Jane Eyre. Шарлотта Бронте
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Jane Eyre - Шарлотта Бронте страница 20
Hablaban de cosas que yo no había oído nunca, de naciones y tiempos pasados, de lejanas regiones, de secretos de la naturaleza descubiertos o adivinados, de libros. ¡Cuánto habían leído las dos! ¡Cuántos conocimientos poseían! Los nombres franceses y los autores franceses parecían serles familiares.
Pero cuando mi admiración llegó al colmo fue cuando Helen, por indicación de Miss Temple, alcanzó un tomo de Virgilio y comenzó a traducir del latín. Apenas había terminado una página, sonó la campana anunciando la hora de recogerse.
No cabía dilación posible: Miss Temple nos abrazó a las dos diciéndonos, mientras nos estrechaba contra su corazón:
—Dios os bendiga, niñas mías.
A Helen la tuvo abrazada un poco más que a mí, se separó de ella con mayor disgusto y sus ojos la siguieron hasta la puerta. La oí suspirar otra vez con tristeza y la vi enjugarse una lágrima.
Al entrar en el dormitorio escuchamos la voz de Miss Scartched: estaba inspeccionando los cajones y acababa de examinar el de Helen, quien fue recibida con una áspera reprensión.
—Es cierto que mis cosas están en un desorden espantoso —me dijo Helen en voz baja.— Iba a arreglarlas, pero me olvidé.
A la mañana siguiente, Miss Scartched escribió en gruesos caracteres sobre un trozo de cartón la palabra "descuidada" y colgó el cartón, a guisa de castigo, en la frente despejada, inteligente y serena de mi amiga. Ella soportó aquel cartel de ignominia hasta la noche, pacientemente, con resignación, considerándolo un justo castigo de su negligencia.
En cuanto la profesora salió de la sala, corrí hacia. Helen, le quité el cartel y lo arrojé al fuego. La furia que mi amiga era incapaz de sentir, había abrasado mi pecho durante todo aquel día y grandes y continuas lágrimas habían corrido por mis mejillas constantemente. El espectáculo de su triste sumisión me angustiaba el alma.
La semana siguiente a estos sucesos, Miss Temple recibió la contestación de Mr. Lloyd. Este corroboraba cuanto yo había afirmado. Miss Temple convocó a toda la escuela y manifestó que, habiendo indagado sobre la verdad de las imputaciones que se hicieran contra Jane Eyre, tenía la satisfacción de manifestar que los cargos no respondían a la realidad y que yo quedaba limpia de toda tacha. Las profesoras me dieron la mano y me besaron y un murmullo de satisfacción corrió a lo largo de las filas de mis compañeras.
Aliviada de aquel ominoso peso, renové desde entonces mi tarea con ardor, resuelta a abrirme camino a través de todas las dificultades. Mis esfuerzos obtuvieron el resultado apetecido; mi memoria, no mala, se ejercitó con la práctica y ésta agudizó mis facultades.
—Pocas semanas después fui promovida a la clase superior a la mía y antes de dos meses comencé a estudiar francés y dibujo. Aprendí las conjugaciones del verbo ser el mismo día en que dibujé mi primera casita (cuyos muros, desde luego, emulaban, por lo derecho, los de la torre inclinada de Pisa).
Aquella noche, al acostarme, no pensaba, como de costumbre, en una cena de patatas asadas calientes o de leche fresca y pan blanco, lo que constituía mi distracción habitual. En vez de ello, me parecía ver en la oscuridad una serie de ideales dibujos salidos de mi lápiz: casas y árboles pintados a mi gusto, rocas, ruinas pintorescas, vaquitas, mariposas volando sobre purpúreas rosas, pajaritos picoteando cerezas, nidos de avecitas llenos de huevos como perlas y rodeado de festones de hiedra...
Por otro lado, examinaba con incredulidad la posibilidad de llegar a traducir por mí misma cierto librito de cuentos franceses que Madame Pierrot me había mostrado aquel día. Pero antes de que este grave problema se solventase mentalmente a mi satisfacción, caí en un dulce sueño.
Ya dijo Salomón: "Más vale comer hierbas en compañía de quienes os aman, que buena carne de buey con quien os odia."
Yo no hubiera cambiado Lowood, con todas sus privaciones, por Gateshead, con todas sus magnificencias.
IX
Por otro lado, las privaciones o, mejor, las asperezas de Lowood iban disminuyendo. Se acercaba la primavera, las escarchas del invierno habían cesado, sus nieves se habían derretido y sus helados vientos se templaban. Mis martirizados pies, acerados por el agudo cierzo de febrero, mejoraban con el suave aliento de abril. Las mañanas y las noches ya no eran de aquel frío polar que hacía helar la sangre en nuestras venas. Ya podíamos jugar en el jardín, al aire libre, durante la hora de recreo. Empezaban a asomar los primeros brotes de flor; azafraneros, trinitarias y campánulas blancas. Las tardes de los jueves se consideraban festivas. Dábamos durante ella largos paseos y podíamos ver florecitas más bellas aún en el borde de los caminos.
A abril sucedió mayo: un mayo luminoso, sereno. Los días eran de sol y de cielo azul y soplaban suaves brisas del Sur y el Oeste. La vegetación crecía lujuriante. El jardín de Lowood estaba verde, florecía por doquier. Olmos, fresnos y robles, antes secos, estaban ya cubiertos de hojas. Brotaban, espléndidas, infinitas plantas silvestres. Mil variedades de musgo cubrían el suelo.
Más allá de las tapias del jardín se elevaban, frondosas, las colinas a la sazón deslumbrantes de verdor, dominando el recinto del colegio.
Pero si el lugar tenía ahora un encantador aspecto, sus condiciones sanitarias no eran tan encantadoras.
El profundo bosque en que Lowood estaba situado era, con sus aguas estancadas y su humedad, un foco de infecciones, cuando empezó la primavera, el tifus penetró en los dormitorios y en los cuartos de estudio donde nos apiñábamos; y, en mayo, el colegio estaba convertido en un hospital.
La casi extenuación física originada por la escasez de alimentos, los fríos sufridos, el descuido, la escasa higiene, habían predispuesto a todas a la infección y cincuenta de las ochenta alumnas tuvieron que guardar cama. Las clases se suspendieron, la disciplina se relajó. Las pocas que no enfermamos gozábamos de libertad casi ilimitada. Los médicos habían prescrito ejercicio al aire libre para conservar la salud, y aun sin tal prescripción hubiéramos estado en libertad por falta de personal suficiente para vigilarnos. Miss Temple pasaba el día en el dormitorio de las enfermas y sólo lo abandonaba por la noche para descansar algunas horas. Las profesoras estaban ocupadas con los preparativos de la marcha de las afortunadas muchachas que tenían parientes que podían sacarlas de allí para evitar el contagio. Muchas, casi todas, sólo salieron del colegio para ir a morir a sus casas; otras fallecieron en Lowood y fueron enterradas rápidamente y sin aparato. La naturaleza de la epidemia no consentía dilaciones.
Mientras la desgracia se había convertido en huésped permanente de Lowood y la muerte en su frecuente visitante, mientras entre sus muros todo era sombrío y terrible, mientras los cuartos y los pasillos hedían a hospital, y drogas y medicamentos luchaban en vano contra la oleada de mortalidad, mayo, fuera, brillaba más bellamente que nunca en las colinas y en los bosques que nos rodeaban. Crecían en el jardín las plantas de malva altas como árboles; se abrían las lilas; rosas y tulipanes estaban en capullo y se multiplicaban las margaritas. Pero toda aquella riqueza de color y perfume no aliviaba la suerte de las pupilas de Lowood: sólo servía para engalanar las tapas de sus ataúdes.
Yo y las demás que no estábamos enfermas gozábamos a nuestro placer de las bellezas que nos rodeaban. Nos dejaban correr por el bosque, como gitanillas, de la mañana a la noche, y vivíamos como queríamos. También en los demás aspectos estábamos ciertamente mucho mejor. Mr. Blocklehurst