Jane Eyre. Шарлотта Бронте

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Jane Eyre - Шарлотта Бронте

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en mi pizarra una larga cuenta, mis ojos, dirigidos al azar sobre una ventana, descubrieron a través de ella una figura que pasaba por el jardín en aquel instante. Casi instintivamente le reconocí y cuando, minutos después, las profesoras y alumnas se levantaron en masa, ya sabía yo que quien entraba a largas zancadas en el salón era el que en Gateshead me pareciera una columna negra y me causara tan desastrosa impresión: Mr. Brocklehurst, en persona, vestido con un sobretodo abotonado hasta el cuello. Se me figuró más alto, estrecho y rígido que nunca.

      Yo tenía —ya lo dije— mis motivos para temer su presencia: la promesa que hiciera a mi tía de poner a Miss Temple y a las maestras en autos de mis perversas inclinaciones.

      Se dirigió a Miss Temple y le habló. No me cabía duda de que estaba poniéndole en antecedentes de mi maldad y no separaba de ellos mis ojos ansiosos.

      Sin embargo, lo primero que oí desde el sitio en que estaba sentada disipó, de momento, mis aprensiones. —Diga usted a Miss Smith que no he hecho la nota de las agujas que he comprado, pero que debe llevar la relación y tener en cuenta que sólo conviene entregar una a cada discípula. Si se les dieran más, tendrían menos cuidado y las perderían. Hay que preocuparse también del repaso de medias. La última vez que estuve aquí vi, tendidas, muchas que estaban llenas de agujeros.

      —Se seguirán sus órdenes, señor —dijo Miss Temple. —La lavandera me ha informado —siguió él— de que algunas de las niñas se mudan de camisa dos veces a la semana. Las reglas limitan las mudas a una semanal.

      —Lo explicaré, señor. Agnes y Catherine Johnstone fueron invitadas a tomar el té con algunos amigos en Lowton el jueves pasado y, por tratarse de eso, les permití ponerse camisas limpias.

      —Bien; por una vez puede pasar, pero procure que el caso no se repita a menudo. Hay otra cosa que me ha sorprendido. Al hacer cuentas con el ama de llaves, he visto que se había servido una ración extraordinaria de pan y queso durante la quincena pasada. ¿Cómo es eso? He mirado las disposiciones sobre extraordinarios y no he visto que se mencione para nada una ración suplementaria de tal clase. ¿Quién ha introducido semejante innovación? ¿Y con qué derecho?

      —Yo soy la responsable, señor —dijo Miss Temple. El pan y el queso se sirvieron un día en que el desayuno estaba tan mal preparado que ninguna alumna lo pudo comer. No me atreví a hacerlas esperar sin alimento hasta la hora de la comida.

      —Escúcheme un instante, señorita: usted sabe que mi plan educativo respecto a estas niñas consiste en no acostumbrarlas a hábitos de blandura y lujo, sino al contrario, en hacerlas sufridas y pacientes. Si acontece algún pequeño incidente en la preparación de las comidas no ha de suplirse con algo más delicado, lo cual tendería a relajar los principios de esta institución, sino que el hecho debe servir para edificación espiritual de las alumnas, fortificando sus ánimos mediante esa prueba pasajera. En ocasiones así, no estará de más una adecuada exhortación de las profesoras acerca de los sufrimientos de los primitivos cristianos y alguna alusión a las palabras del Señor cuando pidió a sus discípulos que tomasen su cruz y le siguiesen. Es preciso recordar a las pupilas que el hombre no vive sólo de pan y citarles algunas de las divinas palabras: "Bienaventurado el que sufra por mi amor", u otras. Sin duda, señorita, cuando daba usted a las muchachas el queso y el pan en lugar del potaje quemado, atendía al bienestar de sus viles cuerpos, pero ¿no piensa usted que contribuía a la perdición de sus almas?

      Mr. Brocklehurst calló, como abrumado por la emoción que le producían sus palabras.

      A medida que hablaba Mr. Brocklehurst, Miss Temple parecía ir convirtiéndose gradualmente en una estatua de mármol y su boca y sus ojos, contraídos en una expresión severa, se apartaban de él.

      Mr. Brocklehurst se dirigió a la chimenea, se paró junto a ella con las manos a la espalda y dirigió a toda la escuela una mirada majestuosa. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente. Dijérase que iban a salirse de sus órbitas. Volviéndose a la inspectora, dijo, con acento menos sereno que el acostumbrado:

      —¿Qué es eso, Miss Temple? ¿Quién es aquella muchacha del pelo rizado? ¡Sí: todo rizado!, aquella del pelo rojo.

      Y su mano se extendió, señalando al objeto de sus iras.

      —Es Julia Severn, señor —repuso, con calma, Miss Temple.

      —¿Con que Julia Severn? ¿Y por qué ha de llevar el cabello rizado? Ni ella ni ninguna. ¿Cómo osa seguir tan descaradamente las costumbres mundanas, rizándose los cabellos? ¡En una institución evangélica y benéfica como ésta!

      —Julia tiene el rizado natural —repuso Miss Temple, con más calma aún.

      —¡Pero nosotros no tenemos por qué estar conformes con la naturaleza! Quiero que estas niñas sean niñas de Dios y nada más. ¡Esas vanidades no pueden admitirse! Vuelvo a repetir que deseo que los peinados sean lisos y sencillos. ¡Nada de pelo abundante! Señorita: los cabellos de esa muchacha van a ser cortados al rape: mañana enviaré un peluquero. Veo que hay muchas que tienen el cabello demasiado largo. No, eso no... Vamos a ver: mande a toda la primera clase que se ponga de cara a la pared.

      Miss Temple se pasó el pañuelo por los labios como para disimular una sonrisa y dio la orden. Volviendo un poco la cabeza, pude percibir las muecas y miradas con que las muchachas comentaban aquella maniobra. Fue una lástima que Mr. Brocklehurst no pudiese verlas también.

      Después de examinar durante cinco minutos las nucas de las alumnas, Mr. Brocklehurst pronunció su sentencia:

      —Es preciso cortar el pelo a todas éstas. Miss Temple pareció a punto de protestar. Señorita —prosiguió él—: yo sirvo a un Señor cuyo reino no es de este mundo. Conviene mortificar a estas muchachas para que aprendan a dominar las vanidades de la carne. Sus cabellos deben, pues, ser cortados. Pensemos en el tiempo que pierden componiéndose y...

      La entrada de otras visitantes, tres mujeres, interrumpió al director. Fue una lástima que no oyeran el discurso de Mr. Brocklehurst, porque iban espléndidamente ataviadas de terciopelo, seda, pieles y otras vanidades. Las dos más jóvenes (lindas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban magníficos sombreros de castor gris, muy de moda entonces, adornados con plumas de avestruz, y de sus sienes pendían innúmeros tirabuzones cuidadosamente rizados. La señora de más edad vestía un costoso chal de terciopelo forrado de armiño y llevaba un postizo de tirabuzones rizados, a la francesa.

      Las visitantes —Mrs. y Misses Brocklehurst— fueron deferentemente acogidas por Miss Temple y acomodadas en asientos de honor. Debían de haber venido en coche con su reverendo esposo y padre y, al parecer, habían procedido a examinar los cuartos de arriba, mientras él se dedicaba a verificar las cuentas del ama de llaves y la lavandera. Dirigieron varias observaciones y reproches a Miss Smith, encargada de la ropa blanca y de la limpieza de los dormitorios. Pero yo no pude oírlas, porque otros temas requerían mi atención más inmediata.

      Mientras Mr. Brocklehurst daba instrucciones a Miss Temple, yo no había descuidado lo concerniente a mi seguridad personal, seguridad sólo garantizable si me ponía a salvo de miradas ajenas. Para ello procuré sentarme en la última fila de la clase y, fingiendo estar absorta en mis cuentas, coloqué la pizarra de modo que ocultase mi rostro. Pero no había contado con lo imprevisto: la traidora pizarra se me deslizó, no sé cómo, de entre las manos y cayó al suelo con ominoso ruido. Todas las miradas se concentraron en mí. Mientras me inclinaba para recoger los dos fragmentos en que se había convertido la pizarra, reuní todas mis fuerzas y me preparé para lo peor.

      —¡Qué niña tan descuidada! —dijo Mr. Brocklehurst.

      Y,

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