bien, era porque no se creía obligado á ello, visto que de sobra estaban pagados el escaso alimento que recibía la huérfana y el montón de guiñapos que se le daba por cama, con el trabajo y los castigos bárbaros que se le imponían por la familia

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