El infinito naufragio. Laura Emilia Pacheco

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El infinito naufragio - Laura Emilia Pacheco Varia

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esta hora fugaz

      hoy no es ayer

      y aún parece muy lejos la mañana.

      Hay un azoro múltiple,

      extrañeza

      de estar aquí, de ser

      en un ahora tan feroz

      que ni siquiera tiene fecha.

      ¿Son las últimas horas de este ayer

      o el instante en que se abre otro mañana?

      Se me ha perdido el mundo

      y no sé cuándo

      comienza el tiempo de empezar de nuevo.

      Vamos a ciegas en la oscuridad,

      caminamos sin rumbo por el fuego.

      TULUM

      Si este silencio hablara

      sus palabras se harían de piedra.

      Si esta piedra tuviera movimiento

      sería mar.

      Si estas olas no fuesen prisioneras

      serían piedras

      en el observatorio,

      serían hojas

      convertidas en llamas circulares.

      De algún sol en tinieblas

      baja la luz a este fragmento de un planeta muerto.

      Aquí todo lo vivo es extranjero

      y toda reverencia profanación

      y sacrilegio todo comentario.

      Porque el aire es sagrado como la muerte,

      como el dios

      que veneran los muertos en esta ausencia.

      Y la hierba se arraiga y permanece

      en la piedra comida por el sol

      —centro del tiempo, abismo de los tiempos,

       fuego en el que ofrendamos nuestro tiempo,

      Tulum se yergue frente al sol. Es el sol

      en otro ordenamiento planetario. Es núcleo

      del universo que fundó la piedra.

      Y circula su sombra por el mar.

      La sombra que va y vuelve

      hasta mudarse en piedra.

      LA SECTA DEL BIEN

      Era tan sólo un párroco de aldea,

      criollo o tal vez mestizo, que de repente

      abrió los ojos al horror del mundo,

      vio la pena infinita, el sufrimiento

      en la tierra, en las aguas, en el aire.

      Y le dijo a otro párroco que Dios

      no era responsable de todo esto:

      El mundo cayó en manos del demonio

      y el gran usurpador al que venera

      la ceguedad cristiana

      tiene al único Dios en el infierno.

      El cura que escuchó la confesión

      escribió al Santo Oficio. El denunciado

      ardió en la leña verde, fue a reunirse

      con su Dios —que es amor— en el infierno.

      MÉXICO: VISTA AÉREA

      Desde el avión ¿qué observas? Sólo costras,

      pesadas cicatrices de un desastre.

      Sólo montañas de aridez, arrugas

      de una tierra antiquísima, volcanes.

      Muerta hoguera, tu tierra es de ceniza.

      Monumentos que el tiempo erigió al mundo,

      mausoleos, sepulcros naturales.

      Cordilleras y sierras nos separan.

      Somos una isla entre la sed, y el polvo

      reina sobre el encono y el estrago.

      Sin embargo, la tierra permanece

      y todo lo demás pasa, se extingue.

      Se vuelve arena para el gran desierto.

      LOS MUERTOS

      Quién impuso esta ley infame que obliga

      a confinarnos en atroces

      reservaciones de corrupción y olvido

      en que medra la zarza

      mientras los días opacan

      la menuda perpetuidad del mármol.

      Baja la noche por la enredadera

      y aquí abajo decimos a la muerte

      lo que el grano de arena susurra

      a la ola que lo alza en vilo.

      Vil sonido, como hachas

      en un bosque invisible:

      la desintegración

      de la carne que no retorna.

      Crueldad de abandonarnos a nuestros restos.

      Mejor el fuego

      o los cuervos de la montaña.

      Nada hay capaz de compensar

      la humillación de hundirse aquí abajo,

      pudriéndose

      sin que la caja funeral

      nos permita volver al polvo.

      INSCRIPCIONES EN UNA CALAVERA

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