Cazador de almas. Alex Kava
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Cunningham llevaba un rato toqueteando la radio del helicóptero. Intentaba conseguir información actualizada del equipo de tierra que estaba inspeccionando el lugar de los hechos. Lo único que les habían dicho de momento era que los cuerpos habían sido trasladados por aire a Washington. Dado que el tiroteo era un asunto de la policía federal, la investigación –incluido el examen post mortem– quedaba bajo su jurisdicción. Y el director Mueller en persona había insistido en que los cuerpos fueran llevados a Washington; especialmente, el del agente.
No les habían comunicado aún las identidades de los fallecidos. Tully sabía que era la identidad del agente muerto la que hacía rebullirse a Cunningham en el asiento, buscando en qué ocupar las manos y reajustándose cada pocos segundos los auriculares, como si una nueva frecuencia de radio pudiera proporcionarle nuevos datos. Tully deseaba que se estuviera quieto. Sentía cómo sus movimientos hacían sacudirse el helicóptero, aunque se daba cuenta de que casi con toda probabilidad era científicamente imposible que así fuera. ¿O no?
Mientras el piloto pasaba rozando las copas de los árboles en busca de un claro donde aterrizar, Tully intentó no pensar en el traqueteo de debajo de su asiento, que se parecía sospechosamente al que hacían las tuercas y los tornillos sueltos. Intentó recordar si había dejado suficiente dinero suelto en la mesa de la cocina para Emma. ¿Era hoy su excursión con el colegio? ¿O era ese fin de semana? ¿Por qué no le anotaba Emma aquellas cosas? Aunque, pensándolo bien, ¿no tenía edad suficiente su hija para acordarse de sus cosas? ¿Y por qué a él todo aquello se le hacía cada vez más cuesta arriba?
Últimamente tenía la impresión de que había aprendido a ser padre de la manera más dura. En fin, si la excursión era ese día, tal vez a Emma le conviniera un escarmiento. Si le escatimaba el dinero, tal vez la convenciera por fin para que se buscara un empleo a tiempo parcial. Tenía, a fin de cuentas, quince años. A los quince años, él trabajaba ya después de clase y en las vacaciones de verano, sirviendo gasolina en Ozzie’s 66 por dos dólares la hora. ¿Tanto habían cambiado las cosas desde que él era un adolescente? Entonces se paró en seco. De eso hacía treinta años: una eternidad. ¿Cómo podía hacer ya treinta años?
El helicóptero inició el descenso y Tully volvió al presente con un vuelco del estómago. El piloto había decidido aterrizar en una extensión de hierba del tamaño de un felpudo. Tully deseó cerrar los ojos, pero se quedó mirando una raja que había en el respaldo del asiento del piloto. No le sirvió de nada. La visión de la espuma del relleno y de los muelles le recordó a las tuercas y tornillos que rodaban, sueltos, bajo él, y que posiblemente habían desconectado el tren de aterrizaje.
A pesar de sus temores, el helicóptero aterrizó en cuestión de segundos con un rebote, un golpe sordo y un último vuelco de su estómago. Pensó en la agente O’Dell y se preguntó si hubiera preferido estar en su lugar. Pero enseguida se imaginó a Wenhoff diseccionando un cadáver. Fácil respuesta. Nada que pensar: seguía prefiriendo el viaje en helicóptero, con tuercas sueltas y todo.
Un soldado uniformado había salido de entre los árboles para darles la bienvenida. Tully no había reparado en ello, pero era lógico que se hubiera avisado a la Guardia Nacional de Massachusetts para acordonar la extensa zona boscosa. El soldado esperó en posición de firmes mientras Tully y Cunningham sacaban del helicóptero sus per trechos –ropa para la lluvia, un termo Coleman y dos maletines–, intentando mantener la cabeza agachada y evitar que las poderosas aspas les seccionaran el cuello. Cuando acabaron, Cunningham le hizo una seña al piloto, y el helicóptero despegó al instante, levantando la hojarasca con un súbito y crujiente chaparrón de rojo y amarillo.
–Señores, si me siguen, les llevaré al lugar de los hechos. El soldado –que había adivinado inmediatamente a quién debía darle coba– echó mano del maletín de Cunningham. Tully quedó impresionado. Cunnigham, sin embargo, no quería apresurarse y levantó una mano.
–Necesito saber los nombres –dijo. No era una pregunta. Era una orden.
–No estoy autorizado para…
–Lo entiendo –le interrumpió Cunningham–. Le doy mi palabra de que no se meterá en un lío, pero, si lo sabe, necesito que me lo diga. Necesito saberlo ya.
El soldado se puso firme otra vez, pero le sostuvo la mirada a Cunningham sin vacilar. Parecía decidido a no divulgar ningún dato. Cunningham pareció darse cuenta, y a Tully lo dejó estupefacto lo que le oyó decir a su jefe un instante después.
–Por favor, dígamelo –dijo Cunnigham en tono apacible y casi conciliador.
A pesar de que no conocía al director adjunto, el soldado pareció percibir cuánto esfuerzo le había costado pronunciar aquellas palabras. Se relajó y su rostro pareció suavizarse.
–Le aseguro que no puedo decirle todos los nombres, pero el agente especial que resultó muerto era un tal Delaney.
–¿Richard Delaney?
–Sí, señor. Eso creo, señor. Era el negociador del equipo de rescate de rehenes. Por lo que he oído, les había convencido para hablar. Lo invitaron a entrar en la cabaña y entonces los muy cabrones abrieron fuego… Disculpe, señor.
–No, no se disculpe. Y gracias por decírmelo.
El soldado se giró para conducirlos a través de la arboleda, pero Tully se preguntó si Cunningham sería capaz de recorrer el abrupto sendero. Se había quedado blanco y su paso, normalmente firme y erguido, parecía un tanto tambaleante.
–La he jodido bien –dijo lanzándole a Tully una rápida mirada–. He mandado a la agente O’Dell a hacerle la autopsia a un amigo.
Tully comprendió entonces que aquel caso era distinto. El solo hecho de que Cunningham hubiera empleado las expresiones «por favor» y «joder» el mismo día, y en el intervalo de una hora, era una pésima señal.
4
Maggie aceptó la toalla fría y húmeda que le dio Stan y evitó los ojos del forense. Una ojeada le bastó para advertir su desasosiego. Tenía que estar preocupado. A juzgar por su suavidad, la toalla procedía del armario privado de Stan, no como las tiesas toallas institucionales que olían a lejía. Wenhoff tenía obsesión por la limpieza, una manía que parecía incongruente con su profesión; profesión que incluía una dosis semanal, cuando no diaria, de sangre y vísceras. Maggie no puso en duda, sin embargo, la amabilidad de su gesto, y sin decir palabra tomó la toalla y hundió la cara en su fresca y mullida felpa mientras aguardaba a que se le pasaran las náuseas.
No vomitaba al ver un cadáver desde sus primeros tiempos en la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Recordaba aún la primera escena de un crimen que vio: finos hilillos de sangre, como espaguetis, en las paredes de un remolque bochornoso e infestado de moscas. El dueño de aquella sangre había sido decapitado y colgado por el tobillo –naturalmente, dislocado– de un gancho del techo, como un pollo muerto al que hubieran dejado desangrarse entre convulsiones, lo cual explicaba las manchas de sangre de las paredes. Desde entonces, Maggie había visto cosas semejantes, si no peores: miembros depositados en contenedores de basura y niños pequeños mutilados. Pero una cosa que no había visto nunca, una cosa que nunca se había visto obligada a hacer, era contemplar el interior de una bolsa empapada con la sangre, el fluido espinal y los sesos de un amigo.
–Cunningham