Jane Eyre. Шарлотта Бронте
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—Valdrá más que se acueste pronto, parece muy fatigada. ¿Estás cansada, verdad? —me preguntó, colocando una mano sobre mi hombro—. Y seguramente tendrás apetito. Dele algo de comer antes de acostarla, Miss Miller. ¿Es la primera vez que te separas de tus padres, niña?
Le contesté que no tenía padres, y me preguntó cuánto tiempo hacía que habían muerto. Después se informó de mi edad y de si sabía leer y escribir, me acarició la mejilla afectuosamente y me despidió, diciendo:
—Confío en que seas obediente y buena.
La señora que había hablado representaba unos veintinueve años. La que ahora me conducía, y a la que la otra llamara Miller, parecía más joven. La primera me impresionó por su aspecto y su voz. Esta otra era más ordinaria, más rubicunda, muy apresurada en su modo de andar y en sus actos, como quien tiene entre sus manos múltiples cosas. Me pareció desde luego lo que más tarde averigüé que era: una profesora auxiliar.
Guiada por ella recorrí los pasillos y estancias de un edificio grande e irregular, a cuyo extremo, saliendo por fin del profundo y casi temeroso silencio que reinaba en el resto de la casa, escuché el murmullo de muchas voces, y entré en un cuarto muy grande, en cada uno de cuyos extremos había dos mesas alumbradas cada una por dos bujías.
Alrededor de las mesas estaban sentadas en bancos muchas muchachas de todas las edades, desde los nueve o diez años hasta los veinte. A primera vista me parecieron innumerables, aunque en realidad no pasaban de ochenta. Todas vestían una ropa de idéntico corte y de color pardo. Era la hora de estudio, se hallaban enfrascadas en aprender sus lecciones del día siguiente, y el murmullo que yo sintiera era el resultado de las voces de todas ellas repitiendo sus lecciones a la vez.
Miss Miller me señaló asiento en un banco próximo a la puerta y luego, situándose en el centro de la habitación, gritó:
—¡Instructoras: recojan los libros!
Cuatro muchachas de elevada estatura se pusieron en pie y recorrieron las mesas recogiendo los libros.-Miss Miller dio otra voz de mando:
—¡Instructoras: traigan las bandejas de la comida! Las cuatro muchachas altas salieron y regresaron portando una bandeja cada una. En cada bandeja había porciones de algo que no pude observar lo que era y, además, un jarro de agua y un vaso.
Las instructoras circularon por el salón. Cada muchacha cogía de la bandeja una de aquellas porciones y, si quería beber, lo hacía en el vaso de todas. Yo tuve que beber, porque me sentía sedienta, pero no comí lo que, según pude ver entonces, era una delgada torta de avena partida en pedazos.
Terminada la colación, Miss Miller leyó las oraciones y las escolares subieron las escaleras formadas de dos en dos. Ya estaba tan muerta de cansancio, que no me di cuenta siquiera de cómo era el dormitorio, salvo que, como el cuarto de estudio, me pareció muy grande. Aquella noche dormí con Miss Miller, quien me ayudó a desnudarme. Luego lancé una mirada a la larga fila de lechos, en cada uno de los cuales había dos muchachas. Diez minutos más tarde, la única luz del dormitorio se apagaba y yo me dormí.
La noche pasó deprisa. Yo estaba tan cansada, que no soñé nada. Sólo una vez creí oír bramar el viento con furia y escuchar la caída del agua de una catarata. Me desperté: era Miss Miller, que dormía a mi lado. Cuando volví a abrir los ojos, sentí tocar una ronca campana. Aún no era de día y el dormitorio estaba iluminado por una o dos lamparillas. Tardé algo en levantarme, porque hacía un frío agudo y, cuando al fin me vestí, tuve que compartir el lavabo con otras seis muchachas, lo que no hubiera ocurrido de haberme levantado antes.
Volvió a sonar la campana y las alumnas se alinearon y bajaron las escaleras por parejas. Entramos en el frío cuarto de estudio. Miss Miller leyó las plegarias de la mañana y ordenó luego:
—Fórmense por clases.
A continuación siguió un alboroto de varios minutos, durante los cuales Miss Miller no cesaba de repetir: "¡Orden! ¡Silencio!" Cuando el tumulto cesó, vi que las muchachas se habían agrupado en cuatro semicírculos, colocados frente a cuatro sillas situadas ante cuatro mesas. Todas las alumnas tenían un libro en la mano, y en cada mesa, ante la silla vacía, había un libro grande, como una Biblia. Siguió un silencio. Después comenzó a circular el vago rumor que se produce siempre que hay una muchedumbre reunida. Miss Miller recorrió los grupos acallando aquel reprimido murmullo.
Sonó otra campana e inmediatamente, tres mujeres entraron y se instalaron cada una en uno de los tres asientos vacíos. Miss Miller se instaló en la cuarta silla vacante, la más cercana a la puerta y en torno a la cual estaban reunidas las niñas más pequeñas. Me llamaron a aquella clase y me colocaron detrás de todas.
Se repitió la plegaria diaria y se leyeron varios capítulos de la Biblia, en lo que se invirtió más de una hora. Cuando acabó aquel ejercicio, era día claro. La infatigable campana sonó por cuarta vez. Yo me sentía encantada ante la perspectiva de comer alguna cosa. Estaba desmayada, ya que el día anterior apenas había probado bocado.
El refectorio era una sala grande, baja de techo y sombría. En dos largas mesas humeaban recipientes llenos de algo que, con gran disgusto mío, estaba lejos de despedir un olor atractivo. Una general manifestación de descontento se produjo al llegar a nuestras narices aquel perfume. Las muchachas mayores, las de la primera clase, murmuraron:
—¡Es indignante! ¡Otra vez el potaje quemado! —¡Silencio! —barbotó una voz.
No era la de Miss Miller, sino la de una de las profesoras superiores, que se sentaba a la cabecera de una de las mesas. Era menuda, morena y vestida con elegancia, pero tenía un aspecto indefiniblemente desagradable. Una segunda mujer, más gruesa que aquélla, presidía la otra mesa. Busqué en vano a la señora de la noche anterior: no estaba visible. Miss Miller se sentó al extremo de la mesa en que yo estaba instalada, y una mujer de apariencia extranjera —la profesora francesa— se acomodó al extremo de la otra.
Se rezó una larga plegaria, se cantó un himno, luego una criada trajo té para las profesoras y comenzó el desayuno.
Devoré las dos o tres primeras cucharadas sin preocuparme del sabor, pero casi enseguida me interrumpí sintiendo una profunda náusea. El potaje quemado sabe casi tan mal como las patatas podridas. Ni aun el hambre más aguda puede con ello. Las cucharas se movían lentamente, todas las muchachas probaban la comida y la dejaban después de inútiles esfuerzos para deglutirla. Terminó el almuerzo sin que ninguna hubiese almorzado y, después de rezar la oración de gracias correspondiente a la comida que no se había comido, evacuamos el comedor. Yo fui de las últimas en salir y vi que una de las profesoras probaba una cucharada de potaje, hacía un gesto de asco y miraba a las demás. Todas parecían disgustadas. Una de ellas, la gruesa, murmuró:
—¡Qué porquería! ¡Es vergonzoso!
Pasó un cuarto de hora antes de que se reanudasen las lecciones y, entretanto, reinó en el salón de estudio un grandísimo tumulto. En aquel intervalo se permitía hablar más alto y con más libertad, y todas se aprovechaban de tal derecho. Toda la conversación giró en torno al desayuno, el cual mereció unánimes censuras. ¡Era el único consuelo que tenían las pobres muchachas! En el salón no había ahora otra maestra que Miss Miller, y un grupo de chicas de las mayores la rodeó hablándola con seriedad. El nombre de Mr. Brocklehurst sonó en algunos labios, y Miss Miller movió la cabeza reprobatoriamente, pero no hizo grandes esfuerzos para contener la general protesta. Sin duda la compartía.
Un reloj dio las nueve.