El infinito naufragio. Laura Emilia Pacheco
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todas las calaveras se parecen.
Son la imagen y el fruto de la muerte.
El cráneo con textura ya de marfil
observa detenidamente la noche.
Y visto al sesgo en el espejo parece
un cascarón de huevo que ya dio alas
a quien latía en su interior fecundante.
Está vacío, ya es vacío, pero sin él
no habría existido la existencia.
Y sin decirlo quiere interrogarnos,
hacer de nuevo las preguntas eternas:
¿Llevamos siempre adentro la propia muerte
o (contra Rilke) carga el esqueleto
pesadumbre de carne, corrupción
sobre la calavera incorruptible?
Es la piedra pulida por ese mar
al que no vemos sino encarnado en sus obras.
El tiempo hizo la mueca de este horror;
también esculpe con su transcurrir
la belleza del mundo. Y así pues,
resulta un acto de justicia poner
sobre su frente la gastada inscripción:
Este cráneo se vio como hoy nos ve.
Como hoy lo vemos
nos veremos un día.
Desde entonces
EN RESUMIDAS CUENTAS
¿En dónde está lo que pasó
y qué se hizo de tanta gente?
A medida que avanza el tiempo
vamos haciendo más desconocidos.
De los amores no quedó
ni una señal en la arboleda.
Y los amigos siempre se van.
Son viajeros en los andenes.
Aunque uno existe para los demás
(sin ellos es inexistente),
tan sólo cuenta con la soledad
para contarle todo y sacar cuentas.
ANTIGUOS COMPAÑEROS SE REÚNEN
Ya somos todo aquello
contra lo que luchamos a los veinte años.
DESDE ENTONCES
Hubo una edad (siglos atrás, nadie lo recuerda)
en que estuvimos juntos meses enteros,
desde el amanecer hasta la medianoche.
Hablamos todo lo que había que hablar.
Hicimos todo lo que había que hacer.
Nos llenamos
de plenitudes y fracasos.
En poco tiempo
incineramos los contados días.
Se hizo imposible
sobrevivir a lo que unidos fuimos.
Y desde entonces la eternidad
me dio un gastado vocabulario muy breve:
“ausencia”, “olvido”, “desamor”, “lejanía”.
Y nunca más, nunca más, nunca, nunca.
EL ARTE DE LA GUERRA
Winner take nothing
Años de errar en el desierto. Salvé la vida porque el verdugo se compadeció y entregó el recién nacido a unos pastores. Cuando alcancé la mayoría de edad me dijeron: “Eres hijo del rey asesinado. Acaudilla a los desafectos, recobra lo que te pertenece.”
Las tropas del impostor no me alcanzaron. Años de errar en el desierto. Me enseñaron el arte de la guerra las tribus mercenarias. Al invocar el nombre de mi padre levanté ejércitos. Tras veinte años de combate, gracias a la valentía de mis soldados y la astucia de mis lugartenientes, tomé la capital, hice pedazos al tirano y me senté en el trono que no se comparte.
Ahora soy rey. No se lo deseo a nadie. En los ojos de cada uno de mis compañeros de lucha observo el odio y el brillo de la daga que tarde o temprano se clavará en mi espalda.
AMISTAD
Hay viejas amistades parecidas al odio. Nos conocemos y nos reflejamos. Cada uno descubre los móviles del otro. Ya no podemos engañarnos con desplantes o subterfugios. Mutuamente nos hemos vuelto incómodos testigos. Odiamos sabernos proyectos que no se cumplieron, realidades que contrarían lo que esperábamos de nosotros mismos.
Reunirnos todos los días en el café se ha vuelto una obligación mecánica. Nada queda del afecto y la alegría compartida de los antiguos años. A la menor oportunidad sacamos las garras: módicos tigres condenados a dar vueltas en el mismo foso del zoológico hasta que se mueran de viejos o en un instante de sinceridad se entredevoren.
Los trabajos del mar
EL PULPO
Oscuro dios de las profundidades,
helecho, hongo, jacinto,
entre rocas que nadie ha visto,
allí en el abismo,
donde al amanecer, contra la lumbre del sol,
baja la noche al fondo del mar y el pulpo le sorbe
con las ventosas de sus tentáculos tinta sombría.
Qué belleza nocturna su esplendor si navega
en lo más penumbrosamente salobre del agua madre,
para él cristalina y dulce.
Pero en la playa que infestó la basura plástica
esa joya carnal del viscoso vértigo
parece un monstruo. Y están matando