El infinito naufragio. Laura Emilia Pacheco

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El infinito naufragio - Laura Emilia Pacheco Varia

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el suelo en que apoyaban los pies. Ahora son como ardillas que se persiguen en una jaula redonda y para subsistir imploran a los argones préstamos usurarios que no terminarán de pagar jamás.

      A estas alturas del relato ya no podía contener mis lágrimas. Fue peor lo que siguió. Los megáridos me dijeron que la isla del sur perdió su gran oportunidad cuando todas las naciones del archipiélago necesitaron grandes cantidades de estiércol como fertilizante y combustible. La naturaleza dotó a Megaria con una raza de vacas y toros capaces de transformar interiormente medio kilo de pastura en una tonelada de boñiga. De pronto el excremento que se desperdiciaba resultó una gran fuente de riqueza para Megaria.

      Como en la fábula de la lechera, los megáridos hicieron grandes proyectos sin recordar que todos los cántaros se rompen. Enloquecidos de vanidad y entusiasmo por esa lotería, se olvidaron de cuanto no fuera la bosta. A las multitudes hambrientas se les prometió el paraíso. El estiércol excrementó la economía megárida. En una operación de egoísmo suicida los ricos dilapidaron la abundancia estercolera en comilonas, orgías y baratijas, o bien compraron ostentosas mansiones y guardaron su dinero en Argona.

      Mientras los argones llenaban sus establos con grandes cantidades de boñiga para producir una repentina baja en el precio y poner nuevamente de rodillas a los ensoberbecidos habitantes del sur, los megáridos convertían en bisteces sus productivas vacas y exterminaban a sus toros en bárbaras ceremonias que llaman “corridas”.

      Un día amanecieron con el precio del estiércol por los suelos, sin ganado y sin moneda, porque toda la que hubo los ricos la cambiaron y la invirtieron en Argona. Un gran pleito estalló entre los beneficiarios de la boñiga. Todos los hombres del sultán —visires, emires, sátrapas y jerifes— pelearon a muerte entre sí y contra los barones de la usura. Entretanto los innumerables pobres de Megaria tuvieron que importar de Argona carísimos cereales. Entonces, como en Irlanda, aparecieron los que nosotros llamamos arbitristas o aritméticos políticos. Es decir, los autores de proyectos abstractos para mejorar el destino colectivo, planes que siempre terminan en el fracaso pero no sin antes causar a millones todos los sufrimientos que trataron de impedir.

      No pude más. Bañado en llanto me despedí y me eché a caminar por Megaris. Al poco tiempo sentí que me asfixiaba y comprobé que la nube negra observada desde el mar era producto de los espantosos vehículos que liberaron a los houyhnhnms a cambio de esclavizar a los propios yahoos y a sus semejantes humanos. Para colmo, en Megaris, ciudad dantesca en forma de embudo montañoso, el veneno de los transportes se liga al humo de sus fábricas y a la pulverización de toneladas y toneladas de mierda.

      Traté de escapar de este sitio infernal. Pero es muy difícil movilizarse en él. Me dirigí al poniente con la esperanza de que encontraría el mar y mi frágil embarcación. En el camino se desplegó ante mis ojos la más extraña capital que he visto nunca. Horrible en su conjunto y totalmente deshecha para abrir paso a sus carruajes y enriquecer a sus gobernantes con el nuevo valor que adquiere el terreno, Megaris tiene entre tanta fealdad algunos de los mejores edificios que he hallado en esta parte del mundo.

      Contra lo que parece, no todo es maldad, corrupción, estiércol y rapiña en Megaris. En ella florecen las ciencias y las artes. Hay muchos megáridos, hombres y mujeres, que se preocupan por algo más que su egoísta beneficio. En la inhóspita capital del sufrimiento, amor y solidaridad existen junto al odio, la violencia y la pugna entre los bribones por humillar y explotar a su prójimo.

      Atravesé regiones de una miseria tan sórdida y oprobiosa como la que ha traído la industria a los pobres de Inglaterra y la opresión a los parias de Irlanda. Después llegué a una zona en que se concentra cuanto en Gran Bretaña está disperso. Era como ver al mismo tiempo Windsor Castle, Balmoral y las grandes manor houses. Los megáridos, pensé, engañaron al extranjero: la suya, y no Argona, es la más próspera de las tierras. La ostentación de su riqueza se me volvió aplastante. Acaso, me dije, he cambiado de país sin darme cuenta.

      Una muchacha que pasaba por allí me explicó que yo no había salido de Megaris. Estaba en la misma capital doliente, sólo que en la parte reservada a los hombres de los sultanes, a los barones de la usura y a los procónsules e intermediarios de Argona. Tanto esplendor sería imposible si no existieran las cuevas y las chozas de lámina y cartón que yo acababa de ver.

      Esto no es nada, comentó la muchacha. Gracias a la riqueza que produjo el estiércol hay nuevos palacios y castillos aún más deslumbrantes. Mientras los pobladores de las cuevas no vieron ni el espejismo de la edad de oro prometida, y ahora tienen que pagar la cuenta de lo que otros disfrutaron, los yahoos megáridos de aquí arriba pueden seguir divirtiéndose con lo que previsoramente atesoraron en Argona.

      ¿Por qué no devuelven lo robado y arreglan así lo que desarreglaron?, pregunté. La muchacha respondió algo para mí incomprensible: Porque no tienen madre. Nos despedimos. Me alejé hacia la costa pensando que Megaria es todavía más extraña que Lilliput, Brobdingang, Laputa, Balnibarbi y Glubbdubdrib juntas; sus habitantes me resultan enigmáticos como los struldbruggs, y el sultán no menos misterioso que Golbasto Momarem Evlame Gurdilo Shefin Mully Ully Gue, Most Mighty Emperor of Lilliput, Delight and Terror of the Universe.

      De unas escaleras hundidas en la tierra brotaron en tropel inconcebibles multitudes de pobres. Dos elegantes yahoos megáridos que estaban a mi lado se rieron de sus víctimas y las llamaron con nombres insultantes. Me enfrenté a los yahoos y les dije: Imbéciles. Miren lo que ustedes hicieron de la maravillosa isla de Megaria. ¿Ni siquiera después de sus fracasos, sus corrupciones y sus crímenes se dan cuenta de que esa multitud que los sostiene y a la que ustedes tanto desprecian constituye la última y la única esperanza?

       El viento distante

      LA CAUTIVA

       A John Brushwood

      A las seis de la mañana un sacudimiento pareció arrancar de cuajo al pueblo entero. Salimos a la calle con miedo de que los techos se desplomaran sobre nosotros. Luego temimos que el suelo se abriera para devorarnos. Calmado el temblor, nuestras madres seguían rezando. Algunos juraban que el sismo iba a repetirse con mayor fuerza. Bajo tanta zozobra, creímos, no iban a enviarnos a la escuela. Entramos dos horas tarde y en realidad no hubo clases: nos limitamos a intercambiar experiencias.

      —En pleno 1934 —dijo el profesor— ustedes no pueden creer en las supersticiones que atemorizan a sus mayores. Lo que pasó esta mañana no es un castigo divino. Se trata de un fenómeno natural, un acomodo de las capas terrestres. El terremoto nos ha permitido apreciar la superioridad de lo moderno sobre lo antiguo. Como pueden ver, los más dañados son los edificios coloniales. En cambio los modernos resistieron la prueba.

      Repetimos su explicación ante nuestros padres. La consideraron una muestra del descreimiento que trataba de infundirnos la escuela oficial. Por la tarde, cuando ya todo estaba de nuevo en calma, me reuní con mis amigos Guillermo y Sergio. Guillermo sugirió ir a investigar qué había pasado en las ruinas del convento. Nos gustaba jugar en él y escondernos en sus celdas. Hacia 1580 lo construyeron en lo alto de la montaña para ejercer su dominio sobre los valles productores de trigo. En el siglo XIX lo expropió el gobierno de Juárez y durante la intervención francesa sirvió como cuartel. Por su importancia estratégica fue bombardeado en los años revolucionarios y la guerra cristera condujo a su abandono definitivo en 1929. A nadie le agradaba pasar cerca de él: “Allí espantan”, decían.

      Por todo esto considerábamos una aventura adentrarnos en sus vestigios, pero nunca antes nos habíamos atrevido a explorarlos de noche. En circunstancias normales nos hubiera aterrado visitar a esas horas el convento. Aquella tarde todo nos parecía explicable y divertido.

      Cruzamos la pradera entre el río y el cementerio. El sol poniente iluminaba

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