El infinito naufragio. Laura Emilia Pacheco

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El infinito naufragio - Laura Emilia Pacheco Varia

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Jabón la memoria que depura cuanto inventa como recuerdo. Jabón la palabra escrita. Poesía impía, prosa sarnosa. Lo más radiante encuentra su origen en lo más oscuro. Jabón la lengua española que lava en el poema las heridas del ser, las manchas del desamparo y el fracaso.

      Contra el crimen universal no puedo hacer nada. Aspiro el aroma a nuevo del jabón. El agua permitirá que se deslice sobre la piel y nos devuelva una inocencia imaginaria.

      EL INVICTO

      Pasa el día entero sentado a una mesa del bar. Ya casi nadie se le acerca. El dueño lo juzga parte del mobiliario y le regala licor barato y sobras de comida. Cuando la muerte se aproxima el consuelo único es la narración. Vivir para él es sólo recordar su épica de oro.

      “Yo fui el campeón y los campeones nunca dejan de serlo. Aquella noche en el cuarto round todos me daban por muerto. Era el viejo de treinta y cuatro años contra el retador de veinte. Sangraba de las cejas y mi mánager iba a tirar la toalla. Pero una vez más salí del pozo en que me habían hundido sus golpes, acorralé al muchacho en una esquina y mi izquierda infalible lo derrumbó como un poste.”

      Después habla de los presidentes, los empresarios y los gángsters ya desaparecidos que lo colmaron de beneficios y regalos. Exagera las fortunas derrochadas en estrellas de cine y otras mujeres, “a las que sin el boxeo nunca me hubiera atrevido a mirar de frente”.

      Termina siempre con el relato del alcoholismo, las parrandas, los daños físicos de su profesión, los divorcios, los falsos amigos que lo ayudaron a consumir los millones de dólares, el descenso a un infierno de miseria y soledad que se ha alargado muchos años.

      Si alguien hace un gesto de lástima o intenta darle dinero contesta: “Por favor no me compadezcan. Perdí por decisión mis últimas peleas hasta que ya nadie quiso contratarme. Me llegó el fin como les llega a todos. Y ahora soy un guiñapo, estoy en la calle, me quedé sin nada, sí —pero no me noquearon. Nadie jamás me vio tendido en la lona”.

      Relatos

       La sangre de Medusa

      LA SANGRE DE MEDUSA

       … la espada sin honor, perdido todolo que gané, menos el gesto huraño.

      GILBERTO OWEN

      Cuando Perseo despierta sus primeras miradas nunca son para Andrómeda. Sale al jardín, se lava el rostro en la fuente de mármol y observa desde la terraza la ciudad de Micenas. Se sabe amo absoluto, semidiós respetado. Sin embargo lo habitan la tristeza y el recuerdo de sus viejas hazañas. Tendido bajo un árbol, contempla el vientre que se alza cada día más entre su túnica y espera, cabizbajo, el llamado de Andrómeda.

      Fermín Morales apagó el cigarro antes de entrar en la vecindad. A su esposa le molestaba verlo fumar y él quería ahorrarse una nueva disputa. Cruzó el zaguán húmedo y subió por la escalera desgastada. Al entrar en su cuarto vio a Isabel: cubierta por una bata de franela, hojeaba en la cama Confidencias, La Familia y Sucesos para Todos. Los rizos artificiales le recordaron a Fermín un nudo de serpientes que de niño había observado en una feria en Nonoalco.

      Perseo ya no visita sus caballerizas. Le entristece ver a Pegaso, anciano, ciego, con las alas marchitas, ruina de aquel hijo del viento que nació de la sangre de Medusa. Hoy la cabeza de la Gorgona y su cabellera de serpientes adornan el escudo de Atenea. Pero Medusa venga su derrota.

      Pegaso ya no es el mismo que tantas veces se reflejó desde los cielos sobre el Mediterráneo, ni el que avisó a Perseo que una Hespéride lo había descubierto cuando cortaba las manzanas de oro en el jardín prohibido. Al ver a su caballo alado el rey de Micenas no puede evitar que lo llenen la melancolía y la sensación de que su paso por la tierra ya se acerca al final.

      Tiempo atrás el Oráculo de Delfos vaticinó a Acrisio, rey de Argos, que moriría a manos de su nieto. Para impedirlo encerró a Dánae en una cámara subterránea de bronce, con sólo una abertura que dejaba pasar el aire y la luz. Dánae era la única hija de Acrisio y la mujer más bella del reino. Zeus, convertido en lluvia de oro, logró violar la cárcel inexpugnable y engendró a Perseo en el vientre de Dánae.

      Nueve meses después Acrisio no se atrevió a matarlos por temor a las Furias que persiguen a quienes derraman su propia sangre. Metió en un cofre a la madre y al hijo y los echó al mar. Las olas llevaron su carga a la isla de Sérifos. Polidecto recibió en su corte a Dánae y al niño que llevaba en los brazos.

      Perseo llegó a la adolescencia. Polidecto quiso alejarlo para quedarse con Dánae. Le dio el encargo de ir a la isla de las Gorgonas, que estaba en Occidente, cerca del Gran Océano, y traerle la cabeza de Medusa. Así, Polidecto condenaba a muerte a Perseo: nadie en el mundo podía sobrevivir a la Gorgona que con sólo mirarlos petrificaba a los vivos.

      No obstante, como hijo de Zeus, Perseo era un semidiós y merecía la ayuda del Olimpo. Cubierto por el escudo de Atenea, defendido por la espada de Hermes y el casco de Hades, Perseo entró en la cueva de las Gorgonas. Para no verla de frente y transformarse en piedra bajo su mirada, se guió por la imagen de Medusa reflejada en el escudo. Se acercó a ella y la decapitó de un solo tajo.

      Un caballo alado brotó de su sangre. El héroe montó en Pegaso y fue a Sérifos para liberar a su madre. Petrificó a Polidecto y a sus cortesanos al mostrarles la cabeza muerta de la Gorgona. En vez de asumir el trono Perseo dio el reino de la isla a su amigo Lidys, el pescador que había rescatado el cofre en la playa.

      Dánae le pidió reconciliarse con su abuelo. Perseo se trasladó a Argos, derrocó al usurpador Preto y devolvió el poder a Acrisio. A pesar de todo, el Oráculo de Delfos era infalible. La profecía se cumplió: durante los juegos que celebraron la victoria Perseo lanzó un disco de metal y sin proponérselo dio muerte a Acrisio. No quiso permanecer en la ciudad manchada de sangre y decidió fundar Micenas.

      Isabel tenía cincuenta y cinco años cuando conoció a Fermín que apenas iba a cumplir veinte. Ambos trabajaban en el Ministerio de Comunicaciones. Fermín era muy tímido y nunca se había acercado a ninguna mujer. A los seis meses se casaron. Él se empleó como chofer particular y ella dejó la oficina. Desde entonces habitaron en la vecindad de las calles de Uruguay. Su existencia se transformó en una interminable reyerta.

      Perseo recorre sus dominios. Observa la Puerta de los Leones, las murallas ciclópeas, piedras invulnerables erguidas para cercar el sitio en que poco a poco va muriendo el rey de Micenas. Camina bajo el sol recién nacido y observa su sombra ya encorvada. Su padre Zeus no lo preservó del tiempo. Cronos, su abuelo, lentamente lo devora como si en Perseo se vengara de Zeus por haberlo desterrado del Olimpo. El viento asedia la ciudad amurallada. Desde la terraza Andrómeda observa a Perseo y también siente que la historia del héroe ha llegado a su fin.

      Isabel opinaba que en la guerra de los sexos las mujeres sólo podían librarse de la opresión y el martirio mediante el ejercicio del poder absoluto. Exigió a Fermín que le entregara íntegras sus quincenas y no fuera sin permiso a ningún sitio. Los sábados iban juntos al cine y los domingos a Chapultepec. Los celos de Isabel acosaban a Fermín y eran motivo de continuas escenas. Incapaz de pedir el divorcio o alejarse de ella, se limitaba a esperar la muerte de su esposa que en 1955 había cumplido setenta años.

      Perseo se tiende sobre la hierba. Tose, se agita, mira a su alrededor y cree que el día amaneció nublado. No quiere aceptar el oscurecimiento de sus ojos. Se levanta, camina hacia el palacio. Los guardias lo saludan elevando sus lanzas. En la cámara real las esclavas visten a Andrómeda. Perseo la mira, oculto tras una cortina.

      También

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