Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен
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Capítulo 5
También había cerrado la puerta. Después me di la vuelta, y allí estaba. Antes siempre le tenía mucho miedo por lo mucho que me zurraba. Supuse que ahora también tenía miedo, pero al minuto me di cuenta de que estaba equivocado. Bueno, después del susto del principio, por así decirlo, cuando me quedé sin respiración por lo inesperado de encontrármelo allí; pero justo después de eso me di cuenta de que el miedo que le tenía no era como para preocuparme.
Tenía casi cincuenta años y los aparentaba. Tenía el pelo largo, enredado y grasiento, colgándole a los lados y detrás se le veían los ojos brillantes, como si asomaran por entre vides. Era todo negro, no gris, y también lo eran las largas patillas revueltas. Su cara no tenía color, en los sitios en los que se le veía; era blanca, pero no blanca como el blanco de la cara de otros hombres, sino blanca como para asustarse; de un blanco que te ponía los pelos de punta, blanco como los sapos arborícolas o como la barriga de un pez. Y la ropa no era más que harapos, eso era todo. Tenía un tobillo descansando sobre la otra rodilla, y la bota de ese pie estaba destrozada y se le salían dos de los dedos, y él los movía de vez en cuando. El sombrero estaba en el suelo; era un viejo sombrero negro flexible con la corona hundida como si se tratara de una tapadera.
Me quedé de pie mirándolo y él se quedó allí sentado mirándome a mí con la silla ligeramente inclinada hacia atrás. Dejé la vela y me di cuenta de que la ventana estaba levantada, así que había entrado escalando el cobertizo. Y seguía mirándome de arriba abajo. Y después dijo:
—Ropa almidonada, y mucho. Te crees que eres un tipo importante, ¿no?
—A lo mejor lo soy, a lo mejor no –le dije.
—Déjate de labia conmigo –me dijo–. Te estás dando tú muchos aires desde que me fui. Ya te los quitaré yo antes de terminar contigo. Y también dicen que tienes estudios, y que sabes leer y escribir. Ahora te crees que eres mejor que tu padre porque él no sabe, ¿verdad? Ya te lo quitaré. ¿Quién te ha dicho a ti que podías andarte con tantas pretensiones y con tantas tonterías, eh?
—La viuda. Ella me lo dijo.
—La viuda, ¿eh? ¿Y quién le ha dicho a la viuda que tuviera vela en este entierro?
—Nadie se lo ha dicho nunca.
—Ya le enseñaré yo a no entrometerse. Y tú, dejas ese colegio, ¿me oyes? Ya le enseñaré yo a la gente cómo criar a un chico para que se dé aires hasta con su padre y para que dé a entender que es mejor que él. Que no te pille tonteando en ese colegio, ¿me oyes? Tu madre no supo leer, y tampoco supo escribir hasta el día de su muerte. Nadie de la familia supo hasta el día de su muerte. Yo no sé, y aquí estás tú hinchándote de esta manera. No soy yo quien vaya a aguantarlo, ¿me oyes? Bueno, deja que te oiga leer.
Cogí un libro y empecé algo sobre el general Washington y las guerras. Cuando llevaba medio minuto leyendo, agarró el libro con la mano y lo lanzó de un golpe al otro extremo de la habitación. Y me dijo:
—Pues sí, sabes hacerlo. Tenía mis dudas cuando me lo dijiste. Y ahora, atiende, deja de darte aires. No voy a consentirlo. Estaré pendiente de ti, listillo, y como te pille en ese colegio, te daré una buena paliza. En cuanto me descuide, estarás metido también en la religión. Nunca he visto un hijo igual.
Cogió un dibujo pequeño azul y amarillo de un chico con unas vacas, y me preguntó:
—¿Qué es esto?
—Es una cosa que me dan por aprenderme bien las lecciones.
Lo rajó y me dijo:
—Yo te daré algo mejor, te daré unos buenos latigazos.
Se quedó allí sentado mascullando y gruñendo durante un minuto y después dijo:
—Menudo dandi perfumado que estás hecho. Una cama, ropa de cama, y un espejo, y una alfombra en el suelo, y tu propio padre durmiendo con los cerdos en la curtiduría. En mi vida he visto un hijo igual. Seguro que te habré quitado esos aires antes de que haya acabado contigo. ¡Vaya! Tus aires no tienen fin; dicen que eres rico, ¿eh? ¿Y eso cómo es?
—Mienten. Así es.
—Ten cuidado con cómo me hablas; ya estoy aguantando casi todo lo que soy capaz de aguantar, así que nada de impertinencias conmigo. Llevo dos días en el pueblo y no he oído hablar más que de que eres rico. Y también lo oí río abajo. Por eso he venido. Consígueme ese dinero para mañana; lo quiero.
—No tengo ningún dinero.
—Es mentira. Lo tiene el juez Thatcher. Ve a por él. Lo quiero.
—No tengo ningún dinero, ya te lo he dicho. Pregúntale al juez Thatcher y él te dirá lo mismo.
—De acuerdo. Le preguntaré, y también le haré pagar o tendrá que darme explicaciones. Dime, ¿cuánto tienes en el bolsillo? Lo quiero.
—Sólo tengo un dólar y lo quiero para…
—Me da igual para qué lo quieras. Simplemente suelta el dinero.
Lo cogió y lo mordió para ver si era bueno, y entonces me dijo que se iría al pueblo a comprar whisky; me dijo que no había bebido nada en todo el día. Cuando ya había salido y estaba sobre el cobertizo, volvió a meter la cabeza y me maldijo por darme aires y por intentar ser mejor que él; y cuando creía que ya se había ido, volvió y metió la cabeza dentro otra vez, y me dijo que tuviera cuidado con lo del colegio, porque me iba a estar vigilando y me daría una paliza si no lo dejaba.
Al día siguiente estaba borracho y fue a ver al juez Thatcher y lo intimidó e intentó que le diera el dinero, pero no pudo, y después juró que haría que la justicia lo obligara.
El juez y la viuda acudieron a la justicia para que el tribunal me apartara de él y para que permitiera que alguno de ellos se convirtiera en mi tutor. Pero había un juez nuevo que acababa de llegar y que no conocía al viejo, así que dijo que los tribunales no deben interferir con las familias ni separarlas a menos que no puedan remediarlo; dijo que él prefería no quitarle un hijo a su padre. Así que el juez Thatcher y la viuda tuvieron que dejar ese asunto.
Eso agradó tanto al viejo que ya no podía quedarse tranquilo. Dijo que me azotaría hasta dejarme amoratado si no conseguía dinero para él. Le pedí prestados al juez Thatcher tres dólares y papá los cogió y se emborrachó y fue por ahí despilfarrando y lanzando juramentos y dando gritos de alegría y armando escándalo. Y siguió por todo el pueblo con una cacerola de hojalata hasta casi la medianoche; entonces lo metieron en la cárcel y al día siguiente lo llevaron ante el tribunal, y lo volvieron a encarcelar durante una semana. Pero él dijo que se sentía satisfecho, porque mandaba en su hijo y que él se encargaría bien de él.
Cuando salió, el juez nuevo dijo que iba a convertirlo en un hombre, así que se lo llevó a su casa, lo vistió de limpio y lo invitó a desayunar, a comer y a cenar con la familia, y fue todo dulzura con él, por decirlo de algún modo. Y después de la cena, le habló de la abstinencia y de cosas así hasta que el viejo lloró y dijo que había sido un insensato y que había desperdiciado su vida, pero que ahora iba a pasar página y se iba a convertir en un hombre del que nadie se avergonzaría, y que esperaba que el juez no lo despreciara y que lo ayudara. El juez le dijo que