El infinito naufragio. Laura Emilia Pacheco
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sobrevoló la plaza.
Sentí miedo.
Cuatro bengalas verdes.
Los soldados cerraron
las salidas.
Vestidos de civil, los integrantes
del Batallón Olimpia
—mano cubierta por un guante blanco—
iniciaron el fuego.
En todas direcciones
se abrió fuego a mansalva.
Desde las azoteas
dispararon los hombres de guante blanco.
Disparó también el helicóptero.
Se veían las rayas grises.
Como pinzas
se desplegaron los soldados.
Se inició el pánico.
¶ La multitud corrió hacia las salidas
y encontró bayonetas.
En realidad no había salidas:
la plaza entera se volvió una trampa.
—Aquí, aquí Batallón Olimpia.
Aquí, aquí Batallón Olimpia.
Las descargas se hicieron aun más intensas.
Sesenta y dos minutos duró el fuego.
—¿Quién, quién ordenó todo esto?
Los tanques arrojaron sus proyectiles.
Comenzó a arder el edificio Chihuahua.
Los cristales volaron hechos añicos.
De las ruinas saltaban piedras.
Los gritos, los aullidos, las plegarias
bajo el continuo estruendo de las armas.
Con los dedos pegados a los gatillos
le disparan a todo lo que se mueva.
Y muchas balas dan en el blanco.
—Quédate quieto, quédate quieto:
si nos movemos nos disparan.
—¿Por qué no me contestas?
¿Estás muerto?
¶ —Voy a morir, voy a morir.
Me duele.
Me está saliendo mucha sangre.
Aquél también se está desangrando.
—¿Quién, quién ordenó todo esto?
—Aquí, aquí Batallón Olimpia.
—Hay muchos muertos.
Hay muchos muertos.
—Asesinos, cobardes, asesinos.
—Son cuerpos, señor, son cuerpos.
Los iban amontonando bajo la lluvia.
Los muertos bocarriba junto a la iglesia.
Les dispararon por la espalda.
Las mujeres cosidas por las balas,
niños con la cabeza destrozada,
transeúntes acribillados.
Muchachas y muchachos por todas partes.
Los zapatos llenos de sangre.
Los zapatos sin nadie llenos de sangre.
Y todo Tlatelolco respira sangre.
—Vi en la pared la sangre.
—Aquí, aquí Batallón Olimpia.
¶ —¿Quién, quién ordenó todo esto?
—Nuestros hijos están arriba.
Nuestros hijos, queremos verlos.
—Hemos visto cómo asesinan.
Miren la sangre.
Vean nuestra sangre.
En la escalera del edificio Chihuahua
sollozaban dos niños
junto al cadáver de su madre.
—Un daño irreparable e incalculable.
Una mancha de sangre en la pared,
una mancha de sangre escurría sangre.
Lejos de Tlatelolco todo era
de una tranquilidad horrible, insultante.
—¿Qué va a pasar ahora,
qué va a pasar?
** Con los textos reunidos por Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco (1971).
HOMENAJE A LA CURSILERÍA
Amiga que te vas:
quizá no te vea más.
RAMÓN LÓPEZ VELARDE
Dóciles formas de entretenerte, olvido:
recoger piedrecillas de un río sagrado
y guardar las violetas en los libros
para que amarilleen ilegibles.
Besarla muchas veces y en secreto
en el último día,
antes de la terrible separación;
a la orilla
del adiós tan romántico
y sabiendo
(aunque nadie se atreva a confesarlo)
que nunca volverán las golondrinas.
ALTA