Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен
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Читать онлайн книгу Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен страница 8
—¡Y a esto le llaman gobierno! Fíjate y verás cómo es. Ahí tienes a la justicia dispuesta a quitarle un hijo a su padre, a su propio hijo, después de todas las molestias, la preocupación y el gasto de haberlo criado. Sí, cuando ese hombre ha criado a su hijo por fin, y está preparado para irse a trabajar y para que empiece a hacer algo por él y darle un descanso, pues llega la justicia y va a por él. ¡Y a eso le llaman gobierno! Y eso tampoco es todo. La justicia apoya al viejo juez Thatcher y le ayuda a privarme a mí de mi propiedad. Esto es lo que hace la justicia: la justicia coge a un hombre que vale seis mil dólares y más, y lo empuja dentro de una vieja ratonera como esta cabaña, y deja que vaya por ahí vestido con ropa que no serviría ni para un cerdo. ¡Y a eso le llaman gobierno! Con un gobierno así un hombre no puede disfrutar de sus derechos. A veces me pienso mucho lo de irme de este país para siempre. Sí, y así se lo he dicho a todos; se lo dije al viejo Thatcher a la cara. Y muchos me oyeron y pueden contar lo que dije. Les dije, por dos centavos me iría de este maldito país y no volvería a acercarme aquí más. Ésas son las palabras exactas. Y les dije, mirad mi sombrero, si es que se le puede llamar sombrero, que se le levanta la corona y el resto me llega hasta más abajo de la barbilla, y eso ya no tiene nada que ver con un sombrero, que más parece que me han metido la cabeza por la juntura del tubo de una cocina. Miradlo, les dije, mirad qué sombrero tengo que ponerme, yo, uno de los hombres más ricos de este pueblo si pudiera disfrutar de mis derechos.
»Oh, sí, éste es un gobierno maravilloso, maravilloso. Escuchad esto. Había un negro libre de Ohio, un mulato, casi tan blanco como un hombre blanco. Y también llevaba puesta la camisa blanca más blanca que hayáis visto nunca, y el sombrero más brillante; y no había ni un hombre en esa ciudad que llevara mejores ropas que él; y tenía un reloj con una cadena de oro, y un bastón con empuñadura de plata, el mayor nabab viejo de pelo gris de todo el estado. ¿Y qué te parece? Dijeron que era profesor en una universidad y que sabía hablar en todo tipo de idiomas, y que lo sabía todo. Y eso no es lo peor. Dijeron que podía votar cuando estaba en su casa. Eso ya me dejó listo y yo mismo estaba a punto de ir a votar si es que no estaba demasiado borracho como para llegar allí; pero cuando me dijeron que había un estado en este país donde dejaban votar a aquel negro, se me desató la lengua. Dije que no iba a volver a votar. Ésas son las palabras exactas que dije, y todos me oyeron, y que el país se puede ir al diablo por lo que a mí respecta, y que no volveré a votar mientras viva. Y tener que ver la falta de respeto de ese negro, vamos, que no me habría cedido el paso si yo no le hubiera dado un empujón para quitarlo de en medio. Y les pregunté, ¿y por qué no se pone a este negro a subasta y se vende?, eso es lo que yo quiero saber. ¿Y qué te crees que dijeron? Bueno, pues dijeron que no se podía vender hasta que no llevara seis meses en el estado, y que todavía no llevaba allí tanto tiempo. Menudo ejemplar tenemos ahí. Y le llaman gobierno a eso, y no puede ni vender a un negro libre hasta que no lleve seis meses en el estado. Esto es un gobierno que se llama a sí mismo gobierno, y hace ver que es un gobierno, y se cree a sí mismo un gobierno, y aun así tiene que quedarse inmóvil como una piedra durante seis meses enteros antes de poder echarle el guante a un negro libre del demonio que anda por allí merodeando y robando con su camisa blanca, y…
Y papá seguía y seguía sin darse cuenta de adónde lo llevaban sus viejas y ágiles piernas, hasta que cayó de cabeza al tropezar con la tina del cerdo salado y se desolló las dos espinillas, y el resto de su discurso fue de un lenguaje del peor tono lanzado sobre todo contra el negro y el gobierno, aunque también de paso una parte fue dirigida a la tina, y a esto y a lo otro. Fue dando saltitos por la cabaña un buen rato, primero con una pierna y después con la otra, cogiéndose primero una espinilla y después la otra, y al final, de repente, le soltó una patada con el pie izquierdo a la tina que la dejó temblando. Pero no fue muy buena idea, porque fue con la bota de la que se le salían un par de dedos por la punta; así que ahora lanzó un aullido que podría ponerle los pelos de punta a cualquiera y se cayó al suelo de tierra, retorciéndose y agarrándose los dedos, y los juramentos que lanzó en aquel momento superaron a cualquiera de los que hubiera lanzado antes. Él mismito lo dijo después. Él dijo que había oído al viejo Sowberry Hagan en sus mejores tiempos, y que lo suyo también lo superaba; pero creo que quizá eso era un poco exagerado.
Después de la cena, papá cogió la garrafa y dijo que tenía bastante whisky para cogerse dos borracheras y para un delírium trémens. Ésa era siempre su palabra. Deduje que estaría ciego de borracho en una hora más o menos, y entonces yo o le robaría la llave o me serraría una salida, una cosa o la otra. Bebió y bebió, y al rato se cayó sobre las mantas; pero la suerte no estaba de mi lado; no se durmió profundamente, sino que estaba inquieto. Gruñó y gimió y se agitó de un lado para otro durante un buen rato. Al final a mí me dio tanto sueño que no podía mantener los ojos abiertos, que era lo único que podía hacer, así que antes de que pudiera darme cuenta, estaba dormido como un tronco y con la vela encendida.
No sé cuánto tiempo estuve dormido, pero de repente hubo un grito terrible y yo estaba levantado. Ahí estaba papá con cara de loco, dando saltitos para todos lados y chillando algo sobre serpientes. Dijo que le estaban subiendo por las piernas, y que después de que diera un salto y gritara y lo dijera, una le había mordido en la mejilla; pero yo no veía ninguna serpiente. Empezó a correr dando vueltas y más vueltas por la cabaña, chillando: «¡Quítamela de encima! ¡Quítamela de encima! ¡Me está mordiendo en el cuello!». Nunca he visto a un hombre con esos ojos de loco. Al momento ya estaba desfallecido y cayó al suelo jadeando; luego rodó hacia un lado y hacia otro con una velocidad asombrosa, soltando patadas por todas partes, y dando golpes al aire con las manos y como queriendo coger algo, y gritando y diciendo que unos demonios lo habían agarrado. Al poco se agotó y se quedó quieto un rato gimiendo. Después se quedó más quieto todavía y no hacía ni un ruido. Yo oía los búhos y los lobos del bosque, y todo parecía estar terriblemente en silencio. Él estaba tumbado en la esquina, y al rato se medio incorporó y escuchó con la cabeza ladeada, y dijo muy bajo:
—Pasos, pasos, pasos. Son los muertos. Pasos, pasos, pasos. Vienen a por mí; pero no me iré. ¡Ay, están aquí! ¡No me toquéis! ¡Que no! Quitad las manos; las tenéis frías; soltadme. ¡Oh, dejad en paz a un pobre desgraciado!
Después se puso a cuatro patas y gateó rogándoles que lo dejaran en paz, y se enrolló en la manta y se revolcó debajo de la vieja mesa de pino, todavía suplicando; y después se puso a llorar. Yo lo oía a través de la manta.
Después se salió de allí rodando y se puso en pie de un salto con cara de loco, y me vio y se vino a por mí. Me persiguió con una navaja dando vueltas por todas partes y llamándome ángel de la muerte, y diciendo que iba a matarme, y después que yo, el ángel, ya no podía ir más a por él. Le rogué y le dije que sólo era yo, Huck, pero él se rio con una risa estridente, y rugió y lanzó juramentos, y siguió persiguiéndome. Una vez hice un giro brusco y lo esquivé metiéndome por debajo de su brazo, y él sacó la mano e intentó agarrarme cogiéndome de la chaqueta por entre los hombros, y pensé que estaba perdido; pero me quité la chaqueta rápido como un rayo y me salvé. Al momento él ya estaba todo cansado y se dejó caer con la espalda contra la puerta, y dijo que iba a descansar un minuto y que después me mataría. Se metió el cuchillo debajo y dijo que iba a dormir para recuperar fuerzas y que después me iba a enterar de quién era quién.
Al momento estaba ya quedándose dormido, y después yo cogí la silla que tenía el asiento partido y me subí con todo el cuidado que pude para no hacer ningún ruido y bajé la escopeta. Metí la baqueta para asegurarme de que estaba cargada y después la dejé sobre el barril de los nabos apuntando a papá, y me senté tras ella a esperar a que se moviera. ¡Y qué lento y silencioso se me hizo ese tiempo!