Torquemada y San Pedro. Benito Perez Galdos
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¡Y qué bien sabía el narrador combinar lo patético con lo festivo, para dar variedad al relato, que á veces duraba horas y horas! Mal podían las damas contener la risa oyéndole contar sus apuros al caer en una horda de caníbales, y las tretas ingeniosas de que él y otros padres se valieran para burlar la feroz gula de aquellos brutos, que nada menos querían que ensartarles en un asador, para servirles como roast-beef humano en horribles festines.
Y como fin de fiesta, para que la ardiente curiosidad de las dos damas quedase en todos los órdenes satisfecha, el misionero cedía la palabra al geógrafo insigne, al eminente naturalista, que estudiaba y conocía sobre el terreno, en realidad palpable, las hermosuras del planeta y cuantas maravillas puso Dios en él. Nada más entretenido que oirle describir los caudalosos ríos, las selvas perfumadas, los árboles arrogantes no tocados del hacha del hombre, libres, sanos, extendiendo su follaje por lomas y llanadas más grandes que una nación de acá; y después la muchedumbre de pájaros que en aquella espesa inmensidad habitan, avecillas de varios colores, de formas infinitas, parleras, vivarachas, vestidas con las más galanas plumas que la fantasía puede soñar; y explicar luego sus costumbres, las guerras entre las distintas familias ornitológicas, queriendo todas vivir y disputándose el esquilmo de las ingentes zonas arboladas. ¿Pues y los monos, y sus aterradoras cuadrillas, sus gestos graciosos, y su travesura casi humana para perseguir á las alimañas volátiles ó rastreras? Esto era el cuento de nunca acabar. Nada tocante á la fauna érale desconocido; todo lo había visto y estudiado, lo mismo el voraz cocodrilo habitante en las charcas verdosas, ó en pestilentes cañaverales, que la caterva indocumentable de insectos preciosísimos, que agotan la paciencia del sabio y del coleccionista.
Para que nada quedase, la flora espléndida, explicada y descrita con más sentido religioso que científico, haciendo ver la infinita variedad de las hechuras de Dios, colmaba la admiración y el arrobamiento de las dos señoras, que á los pocos días de aquellas sabrosas conferencias, creían haber visto las cinco partes del mundo, y aun un poquito más. Cruz, más que su hermana, se asimilaba todas las manifestaciones espirituales de aquel ser tan hermoso, las agasajaba en su alma para conservarlas bien, y fundirlas al fin en sus propios sentimientos, creándose de este modo una vida nueva. Su adoración ardiente y pura del divino amigo, del consejero, del maestro, era la única flor de una existencia que había llegado á ser árida y triste; flor única, sí, pero de tanta hermosura, de fragancia tan fina como las más bellas que crecen en la zona tropical.
VI
En su opulencia, la familia de Torquemada, ó de San Eloy, para hablar con propiedad de mundana etiqueta, vivía apartada del bullicio de fiestas y saraos, desmintiendo fuera de casa su alta posición, si bien dentro nada existía por donde se la pudiese acusar de mezquindad ó sordidez. Desde la desastrada muerte de Rafaelito, no supieron las dos hermanas del Águila lo que es un teatro, ni tuvieron relaciones muy ostensibles con lo que ordinariamente se llama gran mundo. Sus tertulias, de noche, concretábanse á media docena de personas de gran confianza. Sus comidas, que por la calidad debían clasificarse entre lo mejor, eran por el número de comensales modestísimas: rara vez se sentaban á la mesa, fuera de la familia, más de dos personas. Fiestas, bailes ó reuniones con música, comistraje ó refresco, jamás se veían en aquellos lugares tan espléndidos como solitarios, lo que servía de gran satisfacción al señor Marqués, que con ello se consolaba de sus muchas desazones y berrinches.
Y pocas casas había, ó hay, en Madrid mejor dispuestas para la ostentación de las superfluidades aristocráticas. El palacio de Gravelinas es el antiguo caserón de Trastamara, construído sólidamente y con dudoso gusto en el siglo XVII, restaurado á fines del XVIII (cuando la unión de las casas de San Quintín y Cerinola), con arreglo á planos traídos de Roma, vuelto á restaurar en los últimos años de Isabel II por el patrón parisiense, y acrecentado con magníficos anexos para servidumbre, archivo, armería, y todo lo demás que completa una gran residencia señoril. Claro es que la ampliación de la casa, después de decretado el acabamiento de los mayorazgos, fué una gran locura, y bien caro la pagó el último duque de Gravelinas, que era, por sus dispendios, un desamortizador práctico. Al fin y á la postre, hubo de sucumbir el buen caballero á la ley del siglo, por la cual la riqueza inmueble de las familias históricas va pasando á una segunda aristocracia, cuyos pergaminos se pierden en la obscuridad de una tienda, ó en los repliegues de la industria usuraria. Gravelinas acaba sus días en Biarritz, viviendo de una pensioncita que le pasa el sindicato de acreedores, con la cual puede permitirse algunos desahoguillos, y aun calaveradas, que le recuerden su antiguo esplendor.
En la parroquia de San Marcos, y entre las calles de San Bernardo y San Bernardino, ocupa el palacio de Gravelinas, hoy de San Eloy, una área muy extensa. Alguien ha dicho que lo único malo de esta mansión de príncipes es la calle en que se eleva su severa fachada. Esta, por lo vulgar, viene á ser como un disimulo hipócrita de las extraordinarias bellezas y refinamientos del interior. Pásase, para llegar al ancho portalón, por feísimas prenderías, tabernas y bodegones indecentes, y por talleres de machacar hierro, vestigios de la antigua industria chispera. En las calles lateral y trasera, las dependencias de Gravelinas, abarcando una extensísima manzana, quitan á la vía pública toda variedad, y le dan carácter de triste poblachón. Lo único que allí falta son jardines, y muy de menos echaban este esparcimiento sus actuales poseedoras, no D. Francisco, que detestaba con toda su alma todo lo perteneciente al reino vegetal, y en cualquier tiempo habría cambiado el mejor de los árboles por una cómoda ó una mesa de noche.
La instalación de la galería de Cisneros en las salas del palacio, dió á éste una importancia suntuaria y artística que antes no tenía, pues los Gravelinas sólo poseyeron retratos de época, ni muchos ni superiores, y en su tiempo el edificio sólo ostentaba algunos frescos de Bayeu, un buen techo, copia de Tiépolo, y varias pinturas decorativas de Maella. Lo de Cisneros entró allí como en su casa propia. Pobláronse las anchurosas estancias de pinturas de primer orden, de tablas y lienzos de gran mérito, algunos célebres en el mundo del mercantilismo artístico. Había puesto Cruz en la colocación de tales joyas todo el cuidado posible, asesorándose de personas peritas, para dar á cada objeto la importancia debida y la luz conveniente, de lo que resultó un museo, que bien podría rivalizar con las afamadas galerías romanas Doria Pamphili, y Borghese. Por fin, después de ver todo aquello, y advirtiendo el jaleo de visitantes extranjeros y españoles que solicitaban permiso para admirar tantas maravillas, acabó el gran tacaño de Torquemada por celebrar el haberse