Jane Eyre. Шарлотта Бронте

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Jane Eyre - Шарлотта Бронте

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pero usted acuérdese de ser una niña muy buena y de no tener miedo de mí. No se sobresalte cuando yo empiece a hablarla: es una cosa que me ataca los nervios.

      —No volveré a temerte, Bessie. Además, pronto habré de temer a otras personas...

      —Si usted hace ver que les teme, esas personas se disgustarán con usted.

      —Como tú, Bessie.

      —No; como yo, no. Yo soy la persona que más la quiere de todos.

      —¡Pero no lo demuestras!

      —¿Cómo habla de esa manera? ¡Es usted muy atrevida!

      —Lo soy porque me voy a marchar pronto de aquí y porque...

      Iba a explicarle mi triunfo sobre Mrs. Reed, pero lo pensé mejor y guardé silencio.

      —¿Y se alegra usted de abandonarme?

      —No, Bessie. Precisamente ahora me disgusta más que antes el separarme de ti.

      —Precisamente ahora, ¿eh? ¡Con qué frescura lo dice! Hasta sería capaz de no darme un beso si se lo pidiera... Puede que me contestara que, precisamente ahora, no...

      —Sí, quiero besarte, sí... —repuse—. Baja la cabeza. Bessie se detuvo. Nos abrazamos estrechamente y la seguí hasta la casa, muy satisfecha.

      La tarde transcurrió en paz y armonía. Por la noche Bessie me relató uno de sus cuentos más encantadores y cantó para mí una de sus canciones más lindas. Hasta en una vida tan triste como la mía no faltaba alguna vez un rayo de sol.

      V

      Aún no acababan de dar las cinco de la mañana del 19 de enero cuando Bessie entró en mi cuarto con una vela en la mano y me encontró ya preparada y vestida. Estaba levantada desde media hora antes y me había lavado y vestido a la luz de la luna, que entraba por las estrechas ventanas de mi alcoba. Me marchaba aquel día en un coche que pasaría por la puerta a las seis de la mañana. En la casa no se había levantado nadie más que Bessie. Había encendido el fuego en el cuarto de jugar y estaba preparando mi desayuno. Hay pocos niños que tengan ganas de comer cuando están a punto de emprender un viaje y a mí me sucedió lo que a todos. Bessie, después de instarme inútilmente a que tomase algunas cucharadas de sopa de leche, envolvió algunos bizcochos en un papel y los guardó en mi saquito de viaje. Luego me puso el sombrero y el abrigo, se envolvió ella en un mantón y las dos salimos de la estancia. Al pasar junto al dormitorio de mi tía, me dijo:

      —¿Quiere usted entrar para despedirse de la señora? —No, Bessie. La tía fue a mi cuarto anoche y me dijo que cuando saliera no era necesario que la despertase, ni tampoco a mis primos. Luego me aseguró que tuviera en cuenta siempre que ella era mi mejor amiga y que debía decírselo a todo el mundo.

      —¿Y qué contestó usted, señorita?

      —Nada. Me tapé la cara con las sábanas y me volví hacia la pared.

      —Eso no está bien, señorita.

      —Sí está bien, Bessie. Mi tía no es mi amiga: es mi enemiga.

      —¡No diga eso, Miss Jane! Cruzamos la puerta. Yo exclamé: —¡Adiós, Gateshead!

      Aún brillaba la luna y reinaba la oscuridad. Bessie llevaba una linterna cuya luz oscilaba sobre la arena del camino, húmeda por la nieve recién fundida. El amanecer invernal era crudo; helaba. Mis dientes castañeteaban, aterida de frío.

      En el pabellón de la portería brillaba una luz. La mujer del portero estaba encendiendo la lumbre. Mi equipaje se hallaba a la puerta. Lo había sacado de casa la noche anterior. A los cinco o seis minutos sentimos a lo lejos el ruido de un coche. Me asomé y vi las luces de los faroles avanzando entre las tinieblas.

      —¿Se va sola? —preguntó la mujer. —Sí.

      ¿Hay mucha distancia? —Cincuenta millas.

      —¡Qué lejos! ¡No sé cómo la señora la deja hacer sola un viaje tan largo!

      El coche, tirado por cuatro caballos, iba cargado de pasajeros. Se detuvo ante la puerta. El encargado y el cochero nos metieron prisa. Mi equipaje fue izado sobre el techo. Me separaron del cuello de Bessie, a quien estaba cubriendo de besos.

      —¡Tenga mucho cuidado de la niña! —dijo Bessie al encargado del coche cuando éste me acomodaba en el interior.

      —¡Sí, sí! —contestó él.

      La portezuela se cerró, una voz exclamó: "¡Listos!", y el carruaje empezó a rodar.

      Así me separé de Bessie y de Gateshead rumbo a las que a mí me parecían entonces regiones desconocidas y misteriosas.

      Recuerdo muy poco de aquel viaje. El día me pareció de una duración sobrenatural y tuve la impresión de haber rodado cientos de millas por la carretera. Atravesamos varias poblaciones y en una de ellas, muy grande, el coche se detuvo y se desengancharon los caballos. Los viajeros se apearon para comer. El encargado me llevó al interior de una posada con el mismo objeto, pero como yo no tenía apetito, se fue, dejándome en una inmensa sala de cuyo techo pendía un enorme candelabro y en lo alto de una de cuyas paredes había una especie de galería donde se apilaban varios instrumentos de música. Permanecí allí largo rato, sintiendo un angustioso temor de que viniese alguien y me secuestrara. Yo creía firmemente en la existencia de los secuestradores de niños, ya que tales personajes figuraban con gran frecuencia en los cuentos de Bessie. Al fin vinieron a buscarme, mi protector me colocó en mi asiento, subió al suyo, tocó la trompa y el coche comenzó a rodar sobre la calle empedrada de L...

      La tarde era sombría y nublada. Llegaba el crepúsculo. Yo comprendía que debíamos estar muy lejos de Gateshead. El panorama cambiaba. Ya no atravesábamos ciudades; grandes montañas grises cerraban el horizonte, y al oscurecer descendimos a un valle poblado de bosque. Luego se hizo noche del todo, y yo oía silbar lúgubremente el viento entre los árboles.

      Arrullada por el sonido, me dormí. Me desperté al cesar el movimiento del vehículo. Vi por la ventanilla una puerta cochera abierta y en ella, iluminada por los faroles, una persona que me pareció ser una criada.

      —¿No viene aquí una niña llamada Jane Eyre? —preguntó.

      —Sí —repuse.

      Me sacaron, bajaron mi equipaje, y el coche volvió inmediatamente a ponerse en marcha.

      Ya en la casa, procuré, ante todo, calentar al fuego mis dedos agarrotados por el frío, y luego lancé una ojeada a mi alrededor. No había ninguna luz encendida, pero a la vacilante claridad de la chimenea se distinguían, a intervalos, paredes empapeladas, alfombras, cortinas y brillantes muebles de caoba. Aquel salón no era tan espléndido como el de Gateshead, pero sí bastante lujoso. Mientras intentaba descifrar lo que representaba un cuadro colgado en el muro, la puerta se abrió y entró una persona llevando una luz y seguida de cerca por otra.

      La primera era una señora alta, de negro cabello, negros ojos y blanca y despejada frente. Su aspecto era grave, su figura erguida. Iba medio envuelta en un chal.

      —Es

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