Torquemada y San Pedro. Benito Perez Galdos
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Tres ó cuatro piezas había en la colección, ¡María Santísima! ante las cuales se quedaban con la boca abierta los citados críticos; y aun vino de Londres un punto, comisionado por la National Gallery, para comprar una de ellas, ofreciendo la friolerita de quinientas libras. Esto parecía fábula. Tratábase del Massaccio, que en un tiempo se creyó dudoso, y al fin fué declarado auténtico por una junta de rabadanes, vulgo anticuarios, que vinieron de Francia é Italia. ¡El Massaccio! ¿Y qué era, ñales? Pues un cuadrito que á primera vista parecía representar el interior de una botella de tinta, todo negro, destacándose apenas sobre aquella obscuridad el torso de una figura y la pierna de otra. Era el Bautismo de nuestro Redentor: á éste, según frase del entonces legítimo dueño de tal preciosidad no le conocería ni la madre que le parió. Pero esto le importaba poco, y ya podían llover sobre su casa todos los Massaccios del mundo; que él los pondría sobre su cabeza, mirando el negocio, que no al arte. También se conceptuaban como de gran valor un Paris Bordone, un Sebastián del Piombo, un Memling, un beato Angélico y un Zurbarán, que con todo lo demás, y los vasos, estatuas, relicarios, armaduras y tapices, formaban para don Francisco una especie de Américas de subido valor. Veía los cuadros como acciones ú obligaciones de poderosas y bien administradas sociedades, de fácil y ventajosa cotización en todos los mercados del orbe. No se detuvo jamás á contemplar las obras de arte ni á escudriñar su hermosura, reconociendo con campechana modestia que no entendía de monigotes; tan sólo se extasiaba, con detenimiento que parecía de artista, delante del inventario que un hábil restaurador, ó rata de museos, para su gobierno le formaba, agregando á la descripción, y al examen crítico é histórico de cada lienzo ó tabla, su valor probable, previa consulta de los catálogos de extranjeros marchantes, que por millones traficaban en monigotes antiguos y modernos.
¡Casa inmensa, interesantísima, noble, sagrada por el arte, venerable por su abolengo! El narrador no puede describirla, porque es el primero que se pierde en el laberinto de sus estancias y galerías, enriquecidas con cuantos primores inventaron antaño y ogaño el arte, el lujo y la vanidad. Las cuatro quintas partes de ella no tenían más habitantes que los del reino de la fantasía, vestidos unos con ropajes de variada forma y color, desnudos los otros, mostrando su hermosa fábrica muscular, por la cual parecían hombres y mujeres de una raza que no es la nuestra. Hoy no tenemos más que cara, gracias á las horrorosas vestiduras con que ocultamos nuestras desmedradas anatomías. Conservábase todo aquel mundo ideal de un modo perfecto, poniendo en ello sus cinco sentidos la primogénita del Águila, que dirigía personalmente los trabajos de limpieza, asistida de un ejército de servidores muy para el caso, como gente avezada á trajinar en pinacotecas, palacios y otras Américas europeas.
Dígase, para concluir, que la dama gobernadora, al reunir en apretado amasijo los estados de Gravelinas con los del Águila y los de Torquemada, no habría creído realizar cumplidamente su plan de reivindicación, si no le pusiera por remate la servidumbre que á tan grandiosa casa correspondía. Palacio como aquel, familia tan alcurniada por el lado de los pergaminos y por el del dinero, no podían existir sin la interminable caterva de servidores de ambos sexos. Organizó, pues, la señora, el personal, dejándose llevar de sus instintos de grandeza, dentro del orden más estricto. La sección de cuadras y cocheras, así como la de cocinas y comedor, fueron montadas sin omitir nada de lo que corresponde á una familia de príncipes. Y en diferentes servicios, la turbamulta de doncellas, lacayos y lacayitos, criados de escalera abajo y de escalera arriba, porteros, planchadoras, etc., componían, con las de las secciones antedichas, un ejército que habría bastado á defender una plaza fuerte en caso de apuro.
Tal superabundancia de criados era lo que principalmente le encendía la sangre al don Francisco, y si transigía con la compra de cuadros viejos y de armaduras roñosas, por el buen resultado que podrían traerle en día no lejano, no se avenía con la presencia de tanto gandul, polilla y destrucción de la casa, pues con lo que se comían diariamente había para mantener á medio mundo. Ved aquí la principal causa de lo torcido que andaba el hombre en aquellos días; pero se tragaba sus hieles, y si él sufría mucho, no había quien le sufriera. Á solas, ó con el bueno de Donoso, se desahogaba, protestando de la plétora de servicio y de que su casa era un fiel trasunto de las oficinas del Estado, llenas de pasmarotes, que no van allí más que á holgazanear. Bien comprendía él que no era cosa de vivir á lo pobre, como en casa de huéspedes de á tres pesetas, eso no. Pero nada de exageraciones, porque de lo sublime á lo ridículo no hay más que un paso. Y también es evidente que los Estados en que crece viciosa la planta de la empleomanía, corren al abismo. Si él gobernara la casa, seguiría un sistema diametralmente opuesto al de Cruz. Pocos criados, pero idóneos, y mucha vigilancia para que todo el mundo anduviera derecho y se gastara lo consignado, y nada más. Lo que decía en la Cámara á cuantos quisieran oirle, lo decía también á su familia:
—Quitemos ruedas inútiles á la máquina administrativa para que marche bien... Pero ésta mi cuñada, á quien parta un rayo, ¿qué hace? convertir mi domicilio en un centro ministerial, y volverme la cabeza del revés, pues día hay en que creo que ellos son los amos, y yo el último paria de toda esa patulea.
VII
Pocos amigos frecuentaban diariamente el palacio de Gravelinas. No hay para qué decir que Donoso era de los más fieles, y su amistad tan bien apreciada como antes, si bien, justo es declararlo, en el orden del cariño y admiración, había sido desbancado por el insigne misionero de Indias. Damas, no consta que visitaran asiduamente á la familia más que la de Taramundi, la de Morentín, las de Gibraleón, y la de Orozco, ésta con mayor intimidad que las anteriores. La antigua amistad de colegio entre Augusta y Fidela se había estrechado tanto en los últimos tiempos, que casi todo el día lo pasaban juntas, y cuando la Marquesa de San Eloy se vió retenida en casa por distintos padecimientos y alifafes, su amiga no se separaba de ella, y la entretenía con sus graciosas pláticas.
Sin necesidad de refrescar ahora memorias viejas, sabrán cuantos esto lean que la hija de Cisneros y esposa de Tomás Orozco, después de cierta tragedia lamentable, permaneció algunos años en obscuridad y apartamiento. Cuando la vemos reaparecer en la casa de San Eloy, el desvío social de Augusta no era ya tan absoluto. Había envejecido, si cuadra este término á un adelanto demasiado visible en la madurez vital, sin detrimento de la gracia y belleza. Jaspeaban su negro cabello prematuras canas, que no se cuidaba de disimular por arte de pinturas y afeites. La gallardía de su cuerpo era la misma de los tiempos felices, conservándose en un medio encantador, ni delgada ni gruesa, y extraordinariamente ágil y flexible. Y en lo restante de la filiación, únicamente puede apuntarse que sus hermosos ojos eran quizás más grandes, ó al menos lo parecían, y su boca... lo mismo. Fama tenía de tan grande como hechicera, con una dentadura, de cuya perfección no podrán dar cabal idea los marfiles, nácares y perlas que la retórica desde los albores de la poesía, viene gastando en el decorado interior de bocas bonitas. Con tener dos años menos que su amiga, y poquísimas, casi invisibles canas que peinar, Fidela representaba más edad que ella. Desmejorada y enflaquecida, su opalina tez era más transparente, y el caballete de la nariz se le había afilado tanto, que seguramente con él podría cortarse algo no muy duro. En sus mejillas veíanse granulaciones rosadas, y sus labios finísimos é incoloros dejaban ver, al sonreirse, parte demasiado extensa de las rojas encías. Era, por aquellos días, un tipo de distinción que podríamos llamar austríaca, porque recordaba á las hermanas de Carlos V, y á otras princesas ilustres que viven en efigie por esos museos de Dios, aristocráticamente narigudas. Resabio elegantísimo