Jane Eyre. Шарлотта Бронте

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Jane Eyre - Шарлотта Бронте

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las nubes de la pesadilla se disiparon y me di cuenta de que estaba en mi propio lecho y que la luz roja era el fuego de la chimenea del cuarto de niños. Era de noche. Una bujía ardía en la mesilla. Bessie estaba a los pies de la cama con una vasija en la mano, y un señor, sentado a la cabecera, se inclinaba hacia mí.

      Sentí una inexplicable sensación de alivio, de protección y de seguridad al ver que aquel caballero era un extraño a la casa. Separé mi mirada de Bessie (cuya presencia me era menos desagradable que me lo hubiera sido, por ejemplo, la de Miss Abbot) y la fijé en el rostro del caballero. Le reconocí: era Mr. Lloyd, un boticario a quien mi tía solía llamar cuando alguien de la servidumbre estaba enfermo. Para ella y para sus niños avisaba al médico siempre.

      —¿Qué? ¿Sabes quién soy? —me preguntó Mr. Lloyd. Pronuncié su nombre y le tendí la mano. Él la estrechó, sonriendo, y dijo:

      —Vaya, vaya: todo va bien...

      Luego encargó a Bessie que no me molestasen durante la noche y dio algunas otras instrucciones complementarias. Dijo después que volvería al día siguiente y se fue, con gran sentimiento mío. Mientras estuvo sentado junto a mí, yo sentía la impresión de que tenía un amigo a mi lado, pero cuando salió y la puerta se cerró tras él, un gran abatimiento invadió mi corazón. Dijérase que la habitación se había quedado a oscuras.

      —¿No tiene ganas de dormir, Miss Jane? —preguntó Bessie con inusitada dulzura.

      Apenas me atreví a contestarle, temiendo que sus siguientes palabras fuesen tan violentas como las habituales.

      —Probaré a dormir —dije únicamente. —¿Quiere usted comer o beber algo? —No, Bessie; muchas gracias.

      —Entonces voy a acostarme, porque son más de las doce. Si necesita algo durante la noche, llámeme. Aquella extraordinaria amabilidad me animó a preguntarle:

      —¿Qué pasa, Bessie? ¿Estoy enferma?

      —Se desmayó usted en el cuarto rojo. Pero esté segura de que pronto se pondrá buena.

      Y se fue a la habitación de la doncella, que estaba contigua. Le oí decirle:

      —Venga a dormir conmigo en el cuarto de los niños.

      Sarah no quisiera por nada del mundo estar sola esta noche con esa pobre pequeña. Temo que se muera. ¡Dios sabe lo que habrá visto en el cuarto rojo! La señora esta vez ha sido demasiado severa.

      Sarah la acompañó. Ambas se acostaron y durante media hora estuvieron cuchicheando, antes de dormirse. Yo únicamente pude entender retazos aislados de su conversación, por los que sólo saqué en limpio la esencia del objeto de la charla.

      —Vio una aparición vestida de blanco... —...Y detrás de ella, un enorme perro negro... —...Tres golpes en la puerta de la habitación... —...Una luz en el cementerio de la iglesia...

      Y otras cosas por el estilo. Se durmieron, al fin. El fuego y la bujía se apagaron. Pasé toda la noche en un temeroso insomnio. Mis ojos, mis oídos y mi cerebro estaban invadidos de un miedo terrible, de un miedo como sólo los niños pueden sentir.

      Con todo, ninguna enfermedad grave siguió a aquel incidente del cuarto rojo. El suceso me produjo únicamente un trauma nervioso, que aún hoy repercute en mi cerebro. Sí, Mrs. Reed: a usted le debo bastantes sufrimientos mentales... Pero la perdono, porque sé que ignoraba usted lo que hacía y que, cuando me sometía a aquella tortura, pensaba corregir mis malas inclinaciones.

      Al día siguiente ya me levanté y estuve sentada junto al fuego de nuestro cuarto, envuelta en un mantón. Físicamente me sentía débil y quebrantada, pero mi mayor sufrimiento era un inmenso abatimiento moral, un abatimiento que me hacía prorrumpir en silencioso llanto. Intentaba enjugar mis lágrimas, pero inmediatamente otras inundaban mis mejillas. Sin embargo, tenía motivos para sentirme feliz: Mrs. Reed había salido con sus niños en coche. Abbot estaba en otro cuarto y Bessie, según se movía de aquí para allá arreglando la habitación, me dirigía de vez en cuando alguna frase amable. Tal cosa constituía para mí un paraíso de paz, acostumbrada como me hallaba a vivir entre continuas reprimendas y frases desagradables. Pero mis nervios se hallaban en un estado tal, que ni siquiera aquella calma podía apaciguarla.

      Bessie se fue a la cocina y volvió trayéndome una tarta en un plato de china de brillantes colores, en el que había pintada un ave del paraíso enguirnaldada de pétalos y capullos de rosa. Aquel plato despertaba siempre mi más entusiasta admiración y, repetidas veces, había solicitado la dicha de poderlo tener en la mano para examinarlo, pero tal privilegio me fue denegado siempre hasta entonces. Y he aquí que ahora aquella preciosidad se hallaba sobre mis rodillas y que se me invitaba cordialmente a comer el delicado pastel que contenía. Mas aquel favor llegaba, como otros muchos ardientemente deseados en la vida, demasiado tarde. No tenía ganas de comer la tarta y las flores y los plumajes del pájaro me parecían aquel día extrañamente deslucidos. Bessie me preguntó si quería algún libro y esta palabra obró sobre mí como un enérgico estimulante. Le pedí que me trajese de la biblioteca los Viajes de Gulliver. Yo los leía siempre con deleite renovado y me parecían mucho más interesantes que los cuentos de hadas. Habiendo buscado en vano los enanos de los cuentos entre las campánulas de los campos, bajo las setas y entre las hiedras que decoraban los rincones de los muros antiguos, había llegado hacía tiempo en mi interior a la conclusión de que aquella minúscula población había emigrado de Inglaterra, refugiándose en algún lejano país. Y como Lilliput y Brobdingnag eran, en mi opinión, partes tangibles de la superficie terrestre, no dudaba de que, algún día, cuando fuera mayor podría, haciendo un largo viaje, ver con mis ojos las casitas de los liliputienses, sus arbolitos, sus minúsculas vacas y ovejas y sus diminutos pájaros; y también los maizales del país de los gigantes, altos como bosques, los perros y gatos grandes como monstruos, y los hombres y mujeres del tamaño de los toros. No obstante, ahora tenía en mis manos aquel libro, tan querido para mí, y mientras pasaba sus páginas y contemplaba sus maravillosos grabados, todo lo que hasta entonces me causaba siempre tan infinito placer, me resultaba hoy turbador y temeroso. Los gigantes eran descarnados espectros, los enanos malévolos duendes y Gulliver un desolado vagabundo perdido en aquellas espantables y peligrosas regiones. Cerré el libro y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la tarta intacta.

      Bessie había terminado de arreglar el cuarto y, abriendo un cajoncito, lleno de espléndidos retales de tela y satén, se disponía a hacer un gorrito más para la muñeca de Georgiana. Mientras lo confeccionaba, comenzó a cantar:

      En aquellos lejanos días... ¡Oh, cuánto tiempo atrás!...

      Le había oído a menudo cantar lo mismo y me agradaba mucho. Bessie tenía —o me lo parecía— una voz muy dulce, pero entonces yo creía notar en su acento una tristeza indescriptible. A veces, absorta en su trabajo, cantaba el estribillo muy bajo, muy lento:

      ¡Cuántooooo tiempooooo atrááááás!

      Y la melodía sonaba con la dolorosa cadencia de un himno funeral. Luego pasó a cantar otra balada y ésta era ya francamente melancólica:

      Mis pies están cansados y mis miembros rendidos. ¡Qué áspero es el camino, qué empinada la cuesta! Pronto las tristes sombras de una noche sin Luna cubrirán el camino del pobre niño huérfano.

      ¡Oh! ¿Por qué me han mandado tan lejos y tan solo, entre los campos negros y entre las grises rocas?

      Los hombres son muy duros: solamente los ángeles velan los tristes pasos del pobre niño huérfano.

      Y he aquí que sopla,

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