Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен

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Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен Básica de Bolsillo

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ciénaga o un arroyo que se prolongaba durante millas que no sé a dónde va, pero que no iba al río. La harina se fue derramando y dejó una pequeña pista que cubría todo el trecho hasta el lago. Allí dejé caer también la piedra de amolar de papá, para que pareciera que había ocurrido por accidente. Después até el roto del saco de la harina con una cuerda para que dejara de derramarse y lo llevé, junto con mi sierra, de vuelta a la canoa otra vez.

      Ya casi había oscurecido, así que solté la canoa para que bajara por el río y me quedé bajo unos sauces que caían sobre la orilla a esperar que saliera la luna. Até la canoa a un sauce, comí un poco y después me tumbé en la canoa a fumarme una pipa y trazar un plan. Me dije, seguirán la pista del saco lleno de piedras hasta la orilla y después dragarán el río para buscarme. Y seguirán la pista de la harina hasta el lago y seguirán buscando por el arroyo que sale por el otro lado, intentando encontrar a los ladrones que me mataron y se llevaron las cosas. En el río no se les ocurrirá buscar ninguna otra cosa que no sea mi cadáver. Se cansarán pronto y dejarán de molestarse por mí. De acuerdo, puedo pararme donde quiera y la isla Jackson me parece un buen sitio; allí nunca va nadie y yo la conozco bien. Y después puedo remar hasta el pueblo por las noches y escabullirme para coger las cosas que quiera. Sí, la isla Jackson es el lugar apropiado.

      Estaba bastante cansado y, antes de darme cuenta, me había quedado dormido. Cuando me desperté, tardé un minuto en saber dónde estaba. Me incorporé hasta sentarme y miré a mi alrededor un poco asustado. Después me acordé. Parecía que el río tenía millas y millas de ancho. La luna brillaba tanto que podría haber contado los troncos que, negros y silenciosos, se deslizaban por el río a cientos de yardas de la orilla. Todo estaba en un silencio mortal y parecía tarde, y olía tarde. Ya sabes lo que quiero decir; no sé cómo expresarlo con palabras.

      Di un buen bostezo y me estiré a gusto, y estaba a punto de desenganchar y ponerme en marcha cuando oí un ruido en el agua a cierta distancia. Escuché. Muy pronto supe de qué se trataba. Era el sonido sordo típico que hacen los remos contra los escálamos en las noches tranquilas. Me asomé por entre las ramas de los sauces y, efectivamente, había un bote en el agua. No podía discernir cuánta gente había dentro. Seguía acercándose y, cuando estuvo a mi altura, vi que sólo había un hombre dentro. Y pensé que quizá fuera papá, aunque yo no lo esperara. Me pasó empujado por la corriente y después viró hacia la orilla donde el agua estaba tranquila; me pasó tan cerca que podría haberlo tocado con el arma si la hubiera sacado. Bueno, pues era papá, sin duda; y además, por cómo movía los remos, estaba sobrio.

      No perdí tiempo. Un minuto después, ya iba yo corriente abajo con suavidad pero rápido, oculto por la sombra de la orilla. Seguí así unas dos millas y media y después me adentré hacia el centro del río un cuarto de milla o más porque iba a pasar por el desembarcadero del transbordador muy pronto y alguien podría verme y hacerme señales. Me metí entre las maderas que flotaban río abajo y después me tumbé en el fondo de la canoa y dejé que flotara. Me quedé allí tumbado tomándome un buen descanso y fumándome una pipa, observando el cielo; no había ni una nube. El cielo parece más profundo que nunca cuando lo observas tumbado de espaldas a la luz de la luna; nunca me había dado cuenta antes. ¡Y la distancia desde la que se puede oír en el agua en noches así! Oía a la gente hablar en el desembarcadero del transbordador, y también entendía lo que decían, palabra por palabra. Un hombre dijo que los días estaban empezando a alargarse y que las noches empezaban a acortarse. El otro dijo que ésta no era una de las cortas, le parecía a él, y después se rieron; después despertaron a otro tipo y se lo dijeron, y se rieron, pero él no se rio; soltó algo brusco y dijo que lo dejaran en paz. El primer tipo dijo que tenía que contárselo a su mujer, que a ella le parecería muy bueno, pero que no se podía comparar con algunas de las cosas que había dicho en su tiempo. Oí a un hombre decir que eran casi las tres y que creía que amanecería a esa hora al cabo de una semana más o menos. Después, la conversación se fue alejando más y más y ya no conseguía entender las palabras, pero aún oía el murmullo y también una risa de vez en cuando, pero ya sonaban muy distantes.

      Ahora ya estaba bastante alejado del transbordador. Me incorporé y me encontré con la isla Jackson; ahí la tenía, a unas dos millas y media río abajo, muy boscosa y sobresaliendo del centro del río, grande, oscura y maciza, como un barco de vapor sin luces. No había ni rastro del banco de arena de la cabecera; estaba completamente bajo el agua.

      No tardé mucho en llegar. Dejé atrás la cabecera a toda velocidad, ya que la corriente era rápida, y después me adentré en las aguas muertas y tomé tierra en el lado que daba a la playa de Illinois. Llevé la canoa hasta un entrante pronunciado en la orilla que yo conocía; tuve que apartar las ramas de sauce con las manos para poder entrar, y cuando la amarré, nadie podría haber visto la canoa desde el exterior.

      Subí y me senté en un tronco en la cabecera de la isla, y observé el gran río y los negros maderos a la deriva, y también miré hacia el pueblo, a tres millas de distancia, donde brillaban tres o cuatro luces. Una balsa de troncos inmensamente grande, que venía bajando, estaba más o menos a una milla río arriba y tenía un farol encendido en el medio. La observé deslizarse y cuando estaba prácticamente a la altura de donde yo me encontraba, oí a un hombre decir: «¡Remos de popa, allí! ¡Dirigid la proa a estribor!». Lo oí con la misma claridad que si el hombre hubiera estado a mi lado.

      Ahora había trazos de gris en el cielo, así que me introduje en el bosque y me tumbé a echar una siesta antes del desayuno.

      Capítulo 8

      El sol estaba tan alto cuando me desperté que calculé que debían de ser más de las ocho. Me quedé tumbado allí en la hierba a la sombra pensando en cosas y sintiéndome descansado, bastante cómodo y satisfecho. Veía el sol por uno o dos agujeros, pero mayormente todo lo que había alrededor eran grandes árboles, y resultaba bastante sombrío estar allí en medio. El suelo estaba moteado en algunas partes hasta las que se colaba el sol por entre las hojas, y las motas se movían un poco, lo que demostraba que había brisa allí arriba. Un par de ardillas se posaron en una rama y se pusieron a parlotear conmigo de manera muy amistosa.

      Me sentía muy vago y estaba tremendamente cómodo; no quería levantarme para preparar el desayuno. Y estaba quedándome dormido otra vez cuando me pareció oír el sonido de un profundo «¡bum!» río arriba. Me desperté y me apoyé en el codo para escuchar y, al momento, lo volví a oír. Me puse en pie de un salto y me fui a mirar a través de un hueco entre las hojas, y vi un montón de humo sobre el agua a bastante distancia río arriba, más o menos a la altura del transbordador. Y ahí venía el transbordador flotando río abajo lleno de gente. Ahora ya sabía lo que pasaba. «¡Bum!», y vi el humo blanco salir a chorros del costado del transbordador. Estaban disparando los cañones por encima del agua, ¿sabes?, para hacer que mi cadáver subiera a la superficie.

      Tenía bastante hambre pero no podía ponerme a encender fuego porque podrían ver el humo. Así que me quedé allí sentado observando el humo del cañón y escuchando los bums. El río tenía aquí una milla de ancho y siempre se veía bonito en las mañanas de verano, así que me lo habría pasado bastante bien observando cómo buscaban mis restos si hubiera tenido algo que comer. Entonces me acordé de cómo siempre echaban azogue en hogazas de pan y las dejaban flotar en el río, porque siempre se van directas a los cuerpos de los ahogados y se paran encima. Así que, me dije, me quedaré vigilando y, si alguna de ellas se dirige hacia mí flotando, daría buena cuenta de ella. Me pasé al extremo de la isla que estaba del lado de Illinois para ver qué tal me iba la suerte y no me sentí decepcionado. Una gran hogaza doble me pasó por el lado y casi la cogí con un palo largo, pero se me escurrió el pie y se alejó flotando. Por supuesto que yo me encontraba donde la corriente se aproximaba más a la orilla; eso me lo sabía yo. Pero al rato se aproximó otra, y esta vez gané yo. Le quité el tapón y la sacudí para que saliera la gota de azogue, y le hinqué el diente. Era pan blanco del que come la gente de clase; nada parecido al basto pan de maíz.

      Encontré

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