El infinito naufragio. Laura Emilia Pacheco

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El infinito naufragio - Laura Emilia Pacheco Varia

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casi arrastrándonos. Nadie se animaba a volver la cara por miedo de que le diera vértigo la altura. No obstante, cada uno de nosotros intentaba probar en silencio que los cobardes eran los otros dos.

      Al llegar a la cima no apreciamos estragos en la fachada. Las ruinas habían vencido un intento más de pulverizarlas. Lo único extraño fue encontrar una gran cantidad de abejas muertas. Guillermo tomó una entre los dedos y volvió en silencio a nuestro lado. El patio central se hallaba cada vez más invadido por cardos y matorrales. Vigas decrépitas apuntalaban los muros agrietados.

      Avanzamos por el pasillo cubierto de hierba. La humedad y el salitre habían borrado los antiguos frescos que representaban escenas de la evangelización en una zona destinada a alimentar a los trabajadores de las minas. A cada paso aumentaba nuestro temor pero nadie se atrevía a confesarlo.

      El claustro nos pareció aun más devastado que otras partes del edificio. Por los peldaños rotos subimos al primer piso. Había oscurecido. Empezaba a llover. Las gotas resonaban en la piedra porosa. Los rumores nocturnos se levantaban en los alrededores. El viento parecía gemir bajo la luz difusa que precede a las tinieblas. Sólo llevábamos una lámpara de mano que Guillermo pidió prestada a su padre.

      Sergio se asomó a una ventana y dijo que por el camposanto rodaban bolas de fuego. Nos estremecimos. A la distancia se escuchó un trueno. Varios murciélagos se desprendieron del techo y su aleteo repercutió entre las bóvedas. Nos echamos a correr. íbamos a media escalera cuando nos sobresaltó el grito de Sergio. Guillermo y yo regresamos por él. En la penumbra lo vimos estremecerse y apuntar hacia una celda. Lo tomamos de los brazos y, ya sin ocultar nuestro pavor, fuimos hacia el sitio que señalaba con sonidos guturales.

      En cuanto entramos Sergio logró zafarse de nosotros. Se echó a correr, huyó y nos dejó solos. Guillermo encendió la linterna. Vimos que al derribar una pared el temblor había puesto al descubierto un osario. El haz de luz nos permitió distinguir entre calaveras y esqueletos la túnica amarillenta de una mujer atada a una silla metálica: un cadáver momificado en lo que parecía una actitud de infinita calma y perpetua inmovilidad.

      Sentí el horror en todo mi cuerpo. No sé cómo, pude vencerlo por un instante y acercarme a la muerta. Guillermo susurró algo para detenerme. Acerqué el foco hasta el cráneo de rasgos borrados y rocé la frente con la punta de los dedos. Bajo esa mínima presión el cuerpo entero se desmoronó, se volvió polvo sobre el asiento de metal.

      Fue como si el mundo entero se pulverizara con la cautiva. Me pareció escuchar un estruendo de siglos. Todo giró ante mis ojos. Sentí que, revelado su secreto, el convento iba a desintegrarse sobre nosotros. Yo también quedé inmovilizado por el terror. Guillermo reaccionó, me arrastró lejos de ese lugar y huimos cuestabajo a riesgo de despeñarnos.

      En la falda del cerro nos encontraron nuestros padres y las otras personas que habían salido a buscarnos. Acababan de escuchar la narración estremecida de Sergio. Unos cuantos quisieron subir hasta las ruinas. El padre Santillán nos condujo a la iglesia para hacernos la señal de la cruz con agua bendita. La madre de Guillermo nos dio valeriana y té de tila.

      Hora y media después nos alcanzaron en la sacristía quienes habían subido al convento para verificar nuestro relato. El profesor intentó formular otra hipótesis racional que convenciera a todo el pueblo y anonadara a nuestro párroco. El terremoto, afirmó, puso al descubierto una antigua cripta con restos casi deshechos. No había un solo cuerpo momificado. Desde luego la presencia de una silla de metal en el osario resultaba extraña, pero debía tratarse de un olvido por parte del fraile a quien se encomendó ordenar las osamentas. Ningún cadáver se pulverizó bajo mi tacto: fue una alucinación producida por nuestro miedo cuando la oscuridad nos sorprendió en un lugar abandonado al que rodeaban leyendas sin base histórica. Nuestras visiones, terminó, eran consecuencia lógica de la perturbación que en todos los habitantes causó el temblor.

      Fueron inútiles explicaciones, bromas y consuelos. No cerré los ojos en toda la noche. La imagen del cuerpo que se disgregaba al tocarlo no se apartó de mí jamás. Entre todos nuestros interrogadores sólo el padre Santillán no se dejó intimidar y aceptó nuestra versión. Dijo que nos tocó asistir al desenlace de un crimen legendario en los anales del pueblo, una venganza de la que nadie había podido confirmar la verdad.

      El cadáver deshecho bajo mi tacto era el de una mujer a la que en el siglo XVIII administraron un tóxico paralizante. Al abrir los ojos se halló emparedada en un osario. Murió de angustia, de hambre y de sed, sin poder moverse de la silla en que la encontramos ciento cincuenta años después. Era la esposa de un corregidor. Su doble crimen fue tener relaciones con un monje del convento y arrojar a un pozo al niño que nació de esos amores.

      Guillermo preguntó cuál había sido el castigo para el fraile.

      —Fue enviado a Filipinas —respondió Santillán.

      —Padre, ¿no cree usted que fue una injusticia? —me atreví a preguntar.

      —Tal vez el religioso merecía un castigo severo. Si bien no puedo aprobar el emparedamiento, no olviden ustedes lo que dice Tertuliano: “La mujer es la puerta del demonio. Por ella entró el Mal en el paraíso y lo convirtió en este valle de lágrimas”.

      Pasó el tiempo. Los niños de 1934 nos hicimos adultos y nos dispersamos. Mi vida en el pueblo se acabó para siempre. Jamás regresé ni volví a ver a Sergio ni a Guillermo. Pero cada temblor me llena de pánico. Siento que la tierra devolverá a sus cadáveres para que mi mano les dé al fin el reposo, la otra muerte.

      LA REINA

       A Emilio Carballido

      Oh reina rencorosa y enlutada…

      PORFIRIO BARBA JACOB

      Adelina apartó el rizador de pestañas y comenzó a aplicarse el rímel. Una línea de sudor manchó su frente. La enjugó con un clínex y volvió a extender el maquillaje. Eran las diez de la mañana. Todo lo impregnaba el calor. Un organillero tocaba el vals Sobre las olas. Lo silenció el estruendo de un carro de sonido en que vibraban voces incomprensibles. Adelina se levantó del tocador, abrió el ropero y escogió un vestido floreado. La crinolina ya no se usaba pero, según la modista, no había mejor recurso para ocultar un cuerpo como el suyo.

      Se contempló indulgente en el espejo. Atravesó el patio interior entre las macetas y los bates de beisbol, las manoplas y gorras que Óscar había dejado como para estorbarle su camino. Entró en el cuarto de baño y subió a la balanza. Se descalzó, incrédula. Pisó de nuevo la cubierta de hule. Se desnudó y probó por tercera vez. La balanza marcaba ochenta kilos. Debía estar descompuesta: era el mismo peso registrado una semana atrás al iniciar la dieta y el ejercicio.

      Regresó por el patio que era más bien un pozo de luz con vidrios traslúcidos. Un día, como predijo Óscar, el piso iba a desplomarse si ella no adelgazaba. Se imaginó cayendo en la tienda de ropa. Los turcos, inquilinos de su padre, la detestaban. Cómo iban a reírse Aziyadé y Nadir al encontrarla sepultada bajo metros y metros de popelina.

      Al llegar al comedor vio como por vez primera los lánguidos retratos familiares: Adelina a los seis meses, triunfadora en el concurso “El bebé más robusto de Veracruz”. A los nueve años, en el teatro Clavijero, declamando “Madre o mamá” de Juan de Dios Peza. Óscar, recién nacido, flotante en un moisés enorme, herencia de su hermana. Óscar, el año pasado, pítcher en la Liga Infantil del Golfo. Sus padres el día de la boda, él aún con uniforme de cadete. Guillermo en la proa del Durango, ya con insignias de capitán. Él mismo en el acto de estrechar la mano del señor presidente en el curso de unas maniobras entre el castillo de San Juan de Ulúa y la Isla de

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