Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк Твен

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Las aventuras de Huckleberry Finn - Марк Твен Básica de Bolsillo

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dicho que iba a llover y me preguntó si yo quería que se nos mojaran las cosas.

      Así que volvimos a por la canoa, remamos hasta la caverna, y subimos todas las trampas hasta allí. Después buscamos por allí cerca un sitio para esconder la canoa entre los espesos sauces. Cogimos algunos peces de los sedales y los colocamos de nuevo, y empezamos a prepararnos para cenar.

      La entrada de la cueva era lo suficientemente grande como para meter un barril haciéndolo rodar, y a un lado de la entrada el suelo sobresalía un poco y estaba llano, así que era buen sitio para hacer un fuego, y allí lo hicimos y preparamos la cena.

      Extendimos las mantas dentro a modo de alfombra y allí nos comimos la cena. Colocamos todas las demás cosas a mano en el fondo de la cueva. Pronto oscureció y empezaron los truenos y los relámpagos, así que los pájaros estaban en lo cierto. Empezó a llover enseguida y, además, llovió con furia, y tampoco he visto nunca que el viento soplara de esa manera. Era una de esas típicas tormentas de verano. Se puso tan oscuro que fuera todo se veía de un color negro azulado y era bonito; y la lluvia golpeaba con tanta fuerza que los árboles de por allí cerca se veían borrosos y parecían telas de araña; y después venía un golpe de viento que doblaba los árboles y dejaba al descubierto el pálido envés de las hojas; y después seguía una intensa ráfaga de viento que hacía que las ramas agitaran los brazos como si se hubieran vuelto locas; y a continuación, cuando ya parecía que nada podía volverse más negro ni más azul, ¡fiss!, resplandeciente como la gloria y se vislumbraban las copas de los árboles zarandeándose en la distancia bajo la tormenta, a una distancia de cientos de yardas más de lo que se veía antes; y después de un segundo, negro como el pecado otra vez y ahora se oía el estruendo terrible del estallido del trueno que retumbaba y retumbaba a lo lejos rodando desde el cielo hasta la parte baja del mundo, como barriles vacíos rodando escaleras abajo, cuando las escaleras son largas y botan mucho, ¿sabes?

      —Jim, es bonito esto –le dije–. No querría estar en ninguna otra parte más que aquí. Pásame otro trozo de pescado y más pan de maíz caliente.

      —Pues no habrías estado aquí si no hubiera sido por Jim. Habrías estado allí abajo en el bosque sin cena y, además, medio ahogado; así habría sido, hijo. Los pollos saben cuándo va a llover y los pájaros también lo saben, chico.

      El río siguió creciendo y creciendo diez o doce días más, hasta que terminó por sobrepasar la orilla. El agua tenía una profundidad de tres o cuatro pies en las partes bajas de la isla y en la parte baja del lado de Illinois. Por ese lado tenía bastantes millas de ancho, pero por el lado de Misuri había la misma distancia de siempre, una media milla, porque la playa de Misuri no era más que un muro de riscos escarpados.

      Durante el día íbamos remando en la canoa por toda la isla. Hacía bastante fresco y había mucha sombra en aquellos bosques densos, aunque el sol brillara con fuerza en el exterior. Nos metíamos entre los árboles, sorteándolos, y a veces las enredaderas eran tan espesas que teníamos que retroceder y tirar por otro sitio. Bueno, y en todos los viejos árboles caídos se veían conejos y serpientes y cosas así; y cuando la isla ya llevaba un día o dos inundada, se volvieron tan mansos por culpa del hambre que tenían que podías acercarte a ellos remando y ponerles la mano encima si querías; aunque a las serpientes y las tortugas no porque se deslizaban hasta meterse en el agua. La cresta en la que estaba nuestra cueva estaba llena de ellas. Podríamos haber tenido montones de mascotas si hubiéramos querido.

      Una noche cogimos un pequeño trozo de una balsa de troncos; nueve tablones de pino. Tenía doce pies de ancho y unos quince o dieciséis pies de largo, y la parte de arriba, una base sólida y nivelada, sobresalía unas seis o siete pulgadas del agua. A veces durante el día veíamos pasar troncos largos, pero los dejábamos seguir; no nos exponíamos durante el día.

      Otra noche, cuando estábamos en la cabecera de la isla y justo antes del amanecer, bajó una casa de madera por el lado oeste. Era de dos plantas y estaba bastante inclinada. Remamos hasta ella y nos encaramamos, metiéndonos por una ventana de la planta de arriba. Pero todavía estaba demasiado oscuro para ver algo, así que amarramos la canoa y nos quedamos allí sentados esperando a que amaneciera.

      La luz empezó a aparecer antes de que llegáramos al pie de la isla y entonces miramos por la ventana hacia el interior. Pudimos distinguir una cama, y una mesa, y dos sillas viejas, y un montón de cosas tiradas por el suelo, y había ropa colgada de la pared. Había algo tirado en el suelo en un extremo que parecía un hombre. Así que Jim dijo:

      —¡Eh, tú!

      Pero no se movió. Así que yo grité también, y después dijo Jim:

      —Ese hombre no está dormido, está muerto. Quédate aquí; iré a ver.

      Fue, se inclinó y miró, y dijo:

      —Es un hombre muerto; sí, sin duda; y también está desnudo. Le han disparado por la espalda. Y calculo que lleva muerto dos o tres días. Entra, Huck, pero no le mires la cara; es demasiado espantoso.

      No lo miré en absoluto. Jim le echó encima algunos harapos, pero no hacía falta que lo hiciera; yo no quería verlo. Había montones de viejas cartas grasientas tiradas por el suelo por todas partes, y viejas botellas de whisky, y un par de máscaras de paño negro; y las paredes estaban cubiertas de palabras y dibujos propios de la gente más ignorante hechos con carbón. Había dos viejos vestidos sucios de percal, y una capota y alguna ropa interior de mujer colgados de la pared, y también había ropa de hombre. Lo metimos todo en la canoa; podría servir para algo. Había un viejo sombrero de niño en el suelo; era de paja y estaba manchado, y también lo cogí. Y había una botella que había tenido leche dentro, y que estaba taponada con un trapo para que lo chupara el bebé. Habríamos cogido la botella, pero estaba rota. Había un viejo cofre raído y un viejo baúl de pelo que tenía las bisagras rotas. Estaban abiertos, pero no quedaba en ellos nada que sirviera para mucho. Por la forma en que las cosas estaban desperdigadas por todas partes, supusimos que aquella gente se había ido con mucha prisa y que no estaban preparados para llevarse la mayoría de sus cosas.

      Cogimos un viejo farol de hojalata, y un cuchillo de carnicero sin mango, y una navaja nuevecita que valdría veinticinco centavos en cualquier tienda, y un montón de velas de sebo, y una palmatoria de hojalata, y una calabaza, y una taza de lata, y quitamos una vieja y andrajosa colcha de la cama, y cogimos también una bolsa de ganchillo con agujas, alfileres, cera de abeja y botones e hilo y todo ese tipo de cosas dentro, y un hacha y algunos clavos, y un sedal tan grueso como mi dedo meñique con unos anzuelos enormes, y un rollo de ante, y un collar de perro de cuero, y una herradura, y algunos frascos de medicina que no tenían etiqueta; y justo cuando nos íbamos encontré un peine metálico bastante bueno y Jim encontró un viejo arco de violín y una pata de palo. Las correas se le habían roto pero, quitando eso, era una pierna bastante buena, aunque era demasiado larga para mí y no lo suficiente para Jim, y no conseguimos encontrar la otra, aunque la buscamos por todas partes.

      Así que, con todo, conseguimos un buen botín. Cuando estuvimos listos para marcharnos, estábamos a un cuarto de milla de la isla y era ya muy de día, así que hice a Jim tumbarse en la canoa y taparse con la colcha, porque si se quedaba sentado, la gente podría darse cuenta de que era negro desde bastante distancia. Remé hasta la playa de Illinois y, al hacerlo, bajé casi media milla. Subí sigilosamente por el agua estancada de la orilla y no tuvimos ningún incidente ni vimos a nadie. Llegamos a casa sanos y salvos.

      Capítulo 10

      Después de desayunar yo quería hablar del hombre muerto e intentar adivinar por qué lo habían matado, pero Jim no quiso. Dijo que nos traería mala suerte; y además dijo que podría venir a rondarnos; dijo que cuando a un hombre no se le enterraba era más probable que estuviera por ahí rondando que cuando estaba plantado y cómodo.

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