Jane Eyre. Шарлотта Бронте
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—No hay nada peor que una niña mala —me dijo—. ¿Sabes adónde van los malos después de morir?
—Al Infierno —fue mi pronta y ortodoxa contestación. —¿Y sabes lo que es el Infierno?
—Un sitio lleno de fuego.
¿Y te gustaría ir a él y abrasarte? —No, señor.
¿Qué debes hacer entonces para evitarlo?
Medité un momento y di una contestación un tanto discutible.
—Procurar no estar enferma para no morirme. —¿Y cómo puedes estar segura de no enfermar? Todos-los días mueren niños más pequeños que tú. Hace un par de días nada más que he acompañado al cementerio a un niño de cinco años. Pero era un niño bueno y su alma estará en el Cielo ahora. Es de temer que no se pueda decir lo mismo de ti, si Dios te llama.
No sintiéndome lo suficientemente informada para aclarar sus temores, me limité a suspirar y a clavar la mirada en sus inmensos pies, deseando vivamente marcharme de allí cuanto antes.
—Espero que ese suspiro te saldrá del alma y que te arrepentirás de haber obrado mal con tu bondadosa bienhechora.
"¿Mi bienhechora? —pensé—. Todos dicen que mi tía es mi bienhechora. Si lo es de verdad, una bienhechora resulta una cosa muy desagradable."
—¿Rezas siempre por la noche y por la mañana? —continuó mi interlocutor.
—Sí, señor. —¿Lees la Biblia? —A veces.
—¿Y qué te gusta más de ella?
—Me gustan las Profecías, y el libro de Daniel, y el de Samuel, y el Génesis, y una parte del Éxodo, y algunas de los Reyes y las Crónicas, y Job, y Jonás.
—¿Y los Salmos? ¿Te gustan? —No, señor.
—¡Qué extraño! Yo tengo un niño más pequeño que tú que sabe ya seis salmos de memoria, y cuando se le pregunta si prefiere comer pan de higos o aprender un salmo, responde: "Aprender un salmo. Los ángeles cantan salmos y yo quiero ser un ángel". Y entonces se le dan dos higos para recompensar su piedad infantil.
—Los Salmos no son interesantes —contesté.
—Eso prueba que eres una niña mala y debes rogar a Dios que cambie tu corazón, sustituyendo el de piedra que tienes por otro humano.
Ya iba yo a preguntarle detalles sobre el procedimiento a seguir durante la operación de cambiarme de víscera, cuando Mrs. Reed me mandó sentar y tomó la palabra.
—Mr. Brocklehurst: creo haberle indicado en la carta que le dirigí hace tres semanas que esta niña no tiene el carácter que yo desearía que tuviese. Me agradaría que, cuando se halle en el colegio de Lowood, las maestras la vigilen atentamente y procuren corregir su defecto más grave: la tendencia a mentir. Ya lo sabes, Jane: es inútil que intentes embaucar al señor Brocklehurst.
Por mucho que hubiera deseado agradar a mi tía, frases como aquélla, frecuentemente repetidas, me impedían hacerlo. En este momento, en que iba a emprender una nueva vida, ya ella se encargaba de sembrar por adelantado aversión y antipatía en mi camino. Me veía transformada ante los ojos del señor Brocklehurst en una niña embustera. ¿Cómo remediar semejante calumnia?
"De ningún modo", pensaba yo, mientras trataba de contener las lágrimas que acudían a mis ojos.
—El mentir es muy feo en una niña —dijo Brocklehurst—, y todos los embusteros irán al lago de fuego y azufre. No se preocupe, señora. Ya hablaré con las profesoras y con la señorita Temple para que la vigilen.
—Deseo —siguió mi tía— que se la eduque de acuerdo con sus posibilidades: es decir, para ser una mujer útil y humilde. Durante las vacaciones, si usted lo permite, permanecerá también en el colegio.
—Tiene usted mucha razón-dijo Brocklehurst—. La humildad es grata a Dios y, aunque desde luego es una de las características de todas las alumnas de Lowood, ya me preocuparé de que la niña se distinga entre ellas por su humildad. He estudiado muy profundamente los medios de humillar el orgullo humano, y hace pocos días que he tenido una evidente prueba de mi éxito. Mi hija segunda, Augusta, estuvo visitando la escuela con su madre, y al regreso exclamó: "¡Qué pacíficas son las niñas de Lowood, papá! Con el cabello peinado sobre las orejas, sus largos delantales y sus bolsillos en ellos, casi parecen niñas pobres. Miraban mi vestido y el de mamá, como si nunca hubieran visto ropas de seda. "
—Así me gusta-dijo mi tía—. Aunque hubiese buscado por toda Inglaterra, no hubiera encontrado un sitio donde el régimen fuera más apropiado para una niña como Jane Eyre. Conformidad, Mr. Brocklehurst, conformidad es lo primero que yo creo que se necesita en la vida.
—La conformidad es la mayor virtud del cristiano, y todo está organizado en Lowood de modo que se desarrolle esa virtud: comida sencilla, vestido sencillo, cuartos sencillos, costumbres activas y laboriosas... Tal es el régimen del establecimiento.
—Bien. Entonces quedamos en que la niña será admitida en el colegio de Lowood y educada con arreglo a su posición y posibilidad en la vida.
—Sí, señora; será acogida en mi colegio, y confío en que acabará agradeciendo a usted el gran honor que se le dispensa.
—Entonces se la enviaré cuanto antes, porque le aseguro que deseo librarme de la responsabilidad de atenderla, que comienza a ser demasiado pesada para mí.
—Lo comprendo, señora, lo comprendo... Bien: tengo que irme ya. Pienso volver a Brocklehurst Hall de aquí a una o dos semanas, ya que mi buen amigo, el arcediano, no me dejará marchar antes. Escribiré a Miss Temple que va a ser enviada al colegio una niña nueva para que no ponga dificultades a su admisión. Buenos días.
—Buenos días, Mr. Brocklehurst. Mis saludos a su señora, a Augusta y Theodore y al joven Broughton Brocklehurst.
—De su parte, gracias... Niña, toma este libro. ¿Ves? Se titula Manual del niño bueno, y debes leerlo con interés, sobre todo las páginas que tratan de la espantosa muerte repentina de Marta G..., una niña traviesa, muy amiga de mentir.
Y después de entregarme aquel interesante tomo, el señor Brocklehurst volvió a su coche y se fue.
Mi tía y yo quedamos solas. Ella cosía y yo la miraba. Era una mujer de unos treinta y seis o treinta y siete años, robusta, de espaldas cuadradas y miembros vigorosos, más bien baja y, aunque gruesa, no gorda; con las mandíbulas prominentes y fuertes, las cejas espesas, la barbilla ancha y saliente y la boca y la nariz bastante bien formadas. Bajo sus párpados brillaban unos ojos exentos de toda expresión de ternura, su cutis era oscuro y mate, su cabello áspero y su naturaleza sólida como una campana. No estaba enferma jamás. Dirigía la casa despóticamente y sólo sus hijos se atrevían a veces a desafiar su autoridad.
Yo, sentada en un taburete bajo, a pocas yardas de su butaca, la contemplaba con atención. Tenía en la mano el libro que hablaba de la muerte repentina de la niña embustera y, cuanto había sucedido, cuanto se había hablado entre mi tía y Brocklehurst, me producía un amargo resentimiento.
Mi tía levantó la vista de la labor, suspendió