Escritos Federalistas. Pierre Joseph Proudhon
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Su punto de partida es, como en tantos otros pensadores, el rechazo de la alienación humana, pero en Proudhon adquiere, si cabe, mayor importancia ese gesto fundador inicial en la medida en que de lo que se trata en última instancia es de recuperar para la relación o el pacto federal (económico y político) a un hombre y una sociedad no alienados (es en este sentido, a diferencia del marxismo, más medio que fin), conscientes de su personalidad y dignidad, sin las cuales toda relación, diálogo o pacto, sinónimos en la filosofía proudhoniana, desembocan fatalmente en la arbitrariedad, los abusos y la injusticia propios de las relaciones o contratos entre desiguales. Ése es, obviamente, un hombre –o antropología filosófica, si se quiere– que Proudhon rechaza y sobre el que cualquier esfuerzo de fundar el federalismo tal como él lo entiende (derecho y justicia) será vano. La historia de los dos últimos siglos le acabará dando la razón.
Rehabilitar al hombre y a la sociedad –inseparables– exigirá del pensador francés encontrar una nueva y más humana manera de pensar, una verdadera filosofía revolucionaria que dé la espalda definitivamente a los sistemas de pensamiento que buscan el orden social más allá del hombre y de la realidad social, atendiendo a principios y valores simbólico-mitológicos o trascendentales, contra los que precisamente abrirá fuego Proudhon en dos de sus textos más importantes, De la Création de l’Ordre dans l’Humanité (1843) y De la Justice dans la Révolution et dans l’Église (1858).
El centro de sus críticas va dirigido desde el primer momento al liberalismo o racionalismo individualista y al comunismo. Interesa al respecto ver qué es lo que en ambos sistemas o doctrinas (proyectos también inicialmente de emancipación del hombre) produce o reintroduce, entiende Proudhon, la alienación humana:
Unos, considerando que el hombre no tiene valor sino por la sociedad, que fuera de la sociedad vuelve al estado de bestia, tienden con todas sus fuerzas, en nombre de los intereses particulares y sociales, a absorber al individuo en la colectividad. Es decir, que no reconocen intereses legítimos, dignidad y por consiguiente inviolabilidad más que en el grupo social, del que los individuos obtienen luego lo que se llama, muy impropiamente, sus derechos. En este sistema el individuo no tiene existencia jurídica, no es nada por sí mismo, no puede invocar derechos, no tiene más que obligaciones. La sociedad lo produce como su expresión, le confiere una especialidad, le asigna una función, le concede una porción de felicidad y gloria: él se lo debe todo, ella no le debe nada […].
El espíritu va de un extremo al otro. Advertidos por el escaso éxito del comunismo, nos hemos volcado en la hipótesis de una libertad ilimitada. Los defensores de esta opinión dicen que no hay en el fondo oposición de intereses, que al compartir todos los hombres la misma naturaleza, al necesitarse los unos a los otros, sus intereses son idénticos y por ende fáciles de armonizar; que sólo la ignorancia de las leyes económicas ha podido causar este antagonismo, que desaparecerá el día que, estando mejor informados sobre nuestras relaciones, volvamos a la libertad y a la naturaleza. Es decir, dicen que la falta de armonía entre los hombres viene sobre todo de la intervención de la autoridad en cosas que no son de su competencia, de la manía de reglamentar y legislar; que basta con dar rienda suelta a la libertad, iluminada por la ciencia, para que todo vuelva de manera infalible al orden. Tal es la teoría de los economistas modernos, partidarios del librecambio, del dejar hacer, dejar pasar, del cada quien a lo suyo, etcétera.
Como se ve, esto no es resolver la dificultad, es negar que existe[61].
Fundamental en su crítica es también el comentario que le merece Rousseau y su contrato social, otro de sus blancos predilectos, pues en él identifica Proudhon la base teórica (racionalismo individualista o iusnaturalista) que funda el liberalismo político, de alguna manera principio y causa de los males de la sociedad:
Rousseau desea con tanto ardor no mencionar en el contrato social los principios y leyes que rigen la fortuna de las naciones y de los particulares, que tanto en su programa de demagogia como en su tratado de educación parte de la falsa, expoliadora y homicida suposición según la cual el individuo solo es bueno, que la sociedad lo deprava; que, por consiguiente, el hombre tiene que abstenerse lo más posible de relacionarse con sus semejantes, y que todo lo que tenemos que hacer en este mundo, permaneciendo en nuestra soledad sistemática, es formar entre nosotros una seguridad mutua para la protección de nuestras personas y propiedades, quedando lo esencial, es decir, la economía, lo único esencial, abandonado al azar del nacimiento y de la especulación […][62].
Si el error del comunismo (o de los sistemas en los que prevalece la sociedad sobre el individuo) será, según Proudhon, sacrificar al hombre en el altar de la comunidad o del bien general, el liberalismo económico y político, pretendiendo liberar al hombre de sus ataduras feudales y antiguas servidumbres, elevarlo a la autonomía y conciencia de su yo soberano, no sólo fracasará en su intento de emancipación, sino que además provocará la destrucción de todo aquello (valores, usos, lenguas, vínculos naturales de solidaridad, etc.) que daba pleno sentido a la vida del hombre en sociedad, su lugar en el mundo. Pero todavía hay más. El liberalismo individualista del que partía, por ejemplo, un Rousseau no se limitará sólo a destruir la antigua sociedad orgánica, como bien advierte Proudhon, para elevar al individuo a su condición natural de soberano, pues en el fondo hasta en el más radical individualista (Rousseau es ejemplar en esto) el contrato social, tal como aparece recogido en la obra del filósofo de Ginebra y luego asumido en nuestra democracia liberal, lleva en última instancia a levantar una nueva sociedad orgánica (la nación, el pueblo, la voluntad general), un nuevo relativismo alienante disfrazado bajo el honorable y universal manto de la voluntad soberana y de los derechos humanos. Será poner un organicismo, la historia así nos lo muestra, más potente, grande y alejado del hombre y de sus preocupaciones, en lugar de otros organicismos más pequeños y cercanos; una nueva dominación en lugar de otra. Aspecto fundamental, éste, y raramente bien entendido de la crítica proudhoniana (antimoderna en este sentido) al racionalismo individualista o democracia liberal, pues será la piedra angular en la que repose su pacto federativo como sociedad de sociedades (Montesquieu).
En resumen, lo que Proudhon rechaza de ambos sistemas es la tan errónea y reductora concepción que tienen del hombre y de la sociedad, a partir de la cual crean o reintroducen de manera más o menos sutil la alienación humana. En uno, el hombre no es nada y la sociedad lo es todo; en el otro, la sociedad no es nada y el hombre lo es todo. Ahora bien, entiende Proudhon, el bien del hombre no se ha de buscar contra los intereses de la sociedad, como tampoco el bien de la sociedad ha de pasar por la cosificación u objetivación del hombre en la que desemboca la hipostasía individualista. Hombre y sociedad son para Proudhon, siguiendo en esto las lecciones de Aristóteles o Montesquieu, elementos indisociables, inseparables, con intereses opuestos, ciertamente, pero también comunes o solidarios. Buscar la afirmación del uno en detrimento o negación del otro es razonar en falso, es pensar que no hay en la comunidad nada que bonifique al individuo, nada en el individuo que bonifique a la comunidad. No hay un polo positivo «hombre» y un polo negativo «sociedad», o viceversa, en la relación que une a ambos, de tal modo que ante lo positivo y lo negativo nos veamos en la ineludible obligación de escoger lo que entendemos es mejor para el hombre: ora el egoísmo individualista y la lógica utilitarista que lleva aparejada, ora el servilismo de la comunidad; estamos, al contrario, piensa Proudhon, ante un conflicto entre dos fuerzas o polos positivos –al estilo de las dos verdades contrarias de Pascal– que merecen ambos afirmarse (dialéctica y-y) y encontrar un equilibrio justo entre sus respectivos intereses (individuales y generales), elementos, ambos, presentes en la propia persona del hombre y de la sociedad[63],