Torquemada y San Pedro. Benito Perez Galdos

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Torquemada y San Pedro - Benito Perez  Galdos

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que ordeno es que seas dulce y cariñosa con tu hermano, pues hermano tuyo lo ha hecho la Iglesia; que no seas...

      No pudiendo reprimir Cruz su natural imperante y discutidor, interrumpió al clérigo en esta forma:

      —¡Pero si es él, él quien hace escarnio de la fraternidad! Ya van cuatro meses que no nos hablamos, y si algo le digo, suelta un mugido y me vuelve la espalda. Hoy por hoy, es más grosero cuando habla que cuando calla. Y ha de saber usted que, fuera de casa, no me nombra nunca sin hablar horrores de mí.

      —Horrores..., dicharachos—dijo Gamborena un tanto distraído ya del asunto, y agarrando su sombrero con una decisión que indicaba propósito de salir.—Hay una clase de maledicencia que no es más que hábito de palabrería insubstancial. Cosa mala; pero no pésima; efervescencia del conceptismo grosero, que á veces no lleva más intención que la de hacer gracia. En muchos casos, este vicio maldito no tiene su raiz en el corazón. Yo estudiaré á nuestro salvaje bajo ese aspecto, como él dice, y le enseñaré el uso del bozal, prenda utilísima, á la que no todos se acostumbran... pero vencida su molestia... ¡ah! concluye por traer grandes beneficios, no sólo á la lengua, sino al alma... Adiós, hija mía... No, no me detengo más. Tengo que hacer... Que no, que no almuerzo, ea. Si puedo, vendré esta tarde á daros un poco de tertulia. Si no, hasta mañana. Adiós.

      Inútiles fueron las carantoñas de la dama ilustre para retenerle. Quedóse esta un instante en la sacristía, cual si los pensamientos que el venerable Gamborena expresara en la anterior conversación la tuvieran allí sujeta, gravitando sobre ella con melancólica pesadumbre. Desde la muerte lastimosa de Rafael, la tristeza era como huésped pegajoso en la familia del Águila; la instalación de ésta en el palacio de Gravelinas, tan lleno de mundanas y artísticas bellezas, fué como una entrada en el reino sombrío del aburrimiento y la discordia. Felizmente, Dios misericordioso deparó á la gobernadora de aquel cotarro, el consuelo de un amigo incomparable, que á la amenidad del trato reunía la maestría apostólica para todo lo concerniente á las cosas espirituales, un ángel, un alma pura, una conciencia inflexible, y un entendimiento luminoso para el cual no tenían secretos la vida humana ni el organismo social. Como á enviado del Cielo le recibió la primogénita del Águila cuando le vió entrar en su palacio dos meses antes de lo descrito, procedente de no se qué islas de la Polinesia, de Fidji, ó del quinto infierno... léase del quinto cielo. Se agarró á él como á tabla de salvación, pretendiendo aposentarle en la casa; y no siendo esto posible atrájole con mil reclamos delicadísimos para tenerle allí á horas de almuerzo y comida, para pedirle consejo en todo, y recrearse en su hermosa doctrina, y embelesarse, en fin, con el relato de sus maravillosas proezas evangélicas.

      El primer dato que del padre Luis de Gamborena se encuentra, al indagar su historia, se remonta al año 53, época en la cual su edad no pasaba de los veinticinco, y era familiar del Obispo de Córdoba. De su juventud nada se sabe, y sólo consta que era alavés, de familia hidalga y pudiente. Tomáronle de capellán los señores del Águila, que le trajeron á Madrid, donde vivió con ellos dos años. Pero Dios le llamaba á mayores empresas que la obscura capellanía de una casa aristocrática; y sintiendo en su alma la avidez de los trabajos heroicos, la santa ambición de propagar la Fe cristiana, cambiando el regalo por las privaciones, la quietud por el peligro, la salud y la vida misma por la inmortalidad gloriosa, decidió, después de maduro examen, partir á París y afiliarse en cualquiera de las legiones de misioneros con que nuestra precavida civilización trata de amansar las bárbaras hordas africanas y asiáticas, antes de desenvainar la espada contra ellas.

      No tardó el entusiasta joven en ver cumplidos sus deseos, y afiliado en una Congregación, cuyo nombre no hace al caso, le mandaron, para hacer boca, á Zanzíbar, y de allí al vicariato de Tanganika, donde comenzó su campaña con una excursión al Alto Congo, distinguiéndose por su resistencia física y su infatigable ardor de soldado de Cristo. Quince años estuvo en el África tropical, trabajando con bravura mística, si así puede decirse, hecho un león de Dios, tomando á juego las inclemencias del clima y las ferocidades humanas, intrépido, incansable, el primero en la batalla, gran catequista, gran geógrafo, explorador de tierras dilatadas, de selvas laberínticas, de lagos pestilentes, de abruptas soledades rocosas, desbravando todo lo que encontraba por delante para meter la cruz á empellones, á puñados, como pudiera, en la naturaleza y en las almas de aquellas bárbaras regiones.

      V

       Índice

      Enviáronle después á Europa formando parte de una comisión, entre religiosa y mercantil, que vino á gestionar un importantísimo arreglo colonial con el Rey de los belgas, y tan sabiamente desempeñó su cometido diplomático el buen padrito, que allá y acá se hacían lenguas de la generalidad de sus talentos. «El Comercio—decían,—le deberá tanto como la Fe.» La Congregación dispuso utilizar de nuevo aptitudes tan fuera de lo común, y le destinó á las misiones de la Polinesia. Nueva Zelanda, el país de los Maoris, Nueva Guinea, las islas Fidji, el archipiélago del estrecho Torres, teatro fueron de su labor heróica durante veinte años, que si parecen muchos para la vida de un trabajador, pocos son ciertamente para la fundación, que resulta casi milagrosa, de cientos de cristiandades (establecimientos de propaganda y de beneficencia), en las innumerables islas, islotes y arrecifes, espolvoreados por aquel inmenso mar, como si una mano infantil se complaciese en arrojar á diestro y siniestro los cascotes de un continente roto.

      Cumplidos los sesenta años, Gamborena fué llamado á Europa. Querían que descansase; temían comprometer una vida tan útil, exponiéndola á los rigores de aquel bregar continuo con hombres, fieras y tempestades, y le enviaron á España con la misión sedentaria y pacífica de organizar aquí sobre bases prácticas la recaudación de la Propaganda. Instalóse en la casa hospedería de Irlandeses, de la cual es histórica hijuela la Congregación á que pertenecía, y á las pocas semanas de residir en la villa y Corte, topó con las señoras del Águila, reanudando con la noble familia su antigua y afectuosa amistad. Á Cruz habíala conocido chiquitina: tenía seis años cuando él era capellán de la casa. Fidela, mucho más joven que su hermana, no había nacido aún en aquellas décadas; pero á entrambas las reconoció por antiguas amigas, y aun por hijas espirituales, permitiéndose tutearlas desde la primer entrevista. Pronto le pusieron ellas al tanto de las graves vicisitudes de la familia durante la ausencia de él, en remotos países, la ruina, la muerte de los padres, los días de bochornosa miseria, el enlace con Torquemada, la vuelta á la prosperidad, la liberación de parte de los bienes del Águila, la muerte de Rafaelito, la creciente riqueza, la adquisición del palacio de Gravelinas, etc., etc..., con lo cual quedó el hombre tan bien enterado como si no faltara de Madrid en todo aquel tiempo de increíbles desdichas y venturosas mudanzas.

      Inútil sería decir que ambas hermanas le tenían por un oráculo, y que saboreaban con deleite la miel substanciosa de sus consejos y doctrina. Principalmente Cruz, privada de todo afecto por la dirección especialísima que había tomado su destino en la carrera vital, sentía hacia el buen misionero una adoración entrañable, toda pureza, toda idealidad, como expansión de un alma prisionera y martirizada, que entrevé la dicha y la libertad en las cosas ultraterrenas. Por su gusto, habríale tenido todo el día en casa, cuidándole como á un niño, prodigándole todos los afectos que vacantes había dejado el pobre Rafaelito. Cuando, á instancias de las dos señoras, Gamborena se lanzaba á referir los maravillosos episodios de las misiones en África y Oceanía, epopeya cristiana digna de un Ercilla, ya que no de un Homero que la cantase, quedábanse las dos embelesadas. Fidela como los niños que oyen cuentos mágicos, Cruz en éxtasis, anegada su alma en una beatitud mística, y en la admiración de las grandezas del Cristianismo.

      Y él ponía, de su copioso ingenio, los mejores recursos para fascinarlas y hacerles sentir hondamente todo el interés del relato, porque si sabía sintetizar con rasgos admirables, también puntualizaba

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