Jane Eyre. Шарлотта Бронте
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—Mi conciencia está tranquila, pero si los demás no me quieren, vale más morir que vivir. No quiero vivir sola y despreciada, Helen.
—Tú das demasiada importancia al aprecio de los demás, Jane. Eres demasiado vehemente, demasiado impulsiva. Piensa que Dios no te ha creado sólo a ti y a otras criaturas humanas, tan débiles como tú. Además de esta tierra y además de la raza humana, hay un reino invisible poblado por otros seres, y ese mundo nos rodea por todas partes. Esos seres nos vigilan, están encargados de custodiarnos... Y si se nos trata mal, si se nos tortura, los ángeles lo ven, reconocen nuestra inocencia (porque yo sé que tú eres inocente: lo leo en tus ojos) y Dios, cuando nuestra alma deje nuestro cuerpo, nos dará recompensa merecida. Así que, ¿a qué preocuparte tanto de la vida, si pasa tan pronto y luego nos espera la gloria?
Yo callé. Helen me había tranquilizado, pero en la calma que me infundía había algo de inexpresable tristeza. Sin saber por qué, mientras ella hablaba, yo sentía una vaga angustia, y cuando, al concluir, tosió con tos seca, olvidé mis propios sufrimientos para pensar en los de mi amiga.
Apoyé la cabeza en los hombros de Helen y la abracé por el talle. Ella me atrajo hacia sí y las dos permanecimos silenciosas. Ya llevábamos largo rato de aquel modo cuando sentimos entrar a otra persona. El viento había barrido las nubes del cielo y a la luz de la Luna que entraba por la ventana reconocimos en la recién llegada a Miss Temple.
—Venía a buscarte, Jane —dijo—. Acompáñame a mi cuarto. Puesto que Helen está contigo, que venga también.
Seguimos a la inspectora a través de los laberínticos pasillos del edificio, ascendimos una escalera y llegamos a su cuarto. Un buen fuego ardía en él. Miss Temple mandó sentarse a Helen en una butaca baja, junto a la chimenea; ella se sentó en otra y me hizo ir a su lado.
—¿Qué? —dijo, mirándome a la cara—. ¿Se te ha pasado ya el disgusto?
—Yo creo que no se me pasará nunca. —¿Por qué?
—Porque me han acusado injustamente y porque creo que usted y todas van a despreciarme desde ahora. —Nosotras te consideraremos siempre como te merezcas, pequeña. Sigue siendo una niña buena y te querré lo mismo.
—¿Soy buena, señorita?
—Sí lo eres —repuso, abrazándome—. Y ahora dime: ¿Quién es esa que Mr. Brocklehurst llama tu bienhechora?
—Mrs. Reed, la viuda de mi tío. Mi tío murió y me dejó a cargo de ella.
—¿Así que no te recogió ella de por sí?
—No. Yo he oído siempre a las criadas que mi tío la hizo prometer, antes de morir, que me tendría siempre a su lado.
—Bueno, Jane, ya sabes, y si no lo sabes yo te lo digo, que cuando se acusa a un criminal se le deja defenderse. Puesto que te han acusado injustamente, defiéndete lo mejor que puedas. Dime, pues, toda la verdad, pero sin añadir ni exagerar nada.
Pensé que convenía hablar con moderación y con orden y, después de concentrarme para organizar un relato coherente, expliqué toda la historia de mi triste niñez. Estaba tan fatigada —y además tan influida por los consejos de Helen— que acerté a exponer las cosas con mucho menos apasionamiento y más orden que de ordinario, y comprendí que Miss Temple me creía.
En el curso de la historia mencioné a Mr. Lloyd y no omití lo sucedido en el cuarto rojo, porque me era imposible olvidar el sentimiento de dolor y agonía que me acometió cuando, tras mi angustiosa súplica, mi tía ordenó de nuevo que me recluyesen en aquel sombrío y oscuro aposento.
Al terminar mi relato, Miss Temple me miró durante unos minutos en silencio, y luego dijo:
—Conozco algo a Mr. Lloyd: le escribiré y, si lo que él me diga está de acuerdo con lo que me has contado, se hará saber públicamente que tienes razón. Yo, por mi parte, te doy la razón desde ahora, Jane.
Me besó y me retuvo a su lado. Mientras yo me entregaba al infantil placer de contemplar su rostro, sus cabellos rizados, su blanca frente y sus oscuros ojos, Miss Temple se dirigió a Helen Burns:
—¿Cómo te encuentras Helen? ¿Has tosido mucho hoy? —No mucho, señorita.
—¿Te sigue doliendo el pecho? —Me duele algo menos.
Miss Temple se levantó, cogió la mano de Helen y le tomó el pulso. Volvió a su asiento y la oí suspirar apagadamente. Durante algunos minutos permaneció pensativa. Al fin dijo, tocando la campanilla:
—Vaya, hoy sois mis invitadas y debo trataros como a tales.
Agregó, dirigiéndose ya a la criada:
—Bárbara, aún no he tomado el té. Tráigalo y ponga tazas también para estas señoritas.
Trajeron el servicio. ¡Qué bonitos me parecieron el juego de china, la tetera, el conjunto del servicio colocado en una mesita junto al fuego! ¡Qué bien olían la bebida y las tostadas! No sin pena observé que de éstas había pocas. Me sentía desmayada de apetito. Miss Temple lo comprendió.
—Bárbara —dijo—, ¿no puede traer más pan y manteca? Es poco para tres...
Bárbara se fue y volvió en seguida.
—Señorita, Mrs. Harden dice que es la cantidad de costumbre.
Mrs. Harden era el ama de llaves, una mujer cuyo corazón, como el de Mr. Brocklehurst, estaba compuesto por una aleación, a partes iguales, de hierro y pedernal.
—¡Vaya, qué se le va a hacer, Bárbara! —contestó Miss Temple. Y agregó sonriendo—: Afortunadamente, por esta vez puedo suplir yo misma las deficiencias.
Hizo acercarse a Helen a la mesa, nos sirvió té y un apetitoso aunque minúsculo trozo de pan con manteca, y luego, levantándose, sacó de un cajón un pastel grande.
—Las tostadas son tan pequeñas —dijo—, que tendremos que tomar también algo de esto.
Y cortó el pastel en gruesas rebanadas.
A nosotras todo aquello nos sabía a néctar y ambrosía. Pero quizá lo más agradable de todo, incluso más que aquellos delicados bocados con que se satisfacían nuestros hambrientos estómagos, era la sonrisa con que nuestra anfitriona nos ofrecía sus obsequios.
Terminado el té, la inspectora nos hizo sentar una a cada lado de su butaca y entabló una conversación con Helen.
Miss Temple mostraba en todo su aspecto una sorprendente serenidad, hablaba con un lenguaje grave y propio, y producía en todos los sentidos una impresión de agrado y simpatía en los que la veían y la escuchaban. Pero de quien yo estaba más maravillada era de Helen.
La merienda, el alegre fuego, la amabilidad de la profesora habían despertado todas sus facultades. Sus mejillas se cubrieron de color rosado. Nunca hasta entonces las viera yo sino pálidas y exangües. El líquido brillo de sus ojos les daba una belleza mayor aún que la de los de Miss Temple: una belleza que no consistía en el color, ni en la longitud de las pestañas, ni en el dibujo perfecto de las cejas, sino en su animación, en su irradiación admirables. Su alma estaba en sus labios, y su lenguaje fluía cual un manantial cuyo origen yo