Un paseo por Paris, retratos al natural. Roque Barcia
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No, señores: la infantil ligereza con que nuestros vecinos hablan de nosotros; esa ligereza que es tan nativa en ellos, y que se les debe perdonar por ser un achaque de raza, una verdadera enfermedad de temperamento y dé carácter; ese chistoso sans façon con que nuestros vecinos dicen las mayores sandeces con la formalidad más pomposa y más entusiasta; esa especialidad francesa que consiste en hablar de la niñería más grande que se ocurre á hombre, con la mayor magnificencia y esplendidez del mundo; ese curiosísimo secreto de nuestros vecinos, no nos autoriza para insultar á una nacion. Nosotros sentiriamos remordimiento si entrásemos en el exámen de esta sociedad con una intencion egoista. ¡No! Por respetos al pueblo francés, por decoro á nuestro país, por nuestro propio honor, como escritores públicos, no harémos lo que hacen los franceses, con lo cual probarémos, que si no somos tan refinadamente cultos, somos al menos más clásicamente cristianos. La naturaleza lleva en sí cierta cosa bravía de buena índole, una virtud salvaje, pero candorosa y original, y esta ventaja tenemos los bárbaros.
Esta série comprenderá los siguientes capítulos:
1.º Moralidad de los franceses con relacion á la ley.
2.º Con relacion á la opinion.
3.º Con relacion á las costumbres.
4.º Con relacion al trato civil.
5.º Con relacion á la industria y al comercio.
6.º Con relacion al arte.
7.º Con relacion á la familia.
8.º Con relacion á cosas que verá el curioso lector.
UN PASEO POR PARIS.
I.
=Moralidad de Paris con relacion á la ley=.
Llegamos á Paris á las tres de la tarde, y no faltaba mucho para oscurecer, cuando entrábamos en un hotel, llamado de los Extranjeros, á tiro de pistola de los magníficos bulevares. Comimos luego en un lujoso y aéreo Restaurant, situado en la Plaza de la Bolsa, cuyo dueño se llama como jamás olvidaré, Champeaux. Ignoro si este nombre puede tener para los oídos franceses alguna poesía; pero sé muy bien que es un nombre célebre, prosáica y dolorosamente célebre para mi afligido bolsillo, como verá el lector en el PARIS CURIOSO.
A las diez salimos del famoso Restaurant-Champeaux, y por señas que mi mujer y yo caminábamos sin decirnos oste ni moste. ¿Por qué tal silencio? Preguntará tal vez algun curioso. ¡Ay, lector, lector de nuestra alma! Ordinariamente no hablamos, despues que somos … sorprendidos. La escena del Restaurant nos dejó mudos. De vuelta, por fin, en nuestro hotel, quiso mi mujer acostarse y notó con harta estrañeza que los dos balcones de nuestra habitacion no tenian maderas, y que á una de las vidrieras faltaba el pestillo. Es decir, notó con extrañeza que dormir allí era dormir en medio de la calle, á pública subasta, como decimos por allá. Se trataba de un piso entresuelo muy bajo, no habia puerta en los balcones que daban á la calle, uno de los cierros de cristales carecia de pestillo…. ¿Cómo era posible que mi mujer, la más medrosa de las mujeres, se resignara á pegar los ojos en un cuarto, expuesto al antojo del primer transeunte?
Llamo al garçon, y le digo que se habian olvidado sin duda de poner las maderas á los balcones, y que una de las vidrieras no cerraba. El garçon se sonrió compasivamente. Hace cuarenta años, me dijo, que este hotel existe; tal como está hoy estuvo siempre, y todavía no se cuenta que haya sucedido la menor tentativa de robo.
¡Bah! no tenga usted miedo. (¡N'ayez pas peur, allez!) Y diciendo esto se marchaba.
—Oiga usted, le grité con resolucion: ¿es decir, que nos hemos de quedar de este modo?
—El amo responde de lo que suceda.
—Perdone usted; el amo no puede responder de que me degüellen, y si esto aconteciera, me importaria muy poco que su amo respondiese.
El garçon soltó una carcajada con el mayor aplomo, cual si creyera que yo queria tener con él un rato de solaz, y desapareció como un cohete.
Referí á mi mujer lo sucedido, y mi mujer determinó pasar, la noche cerca de los cristales, reservándose mudar de habitacion al dia siguiente.
Yo calculé que la sinrazon no estaba en el amo del hotel, sino en nosotros. Esto es una costumbre del país, costumbre que no tiene aquí peligro alguno: ¿por qué prestar oídos al temor infundado de un extranjero, en cuya nacion se vive de otro modo?
¿Por qué presumir que nosotros dos estimamos más nuestros bienes y nuestras vidas, que los centenares de hombres que diariamente se hospedan en este mismo hotel? ¿Por qué presumir que el amo habia de exponerse á perder los muchos objetos de valor que decoran nuestra vivienda? ¿Por qué presumir que un establecimiento tan importante, podia aceptar el riesgo de desacreditarse en una hora, supuesto un robo ó un asesinato?
Yo preferiria que estos balcones tuviesen maderas; preferiria que los transeuntes no tuvieran la tentacion contínua de ver dos balcones á su disposicion, dos balcones que pueden tocarse con la mano; pero visto que esto es aquí un hecho normal, me parece tan extravagante y tan ridículo querer otra cosa, como lo seria en Constantinopla el pretender que cada casa no fuese un palacio encantado.
En fin, mi mujer se acostó, por obediencia, y no cerró los ojos hasta que observó que estaba muy entrado el dia. Pero luego que nos habituamos á la vida nueva, tanto el dinero como los relojes quedaban sobre la mesa ó sobre el armario, casi á la vista del que pasara por la calle. Excusado fuera decir que nadie vino á desposeernos ni á matarnos.
Hemos atravesado varias veces todo Paris: jamás hemos tenido noticia de un robo á mano armada, de un asesinato, de un tumulto de ninguna especie. Sólo hemos presenciado una riña entre dos hombres en la calle de Buenavista (Beauregard), disturbio que duró un momento y que no tuvo consecuencias desagradables. Trato, pesos, medidas, comestibles, todo se ajusta perfectamente á la ley.
Estudiado Paris en otras tendencias, apenas se concibe, ó se concibe como concebimos un prodigio, la existencia de ese escrupuloso nivel entre la conducta social del que obedece, y la voluntad del que manda. Este nivel es evidente, y sólo la ignorancia, la preocupacion ó el odio pueden desconocerlo.
Hemos estudiado con el mayor esmero esta faz de la civilizacion parisiense, y debemos decir que muy rara vez hemos visto que una manifestacion pública del individuo, esté en discordancia con el precepto de la sociedad: es decir, con las leyes escritas.
No falta quien haya atribuido este resultado á la vigilancia de la policía; pero esta manera de juzgar no es la que más revela un conocimiento sazonado de las cosas.
La policía, como todo hecho represivo, podrá evitar casos particulares, accidentes de localidad y de hora; no producir un caso general, unánime, con rarísimas excepciones. Aquí es una disposicion general de los ánimos y de las costumbres no herir la propiedad, en cuanto esta propiedad está garantida por una proclamacion formal de la ley.
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