Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен

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Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен Básica de Bolsillo

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días y que se me concedería lo que quisiera. Pero no fue así. Lo intenté. Una vez conseguí un sedal, pero sin anzuelos. No me servía para nada sin anzuelos. Lo intenté por los anzuelos tres o cuatro veces, pero, por alguna razón, no conseguí que funcionara. Al poco tiempo, un día le pedí a la señorita Watson que lo intentara por mí, pero me dijo que yo era tonto. Nunca me dijo por qué y yo no fui capaz de averiguarlo de ninguna manera.

      Una vez me senté allí en el bosque y lo estuve pensando durante mucho rato. Y yo me dije, si cualquiera puede conseguir cualquier cosa rezando, ¿por qué el diácono Winn no recupera el dinero que perdió con el cerdo? ¿Por qué la viuda no recupera la caja de rapé de plata que le robaron? ¿Por qué no puede engordar la señorita Watson? No, me dije, esto no tiene sentido. Fui y se lo dije a la viuda, y ella me dijo que lo que se podía conseguir rezando eran «dones espirituales». Esto ya fue demasiado para mí, pero ella me explicó lo que quería decir: debía ayudar a otras personas y hacer todo lo que pudiera por otras personas, y cuidar de ellos todo el tiempo, y no pensar nunca en mí mismo. Esto incluía a la señorita Watson, tal como lo entendí. Salí y me fui al bosque y le di vueltas en la cabeza mucho rato, pero yo no le veía ninguna ventaja; sólo para la otra gente, así que al final decidí que ya no me iba a preocupar más por eso, sino que simplemente lo iba a olvidar. A veces, la viuda me llevaba aparte y me hablaba de la Divina Providencia de una manera que haría que a cualquiera se le hiciera la boca agua; pero a veces, la señorita Watson cogía y me lo derrumbaba todo otra vez. Llegué a la conclusión de que había dos Divinas Providencias, y un chaval pobre tenía bastantes posibilidades con la Divina Providencia de la viuda, pero si lo cogía la de la señorita Watson, ya no tenía nada que hacer. Lo pensé todo muy bien, y decidí que yo pertenecería a la de la viuda, si ella me quería, aunque por mucho que lo pensara, no entendía yo de qué manera iba a estar ella mejor que antes, después de ver lo ignorante y lo mísero y lo corriente que yo era.

      A papá no se le había visto desde hacía más de un año, y a mí eso me resultaba cómodo; no quería verlo nunca más. Siempre me pegaba cuando estaba sobrio y lograba ponerme las manos encima; aunque yo solía irme al bosque la mayor parte del tiempo cuando él andaba por aquí. Pues, por estas fechas lo encontraron ahogado en el río, unas doce millas más arriba del pueblo; o eso decía la gente. O por lo menos creyeron que era él; dijeron que este ahogado era más o menos de su tamaño, y que era un andrajoso, y que tenía el pelo inusualmente largo; y eso sí que encajaba con papá, pero no pudieron distinguirle la cara en absoluto porque llevaba tanto tiempo en el agua que ya no parecía una cara para nada. Dijeron que estaba flotando boca arriba en el agua. Lo cogieron y lo enterraron en la orilla. Pero no estuve cómodo durante mucho tiempo, porque se me ocurrió pensar en una cosa: yo sabía muy bien que un ahogado no flota boca arriba, sino boca abajo. Así que supe, entonces, que éste no era papá, sino una mujer vestida con ropa de hombre. Así que volví a sentirme incómodo. Y pensé que el viejo aparecería otra vez más tarde o más temprano, aunque yo esperaba que eso no pasara.

      Jugamos a los forajidos de vez en cuando durante un mes, y después lo dejé. Todos los chicos lo hicieron. No le habíamos robado a nadie, no habíamos matado a nadie; sólo habíamos hecho como que sí. Solíamos salir del bosque de un salto y bajar a la carga contra los porqueros y contra las mujeres que iban en los carros al mercado con las verduras de sus huertos, pero nunca rodeamos a ninguno de ellos. Tom Sawyer decía que los cerdos eran «lingotes» y que los nabos eran «joyas», y después nos íbamos a la cueva a hacer una asamblea para hablar de lo que habíamos hecho y de a cuánta gente habíamos matado y marcado. Pero yo no le veía a aquello ninguna utilidad. Una vez Tom mandó a uno de los chicos para que corriera por el pueblo con un palo ardiendo, que él llamó una «consigna» (que era la señal de aviso para que la banda se reuniera), y después dijo que tenía noticias secretas que le habían proporcionado sus espías de que al día siguiente todo un grupo de comerciantes españoles y de á-rabes ricos iba a acampar en Cave Hollow con doscientos elefantes, y seiscientos camellos y más de mil mulas de carga, y todos cargados de diamantes, y que no tenían ni siquiera una guardia ni de cuatrocientos soldados, así que les tenderíamos una embuscada, como la llamó él, y los mataríamos a todos y nos llevaríamos las cosas. Dijo que teníamos que alistar y abrillantar las espadas y las pistolas, y prepararnos. Nunca pudo ni siquiera perseguir un carro de nabos, pero debía tener las espadas y las pistolas pulidas para eso, aunque no eran más que listones y palos de escoba, y podrías restregarlos hasta que te pudrieras sin que después valieran ni un pito más de lo que valían antes. No creí que pudiéramos vencer a ese montón de españoles y árabes, pero quería ver los camellos y los elefantes, así que me presenté al día siguiente, que era sábado, en la emboscada; y cuando recibimos la señal, salimos corriendo del bosque y bajamos por la colina a toda velocidad. Pero no había ni españoles ni árabes, y no había camellos ni elefantes. No había más que una merienda de la escuela dominical, y encima no eran más que de primer curso. Se la reventamos y perseguimos a los niños hondonada arriba, pero no conseguimos más que rosquillas y mermelada; aunque Ben Rogers consiguió una muñeca de trapo y Jo Harper consiguió un himnario y un libro de salmos. Y después, el maestro se vino corriendo hacia nosotros y nos hizo soltarlo todo y largarnos. No vi ningún diamante, y así se lo dije a Tom Sawyer. Dijo que, aun así, allí había muchísimos; y dijo que también había árabes, y elefantes y más cosas. Le dije que, entonces, por qué no los veíamos. Me dijo que si no fuera tan ignorante y que si hubiera leído un libro que se llamaba Don Quijote, lo sabría sin tener que preguntarlo. Me dijo que todo era un encantamiento y que había cientos de soldados allí, y elefantes y tesoros y más cosas, pero que teníamos enemigos, a los que él llamaba magos, y que ellos lo habían convertido todo en una escuela dominical infantil, sólo por fastidiar. Le dije que si era así, entonces lo que teníamos que hacer era ir a por los magos y Tom Sawyer me dijo que yo era un zoquete.

      Y me dijo:

      —¡Anda! Un mago convocaría a un montón de genios y te harían picadillo como si nada antes de que te diera tiempo a abrir la boca. Son altos como árboles y anchos como iglesias.

      Le dije:

      —Bueno, pues supongamos que conseguimos que algunos genios nos ayuden a nosotros. ¿No podemos entonces darles a los de la otra panda?

      —¿Y cómo los vas a conseguir?

      —No lo sé. ¿Cómo los consiguen ellos?

      —Pues ellos frotan una vieja lámpara de estaño o un anillo de hierro, y los genios vienen a toda velocidad, con truenos y relámpagos estallando por todas partes y rodeados por un humo ondulante, y están dispuestos a hacer todo lo que se les dice. No le dan ninguna importancia a arrancar una torre de perdigones de cuajo y pegarle en la cabeza al superintendente de la escuela dominical con ella, o a cualquier otro hombre.

      —¿Quién los hace ir así de rápido por todas partes?

      —Pues el que frota la lámpara o el anillo. Pertenecen a quien frota la lámpara o el anillo, y tienen que hacer todo lo que les diga. Si les dice que construyan un palacio de diamantes de cuarenta millas de largo y que lo llenen de goma de mascar, o de lo que tú quieras, o que se traigan a la hija del emperador de China para que te cases con ella, tienen que hacerlo; y, además, tienen que hacerlo antes de que salga el sol al día siguiente. Y más todavía, tienen que llevar ese palacio por todo el país a cualquier sitio al que tú quieras ir, ¿entiendes?

      Yo dije:

      —Bueno, pues yo creo que son un atajo de cabezas de chorlito por no quedarse ellos con el palacio, en vez de regalarlo tontamente de esa manera. Y es más, si yo fuera uno de ellos, me iría a Jericó a ver a un hombre antes que dejar mis cosas y venir a buscar al que ha frotado una vieja lámpara de estaño.

      —¡Qué cosas dices, Huck Finn! Tendrías que venir cuando la frotara, tanto si quieres como si no.

      —¿Siendo yo tan alto como un árbol y

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