Jane Eyre. Шарлотта Бронте
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La disciplina se impuso. En cinco minutos el alboroto se convirtió en orden y un relativo silencio sucedió a la anterior confusión, casi babeliana. Las maestras superiores recuperaron sus puestos. Parecía esperarse algo. Las ochenta muchachas permanecían inmóviles, rígidas, todas iguales, con sus cabellos peinados lisos sobre las orejas, sin rizo alguno visible, vestidas de ropas oscuras, con un cuello estrecho y con un bolsillo grande en la parte delantera del uniforme (bolsillo que estaba destinado a hacer las veces de cesto de costura). Una veintena de alumnas eran muchachas muy mayores o, mejor dicho, mujeres ya formadas, y aquel extraño atuendo oscuro daba un aspecto ingrato incluso a las más bonitas de entre ellas.
Yo las contemplaba a todas y de vez en cuando dirigía también miradas a las maestras. Ninguna de éstas me gustaba: la gorda era un poco ordinaria, la morena un poco desagradable, la extranjera un poco grotesca. En cuanto a la pobre señorita Miller, ¡era tan rubicunda, estaba tan curtida por el sol, parecía tan agobiada de trabajo!
Mientras mis ojos erraban de unas a otras, todas las clases, como impulsadas por un resorte, se pusieron en pie simultáneamente.
¿Qué sucedía? Yo estaba perpleja. No había oído dar orden alguna. Antes de que saliese de mi asombro, todas las alumnas volvieron a sentarse y sus miradas se concentraron en un punto determinado. Miré también hacia él y vi entrar a la persona que me recibiera la noche anterior. Se había parado en el otro extremo del salón, junto al fuego (había una chimenea en cada extremo de la sala) y contemplaba, grave y silenciosa, las dos filas de muchachas.
Miss Miller se aproximó a ella, le dirigió una pregunta y, después de recibir la contestación, volvió a su sitio y ordenó:
—Instructora de la primera clase: saque las esferas. Mientras la orden se ponía en práctica, la recién llegada avanzó a lo largo de la sala. Aún me acuerdo de la admiración con que seguía cada uno de sus pasos. Vista a la luz del día aparecía alta, bella y arrogante. Sus ojos oscuros, de serena mirada, sombreados por pestañas largas y finas, realzaban la blancura de su despejada frente. Sus cabellos formaban rizos sobre las sienes, según la moda de entonces, y llevaba un vestido de tela encarnada con una especie de orla de terciopelo negro, a la española. Sobre su corpiño brillaba un reloj de oro (en aquella época los relojes eran un objeto poco común). Si añadimos a este retrato unas facciones finas y un cutis pálido y suave, tendremos, en pocas y claras palabras, una idea del aspecto exterior de Miss Temple, ya que se llamaba María Temple, como supe después al ver escrito su nombre en un libro de oraciones que me entregaron para ir a la iglesia.
La inspectora del colegio de Lowood (pues aquel era el cargo que ocupaba) se sentó ante dos esferas que trajeron y colocaron sobre una mesa, y comenzó a dar la primera clase, una lección de geografía. Entretanto, las otras maestras llamaron a las alumnas de los grados inferiores, y durante una hora se estudió historia, gramática, etcétera. Luego siguieron escritura y aritmética y, finalmente, Miss Temple enseñó música a varias de las alumnas de más edad. La duración de las lecciones se marcaba por el reloj. Cuando dieron las doce, la inspectora se levantó:
—Tengo que hablar dos palabras a las alumnas —dijo.
El tumulto consecutivo al fin de las lecciones iba ya a comenzar, pero al sonar la voz de la inspectora, se calmó.
—Esta mañana les han dado un desayuno que no han podido comer. Deben ustedes estar hambrientas. He ordenado que se sirva a todas un bocadillo de pan y queso. Esto se hace bajo mi responsabilidad —aclaró la inspectora.
Y en seguida salió de la sala.
El queso y el pan fueron distribuidos inmediatamente, con gran satisfacción de las pupilas. Luego se dio la orden de "¡Al jardín!" Cada una se puso un sombrero de paja ordinaria con cintas de algodón, y una capita gris. A mí me equiparon con idénticas prendas y, siguiendo la corriente general, salí al aire libre.
El jardín era grande. Estaba rodeado de tapias tan altas que impedían toda mirada del exterior. Una galería cubierta corría a lo largo de uno de los muros. Entre dos anchos caminos había un espacio dividido en pequeñas parcelas, cada una de las cuales estaba destinada a una alumna, a fin de que cultivase flores en ella. Aquello debía de ser muy lindo cuando estuviera lleno de flores, pero entonces nos hallábamos a fines de enero y todo tenía un triste color parduzco. El día era muy malo para jugar a cielo descubierto. No llovía, pero una amarillenta y penetrante neblina lo envolvía todo, y los pies se hundían en el suelo mojado. Las chicas más animosas y robustas se entregaban, sin embargo, a ejercicios activos, pero las menos vigorosas se refugiaron en la galería para guarecerse y calentarse. La densa niebla penetró tras ellas. Yo oía de vez en cuando el sonido de una tos cavernosa.
Ninguna me había hecho caso, ni yo había hablado a ninguna, pero como estaba acostumbrada a la soledad, no me sentía muy disgustada. Me apoyé contra una pilastra de la galería, me envolví en mi capa y, procurando olvidar el frío que se sentía y el hambre que aún me hostigaba, me entregué a mis reflexiones harto confusas para que merezcan ser recordadas. Yo no me daba apenas cuenta de mi situación. Gateshead y mi vida anterior me parecían flotar a infinita distancia, el presente era aún vago y extraño, y no podía conjeturar nada sobre el porvenir. Contemplé el jardín y la casa. Era un vasto edificio, la mitad del cual aparecía grisáceo y viejo y la otra mitad completamente nuevo. Esta parte estaba salpicada de ventanas enrejadas y columnadas que daban a la construcción un aspecto monástico. En aquella parte del edificio se hallaban el salón de estudio y el dormitorio. En una lápida colocada sobre la puerta se leía esta inscripción:
"Institución Lowood. Parcialmente reconstruida por Naomi Brocklehurst, de Brocklehurst Hall, sito en este condado." —"ilumínanos, Señor, para que podamos conocerte y glorificar a tu Padre, que está en los Cielos." (San Mateo, versículo 16.)
Yo leí y releí tales frases, consciente de que debían tener alguna significación y de que entre las primeras palabras y el versículo de la Santa Escritura citado a continuación debía existir una relación estrecha. Estaba intentando descubrir esta relación, cuando oí otra vez la tos de antes y, volviéndome, vi que la que tosía era una niña sentada cerca de mí sobre un asiento de piedra. Leía atentamente un libro, cuyo título, Rasselas, me pareció extraño y, por tanto, atractivo.
Al ir a pasar una hoja, me miró casualmente y, entonces, la interpelé:
—¿Es interesante ese libro?
Y ya había formado en mi interior la decisión de pedirle que me lo prestase alguna vez.
—A mí me gusta —repuso, después de contemplarme durante algunos instantes.
—¿De qué trata? —continué.
Aquel modo de abordarla era contrario a mis costumbres, pero verla entregada a tal ocupación hizo vibrar las cuerdas de mi simpatía; a mí también me gustaba mucho leer, si bien sólo las cosas infantiles, porque las lecturas más serias y profundas me resultaban incomprensibles.
—Puedes verlo —contestó, ofreciéndome el tomo.
Un breve examen me convenció de que el texto era menos interesante que el título, al menos desde el punto de vista de mis gustos personales, porque allí no se veía nada de hadas, ni de gnomos, ni otras cosas similares y atrayentes. Le devolví el libro y ella, sin decir nada, reanudó su lectura:
Volví a hablarle:
—¿Qué quiere decir esa piedra de encima de la puerta? ¿Qué es la Institución Lowood?
—Esta casa en que has venido