Escritos Federalistas. Pierre Joseph Proudhon
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Telos del pacto y determinación de sus sujetos en el federalismo proudhoniano
Uno de los problemas más difíciles de resolver para los teóricos y estudiosos del federalismo ha sido y es aún el planteado por el carácter contradictorio de su telos o finalidad. A diferencia del Estado unitario o descentralizado, en el que prima siempre el interés del Estado-nación, la federación debe asumir al mismo tiempo el fin o interés particularista de los Estados miembros, esto es, su conservación, y el fin o interés común de todos ellos, es decir, de la federación en su conjunto en términos de bienestar, seguridad, etc. ¿Cómo explicar un ser en el que la soberanía es una y plural? Si atendemos, pues, a la desafiante paradoja que el federalismo representa para nuestro entendimiento bodiniano, no es extraño que en comparación con otros pensadores seguramente más cartesianos, que aborrecen las contradicciones y no soportan la incertidumbre que conllevan inevitablemente, un pensador como Proudhon, que ha hecho precisamente de la contradicción la piedra de toque de su pensamiento y lógica, se haya sentido más a gusto a la hora de pensar el federalismo y mantener, en última instancia, la coherencia tensional de la idea allí donde otros muchos han sucumbido al canto de las sirenas y optado por la siempre cómoda vía de la simplificación, cediendo a uno de los dos polos o finalidades; ora al telos particularista que conduce, sin el contrapeso de la solidaridad, a un solipsismo soberanista destructor de la unión federal, ora, no menos frecuente en nuestra historia, al fin común (federalismo nacional o descentralización), que lleva a la merma y destrucción de la diversidad, a la subordinación o exclusión de la diferencia.
Ahora bien, si bien es cierto que esta doble finalidad del pacto federativo es lo que define propiamente al federalismo, no hay que obviar que el espíritu que lo guía en el momento fundador del pacto es siempre más particularista, más celoso de conservar la personalidad, libertad y permanencia en el tiempo del grupo que entra en la federación, que de dotar a la federación de una personalidad propia o de conservar una unidad que en ese preciso instante todavía no tiene. Dicho de otro modo, lo que caracteriza fundamentalmente el espíritu federalista es su preferencia instintiva por la diversidad, preferencia templada por la razón, que nos hace ver que la conservación, seguridad y bienestar de los grupos territoriales pasa (pero no necesariamente) por la unión con las sociedades vecinas[99]. Si obviar el segundo polo de la contradicción puede llevar a esa anarquía de las soberanías que con tanto ardor combatieron los padres de la federación norteamericana, llevar, en definitiva, a una unión muy imperfecta, desprovista de una personalidad, cultura, lengua, etc. propias (de todo aquello que en nuestra tradición política hace la nación), o de una capacidad de acción fuerte hacia el exterior, mucho peor es, sin lugar a dudas, obviar el primer polo, pues no hay, propiamente hablando, federalismo sin sociedades que deciden libremente federarse. Y es que, repetimos, el pacto federal no es, por abajo, obra del individuo abstracto del individualismo, ni tampoco de los municipios o comunas, en los que falta esa personalidad o unidad de cultura (fuerza o razón colectiva en términos proudhonianos) que encontramos en toda sociedad constituida. Como nos lo muestra la historia (el caso de Pi y Margall es ejemplar en esto), ambos sujetos del pacto, individuo y municipio, acaban sacrificando el federalismo y la diversidad en el altar de la gran nación (grande en fuerza y extensión) hija de las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII; pero si el pacto federal no es obra de los individuos ni de los municipios, menos aún puede serlo, por arriba, del Estado-nación. Si en los primeros falta realismo y sobra especulación, encontramos al menos un esfuerzo teórico por darle al pacto sujetos y actores firmantes, algo que falta radicalmente en la hipótesis de un federalismo por arriba, de un Estado-nación que se descentraliza. Hay, ciertamente, en este último una técnica de tipo o inspiración federal, que tiende racionalmente al mejor gobierno de la sociedad por medio de la separación y distribución vertical de responsabilidades y poderes, delegación del centro a la periferia, pero lo que no hay de ningún modo es pacto federal[100]. Le falta precisamente lo más importante: los sujetos del pacto.
Ése es el punto del que parte el federalismo de Proudhon. Pensar la federación exige previamente derrumbar los mitos sobre los que se ha construido el orden político nacional e internacional y, por consiguiente, el federalismo que en ese orden –y no en otro– nace: individuo y nación, racionalismo subjetivista y nacionalismo de Estado están en el punto de mira de la crítica proudhoniana.
Sus primeros dardos irán siempre dirigidos, como ya hemos visto, a Rousseau y la abstracción introducida en el contrato social. Siguiendo de cerca a Montesquieu[101], Proudhon insiste –es una idea que encontramos ya en sus primeros escritos– en la inevitable condición social del hombre:
Bajo el imperio de las ideas del siglo dieciocho, se suponía que el hombre sólo formaba parte de la sociedad tras haber dado su consentimiento, explícito o tácito. […] Pero, según la ciencia moderna, el hombre, quiera o no quiera, forma parte de la sociedad, que con anterioridad a toda convención existe por la división del trabajo y la unidad de la acción colectiva […][102].
Pudiera pensarse que la afirmación de la fuerza o razón colectiva habría de llevar a Proudhon a identificarla con la voluntad general que, también rousseauniana, desembocaba en un nacionalismo de Estado, en una centralización y homogeneización de los intereses y valores de la sociedad. Nada más lejos de la realidad. Nuevamente en la línea de Montesquieu, para quien la federación había de ser una «sociedad de sociedades»[103], Proudhon va a criticar y a identificar como elementos o efectos indisociables tanto la centralización impulsada por el Estado-nación liberal como la homogeneización o nacionalización artificial (serie artificial antiserial) que la acompaña; poco importa, de hecho, saber si la primera precede y motiva la segunda o si es al revés:
El primer efecto del centralismo, no se trata aquí de otra cosa, es hacer que desaparezca en las diversas localidades de un país toda especie de carácter indígena; mientras se imagina poder exaltar