Jane Eyre. Шарлотта Бронте

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Jane Eyre - Шарлотта Бронте

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atrayentes.

      —Me gustaría ir a la escuela —fue, pues, la contestación que di como resumen de mis pensamientos.

      —Bueno, bueno. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? —dijo Mr. Lloyd. Y agregó, al salir, como hablando consigo mismo—: La niña necesita cambio de aire y de ambiente. Sus nervios no se hallan en buen estado.

      Bessie volvía del comedor y, al mismo tiempo, sentimos el rodar de un carruaje sobre la arena del camino. —¿Es su señora? —preguntó el boticario—. Quisiera hablar con ella antes de irme.

      Bessie le invitó a pasar al comedorcito. En la entrevista que Mr. Lloyd tuvo con mi tía supongo, por el desarrollo ulterior de los sucesos, que él recomendó que me enviasen a un colegio y que la resolución fue bien acogida por ella. Así lo deduje de una conversación que una noche mantuvo Abbot con Bessie en nuestro cuarto cuando yo estaba ya acostada y, según ellas creían, dormida.

      —La señora quedará encantada de librarse de una niña tan traviesa y de tan malos instintos, que no hace más que maquinar maldades —decía Abbot quien, al parecer, debía de tenerme por un Guy Fawkes en ciernes.

      Aquella misma noche, en el curso de la charla de las dos mujeres, me enteré por primera vez de que mi padre había sido un humilde pastor; de que mi madre se casó con él contra la voluntad de sus padres, quienes consideraban al mío como muy inferior a ellos; de que mi abuelo, enfurecido, se negó a ayudar a mi madre ni con un chelín; de que mi padre había contraído el tifus visitando a los enfermos pobres de una ciudad fabril donde estaba situado su curato; y de que se lo contagió a mi madre, muriendo los dos con el intervalo de un mes.

      Bessie, oyendo aquel relato, suspiró y dijo:

      —La pobrecita Jane es digna de compasión, ¿verdad Abbot?

      —Si fuese una niña agradable y bonita —repuso Abbot—, sería digna de lástima, pero un renacuajo como ella no inspira compasión a nadie.

      —No mucha, es verdad... —convino Bessie—. Si fuera tan linda como Georgiana, las cosas sucederían de otro modo.

      —¡Oh, yo adoro a Georgiana! —dijo la vehemente Abbot—. ¡Qué bonita está con sus largos rizos y sus ojos azules y con esos colores tan hermosos que tiene! Parecen pintados... ¡Ay, Bessie; me apetecería comer liebre!

      —También a mí. Pero con un poco de cebolla frita. Venga, vamos a ver lo que hay.

      Y salieron.

       IV

      De mi conversación con Mr. Lloyd y de la mencionada charla entre Miss Abbot y Bessie deduje que se aproximaba un cambio en mi vida. Esperaba en silencio que ocurriese, con un vivo deseo de que tanta felicidad se realizara. Pero pasaban los días y las semanas, mi salud se iba restableciendo del todo y no se hacían nuevas alusiones al asunto. Mi tía me miraba con ojos cada vez más severos, apenas me dirigía la palabra y, desde los incidentes que he mencionado, procuraba ahondar cada vez más la separación entre sus hijos y yo. Me había destinado un cuartito para dormir sola, me condenaba a comer sola también y me hacía pasar todo el tiempo en el cuarto de niños, mientras ellos estaban casi siempre en el salón. No hablaba nada de enviarme a la escuela, pero yo presentía que no había de conservarme mucho tiempo bajo su techo. En sus ojos, entonces más que nunca, se leía la extraordinaria aversión que yo le inspiraba.

      Eliza y Georgiana —obraban sin duda en virtud de instrucciones que recibieran— me hablaban lo menos posible. John me hacía burla con la lengua en cuanto me veía, y una vez intentó pegarme, pero yo me revolví con el mismo arranque de cólera y rebeldía que causara mi malaventura la otra vez y a él le pareció mejor desistir. Se separó abrumándome a injurias y diciendo que le había roto la nariz. Yo le había asestado, en efecto, en esta prominente parte de su rostro un golpe tan fuerte como mis puños me lo permitieron y cuando noté que aquello le lastimaba, me preparé a repetir mis arremetidas sobre su lado flaco. Pero él se apartó y fue a contárselo a su mamá. Le oí comenzar a exponer la habitual acusación. —Esa asquerosa de Jane...

      Y siguió diciendo que yo me había tirado a él como una gata. Pero su madre le interrumpió:

      —No me hables de ella, John. Ya te he dicho que no te acerques a ella. No quiero que la tratéis tus hermanas ni tú. No es digna de tratar con vosotros.

      Sin pensarlo casi, grité desde las regiones donde me hallaba desterrada:

      —¡Ellos son los indignos de tratarme a mí!

      Mrs. Reed era una mujer bastante voluminosa, pero al oírme subió las escaleras velozmente, se precipitó como un torbellino en el cuarto de jugar, me zarandeó contra las paredes de mi cuchitril y, con voz enfática e imperiosa, me conminó a no pronunciar ni una palabra más en todo lo que quedaba de día.

      —¿Qué diría el tío si viviese? —fue mi casi voluntaria contestación.

      Y escribo "casi voluntaria", porque aquel día las palabras me brotaban de la boca de una manera espontánea, como si me las dictasen en mi interior una fuerza desconocida que yo fuese incapaz de dominar aunque lo hubiera pretendido.

      —¿Eh? —dijo mi tía.

      Y en la mirada, habitualmente fría, de sus ojos grises, se transparentaba algo parecido al temor. Soltó mi brazo y me contempló como si dudara en decidir si yo era una niña o un demonio.

      Continué:

      —Mi tío está en el cielo y sabe todo lo que usted hace y piensa, y también papá y mamá. Todos ellos saben cómo me maltrata usted y las ganas que tiene de que me muera.

      Mi tía logró recuperar su presencia de espíritu. Me abofeteó y se fue sin decir palabra. Bessie llenó esta laguna sermoneándome durante más de una hora y asegurándome que no creía que hubiese una niña más mala que yo bajo la capa del cielo. Yo me sentía inclinada a creerla, porque aquel día sólo surgían en mi alma sentimientos rencorosos.

      Habían transcurrido noviembre, diciembre y la mitad de enero. Las fiestas de Navidad se celebraron en la casa como de costumbre. Se enviaron y se recibieron muchos regalos y se organizaron muchas comidas y reuniones. De todo ello yo estuve, por supuesto, excluida. Todas mis diversiones pascuales consistían en presenciar cómo se peinaban y componían diariamente Georgiana y Eliza para bajar a la sala vestidas de brillantes muselinas y encarnadas sedas y, después, en escuchar el sonido del piano o del arpa que tocaban abajo, en asistir al ir y venir del mayordomo y el lacayo, y en percibir el entrechocar los vasos y tazas y el murmullo de las conversaciones cuando se abrían o cerraban las puertas del salón.

      Si me cansaba de este entretenimiento, me volvía al solitario y silencioso cuarto de jugar. Pero, de todos modos, yo, aunque estaba muy triste, no me sentía desgraciada. De haber sido Bessie más cariñosa y haber accedido a acompañarme, habría preferido pasar las tardes sola con ella en mi cuarto, a estar bajo la temible mirada de mi tía, en un salón lleno de caballeros y señoras. Pero Bessie, una vez que terminaba de arreglar a sus jóvenes señoritas, solía marcharse a las agradables regiones del cuarto de criados y de la cocina, llevándose la luz, por regla general. Entonces me sentaba al lado del fuego, con mi muñeca sobre las rodillas, hasta que la chimenea se apagaba, mirando de cuando en cuando en torno mío para convencerme de que en el aposento no había otro ser más temible que yo. Cuando ya no quedaba de la lumbre más que el rescoldo, me desvestía presurosamente, a tirones, y huía del

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