Jane Eyre. Шарлотта Бронте

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Jane Eyre - Шарлотта Бронте

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a aquella figurilla, andrajosa y desastrada como un espantapájaros en miniatura. Aún recuerdo con asombro cuánto cariño ponía en mi pobre juguete. Nunca me dormía si no era con mi muñeca entre mis brazos y, cuando la sentía a mi lado y creía que estaba segura y calientita, era feliz pensando que mi muñeca lo era también.

      Pasaban largas horas —o me lo parecía— antes de que se disolviese la reunión. A veces resonaban en la escalera los pasos de Bessie, que venía a buscar su dedal o sus tijeras, o a traerme algo de comer: un pastel o un bollo de manteca. Se sentaba en el lecho mientras yo comía y, al terminar, me arreglaba las ropas de la cama, me besaba y decía: "Buenas noches, Miss Jane." Cuando era amable conmigo, Bessie me parecía lo más bello, lo más cariñoso y lo mejor del mundo, y deseaba ardientemente que nunca volviera a reprenderme, a tratarme mal o a no hacerme caso. Bessie Lee debía ser, si mi memoria no me engaña, una muchacha inteligente, porque era muy ingeniosa para todo y tenía grandes dotes de narradora. Al menos así la recuerdo yo a través de los cuentos que nos relataba. La evoco como una joven delgada, de cabello negro, ojos oscuros, bellas facciones y buena figura. Pero tenía un carácter variable y caprichoso y era indiferente a todo principio de justicia o de moral. Fuera como fuese, ella era la persona a quien más quería de las de la casa.

      Llegó el 15 de enero. Eran las nueve de la mañana. Bessie había salido a desayunar. Eliza estaba poniéndose un abrigo y un sombrero para ir a un gallinero de que ella misma cuidaba, ocupación que le agradaba tanto como vender los huevos al mayordomo y acumular el importe de sus transacciones. Tenía marcada inclinación al ahorro, y no sólo `vendía huevos y pollos, sino que también entablaba activos tratos con el jardinero, quien, por orden de Mrs. Reed, compraba a su hija todos los productos que ésta cultivaba en un cuadro del jardín reservado para ella: semillas y retoños de plantas y flores. Creo que Eliza hubiera sido capaz de vender su propio cabello si creyera sacar de la operación un beneficio razonable. Guardaba sus ahorros en los sitios más desconcertantes, a lo mejor en un trapo o en un pedazo de papel viejo, pero después, en vista de que a veces las criadas descubrían sus escondrijos, Eliza optó por prestar sus fondos a su madre, a un interés del cincuenta o sesenta por ciento, y cada trimestre cobraba con rigurosa exactitud sus beneficios, llevando con extremado cuidado en un pequeño libro las cuentas del capital invertido.

      Georgiana, sentada en una silla alta, se peinaba ante el espejo, intercalando entre sus bucles flores artificiales y otros adornos de los que había encontrado gran provisión en un cajón del desván. Yo estaba haciendo mi cama, ya que había recibido perentorias órdenes de Bessie de que la tuviese arreglada antes de que ella regresase. Bessie solía emplearme como una especie de segunda doncella del cuarto de jugar y, a veces, me mandaba quitar el polvo, limpiar el cuarto, etc. Después de hacer la cama, me acerqué a la ventana y comencé a poner en orden varios libros de estampas y algunos muebles de la casa de muñecas que había en el alféizar. Pero habiéndome ordenado secamente Georgiana (de cuya propiedad eran las sillitas y espejitos y los minúsculos platos y copas) que no tocara sus juguetes, interrumpí mi ocupación y, a falta de otra mejor, me dediqué a romper las flores de escarcha con que el cristal de la ventana estaba cubierto, para poder mirar a través del vidrio el aspecto del paisaje, quieto y como petrificado bajo la helada invernal.

      Desde la ventana se veían el pabellón del portero y el camino de coches, y precisamente cuando yo arranqué parte de la floración de escarcha que cubría con una película de plata el cristal, vi abrirse las puertas y subir un carruaje por el camino. Lo miré con indiferencia. A Gateshead venían coches frecuentemente y ninguno traía visitantes que me interesaran. El carruaje se detuvo frente a la casa, oyóse sonar la campanilla, y el recién llegado fue recibido. Pero yo no hacía caso de ello, porque mi atención estaba concentrada en un pajarillo famélico, que intentaba picotear en las desnudas ramitas de un cerezo próximo a la pared de la casa. Los restos del pan y la leche de mi desayuno estaban sobre la mesa. Abrí la ventana, cogí unas migajas y las estaba colocando en el borde del antepecho, cuando irrumpió Bessie.

      —¿Qué está usted haciendo señorita Jane? ¿Se ha lavado las manos y la cara?

      Antes de contestar, me incliné sobre la ventana otra vez, a fin de colocar en sitio seguro el pan del pájaro, y cuando hube distribuido las migajas en distintos lugares, cerré los batientes y repliqué:

      —Aún no, Bessie. Acabo de terminar de limpiar el polvo.

      —¡Qué niña! ¿Qué estaba usted haciendo? Está usted encarnada. ¿Por qué tenía la ventana abierta?

      No necesité molestarme en contestarla, pues Bessie tenía demasiada prisa para perder tiempo en oír mis explicaciones. Me condujo al lavabo, me dio un enérgico, aunque afortunadamente breve restregón de manos y cara con agua, jabón y una toalla, me peinó con un áspero peine y, en seguida, me dijo que bajase al comedorcito de desayunar.

      Hubiera deseado preguntarle el motivo y saber si mi tía estaba allí o no, pero Bessie se había ido y cerrado la puerta del cuarto. Así, pues, bajé lentamente. Hacía cerca de tres meses que no me llamaban a presencia de mi tía. Confinada en las habitaciones de niños, el comedorcito, el comedor grande y el salón eran para mí regiones vedadas.

      Antes de entrar en el comedor, me detuve en el vestíbulo, intimidada y temblorosa. En aquella época de mi vida, los castigos injustos que recibiera habían hecho de mí una infeliz cobarde. Durante diez minutos titubeé; ni me atrevía a volver a subir ni me atrevía a entrar en donde me esperaban.

      El impaciente sonido de la campanilla del comedorcito me decidió. No había más remedio que entrar. "¿Qué querrán de mí?", me preguntaba, mientras con ambas manos intentaba abrir el picaporte, que resistía a mis esfuerzos. "¿Quién estará con la tía? ¿Una mujer o un hombre?"

      Al fin el picaporte giró y, erguida sobre la alfombra, divisé algo que a primera vista me pareció ser una columna negra, recta, angosta, en lo alto de la cual un rostro deforme era como una esculpida carátula que sirviese de capitel.

      Mi tía ocupaba su sitio habitual junto al fuego. Me hizo signo de que me aproximase y me presentó al desconocido con estas palabras:

      —Aquí tiene la niña de que le he hablado.

      Él —porque era un hombre y no una columna como yo pensara— me examinó con inquisitivos ojos grises, bajo sus espesas cejas, y dijo con voz baja y solemne:

      —Es pequeña aún. ¿Qué edad tiene? —Diez años.

      —¿Tantos? —interrogó, dubitativo.

      Siguió examinándome durante varios minutos. Al fin, me preguntó:

      —¿Cómo te llamas, niña? —Jane Eyre, señor.

      Y le miré, Me pareció un hombre muy alto, pero ha de considerarse que yo era muy pequeña. Tenía las facciones grandes y su rostro y todo su cuerpo mostraban una rigidez y una afectación excesivas.

      —Y qué, Jane Eyre, ¿eres una niña buena?

      Era imposible contestar afirmativamente, ya que el pequeño mundo que me rodeaba sostenía la opinión contraria. Guardé silencio.

      Mi tía contestó por mí con un expresivo movimiento de cabeza, agregando:

      —Nada más lejos de la verdad, Mr. Brocklehurst.

      —¡Muy disgustado de saberlo! Vamos a hablar un rato ella y yo.

      Y, abandonando la posición vertical, se instaló en un sillón frente al de mi tía y me dijo:

      —Ven

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