A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos. Juan Valera

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A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos - Juan Valera

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pues, la poesía erótica, siempre que se guarde en ella el debido decoro y no se la prive del elemento espiritual, no sólo tolerada, no sólo permitida, sino hasta canonizada. No ya con significación mística como San Juan de la Cruz, sino dirigiéndose á mujeres, que fueron ó que se supone que fueron de carne, varones piadosos, como Fr. Luis de León y Fr. Diego González, han compuesto versos amorosos.

      Lo mejor es seguir tan buenos ejemplos. Sólo se oponen á que los sigamos la última moda de París, el afán de singularizarnos y el temor de ser como cualquiera otro, tomando la senda trillada y empleándonos en asuntos que se imaginan agotados ya, y sobre los cuales nada puede decirse si no repetimos lo que otros dijeron.

      Crea usted que este temor es vano. No busque usted la originalidad, y ella vendrá á buscarle. Sea usted natural y espontáneo, y pondrá usted en cuanto escriba el sello de su persona, y será sana y limpiamente original, sin darse á todos los diablos y sin caer en las demencias fúnebres que en Francia se usan.

      Inagotable fábrica y rico emporio de ideas es París. Necesario y bueno es tomar de allí lo que conviene; pero haya tino y juiciosa elección en lo que se tome.

      Cierta poesía no es ya erótica, sino crapulosa y nauseabunda. Entre las causas que concurren á dar ser á esta poesía, además de las ya mencionadas, entra una vanidad pueril de que el poeta no se da cuenta á veces. Figurémonos al poeta en París. Su prurito será acaso que, en el fondo de la provincia de donde ha venido, le tengan por un picaruelo, sibarita alambicado, que logra venturas superfinas, ni soñadas en su lugar. Además, todo francés hace sin querer la reclame. En París se confeccionan los mejores guisos y se hacen los más graciosos vestidos y sombreros para mujeres; es menester, por consiguiente, que también se crea y se divulgue que en París se entiende mejor el amor y se le condimenta con aliños más picantes y especierías más ricas y exóticas. Con este señuelo, tal vez, no pocos individuos acaudalados de naciones, que en Francia se tienen entre el vulgo por semi-bárbaras, vendrán á París, ya que no á estudiar en la Sorbona, á aprender pornografía en los colegios de la nueva Babilonia.

      No acuso yo á ningún autor francés de que lleve tal intención; pero la lectura de sus libros produce el mismo efecto que si la llevara. Nos fingimos por acá, y por muchas otras tierras, un París encantado, donde, si va uno con dinero, se pasea en los jardines de Armida, desembarca en la isla de los amores de Camoens, y penetra en el propio paraíso de Mahoma.

      Si el mal se detuviese en esto, yo me callaría; pero el mal no se detiene. Los poetas crapulosos, como Baudelaire y Rollinat, se hartan y se hastían de sus goces; sienten aspiraciones infinitas, hundidos ya en el fango, y después de haber renegado de Dios; y aquí te quiero escopeta. Cada uno de ellos parece un energúmeno. Sus versos son pesadillas de un ascetismo bastardo y sin esperanza. Obsesos por el demonio del remordimiento y por otros demonios más feos y tiznados, rompen en maldiciones y blasfemias inauditas. Ya nos aseguran que no hay crimen que no sean capaces de perpetrar, ya se encomiendan devotamente á Lucifer, ya aseguran que quieren imitar á Cristo, si bien suponiendo que lo que Cristo prescribe y recomienda con el ejemplo es que nos matemos. La muerte es la única redención posible. Además, ellos entienden que deben matarse en castigo de sus culpas.

¡Va, que la mort soit ton refuge!
à l'exemple du Rédempteur,
ose à la fois être le juge,
la victime et l'éxécuteur.

      La situación es tremenda, y empezando por versos de amor materialista puro, como los catorce sonetos, se viene á caer en ella, más tarde ó más temprano, á no desviarse pronto del mal camino.

      Las visiones de Baudelaire y de Rollinat espeluznan y descomponen el estómago; dan horror y asco: es menester ser valientes y robustos para resistirlas sin vomitar ó sin caer desmayado. Los suplicios más feroces que ve Dante en su Infierno, las abominaciones y espantos de los más ascéticos libros cristianos, como Gritos del infierno, Estragos de la lujuria, y otros así, son niñerias y amenidades, si se comparan con lo que Baudelaire refiere cuando él mismo se ve ahorcado, podrido y hediondo, entre una nube de murciélagos y de grajos que le sacan los ojos á mordiscos y picotazos y se le comen por do más pecado habia, y con lo que cuenta Rollinat de aquel gato celoso, que yo sospecho que era un demonio familiar, el cual araña y destroza á su amiga en sitios tan sensibles y ocultos.

      Si tamañas desventuras se tomasen por lo serio, sería cosa de deshacerse en un mar de lágrimas, de morirse de pena y de terror entre convulsiones horribles, y de aborrecer toda vida, y más que ninguna la sardanapalesca, á que se entregaron estos vates ilustres, y cuyos funestos resultados estamos tocando.

      Por dicha, yo me consuelo y tranquilizo con sospechar que, tanto en el sardanapaleo como en el lloriqueo, tanto en las culpas como en los castigos, hay abundancia de filfa y camelo. Ni se divierte uno tanto como dice, ni suele exclamar de corazón ¡qué tétrica es la vida! después de haberse divertido. En ambos extremos hay ponderación jactanciosa: pose y blague. Lo peor es el pesimismo. Si se adopta para hacer efecto y darse charol, no tiene perdón de Dios. ¿Por qué en odas, en elegías, en coplas, en dramas, en novelas y aun en gruesos librotes de filosofía, hemos de angustiar á los mortales y quedarnos tan frescos?

      Todos, aunque seamos optimistas, tenemos ratos, y días y semanas de mal humor, de tristeza y de abatimiento. Así estaba yo, poco ha, cuando escribía á un amigo diplomático extranjero, á quien quiero mucho, una melancólica carta. Él me contestó, consolándome con discretísimos razonamientos, algunos de los cuales vienen tan á pelo aquí, que voy á citarlos en el propio idioma en que están escritos, abusando quizá de la confianza y rompiendo el sigilo de la correspondencia.

      «¿A quoi vous sert votre optimisme? (me dice). Notre maître le Docteur Pangloss restait ferme dans la doctrine après des accidents bien autrement facheux et malgré le cadeau dont l'avait gratifié Paquette et dont vous connaissez la généalogie. ¿L'optimisme ne servirait-il à rien? On serait tenté de le croire en voyant que les pessimistes sont en general de fort bons vivants, qui s'arrangent une existence très agréable et qui sont très peu pressés de sortir de cette création manquée. Leur chagrin est tout en rimes ou en livres de philosophie, qui n'ont pas d'influence sur leur conduite journalière. Schopenhauer n'avait pas l'air de s'ennuyer, si j'en crois ceux qui l'ont connu. Boudha lui même est mort d'indigestion, ce qui peut faire douter de son ascétisme et de son mépris des choses créées. ¿Si nous faisions comme eux et si nous prenions le monde comm'il est, réunissant ainsi les avantages des deux systèmes?»

      Estas palabras de mi docto amigo me sugieren una idea luminosa y salutífera. Seamos optimistas y pesimistas alternativamente. Las cosas, aunque no crea uno en el determinismo feroz que nos arrastra al vicio y hasta al crimen, y aunque no vea uno siempre desolación y dolor en torno suyo, no están por eso todo lo bien que sería de desear. Confesémoslo, pero no nos aflijamos demasiado ni menos aflijamos á los demás hombres con nuestros quejidos y aullos. Conviene, pues, para esto, que nuestro pesimismo, en vez de ser trágico, sea chistoso y cómico; como el pesimismo de Voltaire, que en el Cándido hace que nos desternillemos de risa, ó, mejor aún, como el de Cervantes, más gracioso todavía en el Quijote, y lleno de dulzura y de cristiana resignación, sin chispa de hiél ni de impiedad ni de odio.

      Y si, en el día de hoy, sin salir de España, quiere usted hallar un modelo acabado de este pesimismo para reir, búsquele en los escritos, en prosa y verso, de Miguel de los Santos Álvarez, y singularmente en algunas octavas del poema María. El pesimismo se expresa en ellas con tanto chiste y gracejo, que regocija, en vez de desesperar, y hasta se le antoja á quien lee ó recita aquellas blasfemias, no ya que él debe perdonarlas propter elegantiam sermonis, sino que hasta la Soberana

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