Torquemada y San Pedro. Benito Perez Galdos
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Después de invitar al académico á almorzar, Cruz delegó un momento sus funciones en Augusta, y mientras ésta las desempeñaba interinamente con gran acierto, pues al dedillo conocía las colecciones que habían sido de su padre, D. Carlos de Cisneros, fué la otra á dar una vuelta al sabio del archivo, á quien encontró buceando en un mar de papeles. Convidóle también á participar del almuerzo, y al volver á los salones donde había quedado su amiga, pudo cuchichear un instante con ésta, mientras el académico y el pintor se agarraban en artística disputa sobre si era Mantegna ó no era Mantegna una tablita en que ambos pusieron los ojos y el alma toda.
—Mira tú, si Fidela almuerza en su cuarto, yo la acompañaré. La sociedad de tanto sabio no es de mi gusto.
—Yo pensaba que bajase hoy Fidela; pero si tú quieres, arriba se os servirá á las dos. Yo voy perdiendo. Estaré sola entre los convidados y mi salvaje D. Francisco; necesitaré Dios y ayuda para atender á la conversación que salte, y atenuar las gansadas de mi cuñadito. Es atroz, y desde que estamos reñidos, suele arrojar la máscara de la finura, y dejando al descubierto su grosería, me pone á veces en gran compromiso.
—Arréglate como puedas, que yo me voy arriba. Adiós. Que te diviertas.
Subió tan campante, alegre y ágil como una chiquilla, y en la primera estancia del piso alto se encontró á Valentinico arrastrándose á cuatro patas sobre la alfombra. La niñera, que era una mocetona serrana, guapa y limpia, le sostenía con andadores de bridas, tirando de él cuando se esparranclaba demasiado, y guiándole si seguía una dirección inconveniente. Berreaba el chico, movía sus cuatro remos con animal deleite, echando babas de su boca, y queriendo abrazarse al suelo y hociquear en él.
—Bruto—le dijo Augusta con desabrimiento,—ponte en dos pies.
—Si no quiere, señorita—indicó tímidamente la niñera.—Hoy está incapaz. En cuanto le aúpo, se encalabrina, y no hay quien lo aguante.
Valentín clavó en Augusta sus ojuelos, sin abandonar la posición de tortuga.
—¿No te da vergüenza de andar á cuatro patas como los animales?—le dijo la de Orozco, inclinándose para cogerle en brazos.
¡María Santísima! Al solo intento de levantarle del suelo en que se arrastraba, púsose el nene fuera de sí, dando patadas con pies y manos, que por un instante las manos más bien patas parecían, y atronó con sus chillidos la estancia, echando hacia atrás la cabeza, y apretando los dientes.
—Quédate, quédate ahí en el santo suelo—le dijo Augusta,—hecho un sapo. ¡Vaya, que estás bonito! Sí, llora, llora, grandísimo mamarracho para que te pongas más feo de lo que eres...
El demonio del chico la insultó con su lengua monosilábica, salvaje, primitiva, de una sencillez feroz, pues no se oía más que pa... ca... ta... pa...
—Eso es, díme cosas. El demonio que te entienda. Nunca hablarás como las personas. Parece mentira que seas hijo de tu madre, que es toda inteligencia y dulzura. ¡Ay, qué lástima!
Entre la dama y la niñera se cruzaron miradas de tristeza y compasión.
—Ayer—dijo la moza—estuvo el niño muy bueno. Se dejó besar de su mamá y de su tiíta, y no tiró los platos de la comida. Pero hoy le tenemos de remate. Cuanto coge en la mano lo hace pedazos, y no quiere más que andar á lo animalito, imitando al perro y al gato.
—Me parece que éste no tendrá nunca otros maestros. ¡Qué dolor! ¡Pobre Fidela!... Sí, hijo, sí, haz el cerdito. Poco á poco te vas ilustrando. Gru, gru... aprende, aprende ese lenguaje fino.
Tiró la niñera del ronzal, porque el indino iba ya en persecución de un vaso japonés, colocado en la tabla más baja de una rinconera, y seguramente lo habría hecho añicos. Su infantil barbarie hacía de continuo estragos terribles en la vajilla de la casa, y en las preciosidades que por todas partes se veían allí. Mudábanle con frecuencia y siempre estaba sucio, de arrastrar su panza por el suelo; su cabezota era toda chichones, que la afeaban más que el grandor desmedido y las descomunales orejas; las babas le caían en hilo sobre el pecho, y sus manos, lo único que tenía bonito, estaban siempre negras, cual si no conociera más entretenimiento que jugar con carbón.
VIII
El heredero de los estados de San Eloy, del Águila y Gravelinas reunidos, había sido, en el primer año de su existencia, engaño de los padres y falsa ilusión de toda la familia. Creyeron que iba á ser bonito, que lo era ya, y además salado, inteligente. Pero estas esperanzas empezaron á desvanecerse después de la primera grave enfermedad de la criatura, y los augurios de Quevedito, cumpliéndose con aterradora puntualidad, llenaron á todos de zozobra y desconsuelo. El crecimiento de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la longitud de las orejas y la torcedura de las piernas con la repugnancia á mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos en aquella crisis de la vida, y además fríos, parados, sin ninguna viveza ni donaire gracioso. El pelo era lacio y de color enfermizo, como barbas de maiz. Creyeron que rizándoselo con papillotes se disimularía tanta fealdad; pero el demonio del nene en sus rabietas convulsivas, se arrancaba los papeles y con ellos mechones de cabello, por lo que se decidió pelarle al rape.
Sus costumbres eran de lo más raro que imaginarse puede. Si un instante le dejaban solo, se metía debajo de las camas y se agazapaba en un rincón con la cara pegada al suelo. No sentía entusiasmo por los juguetes, y cuando se los daban, los rompía á bocados. Difícilmente se dejaba acariciar de nadie, y sólo con su mamá era menos esquivo. Si alguien le cogía en brazos, echaba la cabeza para atrás, y con violentísimas manotadas y pataleos expresaba el afán de que le soltaran. Su última defensa era la mordida, y á la pobre niñera le tenía las manos acribilladas. Fácil había sido destetarle, y comía mucho, prefiriendo las substancias caldosas, crasas, ó las muy cargadas de dulce. Gustaba del vino. Ansiaba jugar con animales; pero hubo que privarle de este deleite, porque los martirizaba horrorosamente, ya fuese conejito, paloma ó perro. Punto menos que imposible era hacerle tomar medicinas en sus enfermedades y nunca se dormía sino con la mano metida en el seno de la niñera. Por temporadas, lograba su mamá corregirle de