Cazador de almas. Alex Kava

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Cazador de almas - Alex Kava HQÑ

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segura de que no lo sabía. El agente Tully y él iban a salir hacia el lugar de los hechos cuando me llamó.

      –Bueno, entonces entenderá que no me ayudes –parecía aliviado, incluso contento, ante la perspectiva de no tenerla pegada a él toda la mañana.

      Maggie sonrió con la cara hundida en la toalla. El bueno de Stan volvía a ser el de siempre.

      –Puedo tenerte preparados un par de informes para mediodía –se estaba lavando las manos otra vez como si, al mojar la toalla, se hubiera contaminado las manos.

      Maggie sentía un abrumador deseo de escapar de allí. Su estómago vacío, pero revuelto, era razón suficiente para marcharse. Había, sin embargo, algo que la inquietaba. Recordaba una mañana, muy temprano, menos de un año antes, en una habitación de hotel de Kansas City. El agente especial Richard Delaney estaba preocupado por su estabilidad mental; tanto, que había puesto en peligro su amistad para asegurarse de que Maggie se hallaba a salvo. El agente Preston Turner y él llevaban por entonces casi cinco meses haciéndole de guardaespaldas para protegerla de un asesino en serie llamado Albert Stucky, y la mañana de su enfrentamiento, Delaney había opuesto su terquedad a la de Maggie con el solo propósito de protegerla.

      En esa época, sin embargo, ella se negaba a considerar aquel gesto una medida de seguridad. Rehusaba contemplarlo simplemente como un intento de Delaney de desempeñar una vez más el papel de hermano mayor. No, en aquel tiempo, se había cabreado con él. De hecho, era la última vez que habían hablado. Y ahora allí estaba, tendido en una bolsa de nailon negro, incapaz de aceptar sus disculpas por ser tan cabezota. Quizá lo último que podía hacer por él fuera asegurarse de que recibía el respeto que merecía. Con náuseas o sin ellas, se lo debía a Delaney.

      –Me recuperaré –dijo.

      Stan, que estaba preparando sus rutilantes utensilios para hacerle la autopsia al primer chico, la miró por encima del hombro.

      –Claro que te recuperarás.

      –No, quiero decir que me quedo.

      Stan la miró con el ceño fruncido por encima de las gafas protectoras, y Maggie comprendió que había tomado la decisión correcta. Siempre y cuando su estómago aguantara.

      –¿Han encontrado el casquillo vacío? –preguntó mientras se ponía unos guantes limpios.

      –Sí. Está encima de la repisa, en una de esas bolsas de pruebas. Parece de un rifle muy potente. Pero sólo le he echado un vistazo.

      –Entonces, ¿sabemos con toda certeza la causa de la muerte?

      –Puedes apostar a que sí. No hizo falta un segundo disparo.

      –¿Y no hay duda alguna sobre los orificios de entrada y de salida?

      –No. Supongo que no será difícil comprobarlo.

      –Bien. Entonces, no hace falta que le cortemos. Podemos hacer el informe a partir de un examen externo.

      Stan se detuvo y se giró para mirarla.

      –Margaret –dijo–, espero que no estés insinuando que no le haga la autopsia completa.

      –No, no estoy insinuando nada.

      Stan se relajó y recogió sus herramientas antes de que ella añadiera:

      –No lo estoy insinuando, Stan. Insisto en que no le hagas la autopsia completa. Y te aseguro que será mejor que, en este caso, no me lleves la contraria.

      Maggie ignoró su mirada de enojo y acabó de abrir la cremallera de la bolsa del agente Delaney. Rezaba porque las piernas la sostuvieran. Tenía que pensar en Karen, la mujer de Delaney, que detestaba que Richard fuera un agente del FBI casi tanto como Greg, el pronto futuro ex marido de Maggie, odiaba que ésta lo fuera. Era hora de pensar en Karen y en las dos niñitas que crecerían sin su padre. Aunque no pudiera hacer otra cosa, se aseguraría de que no tuvieran que verlo más mutilado de lo necesario.

      Aquella idea le trajo el recuerdo de su padre tendido en un enorme ataúd de caoba y ataviado con un traje marrón que nunca antes le había visto puesto. Y peinado de un modo que él jamás habría consentido. Era todo una chapuza. El embalsamador había intentado en vano maquillar la carne quemada y salvar los fragmentos de piel que aún quedaban. A los doce años, Maggie se había sentido horrorizada ante aquella visión, y el fuerte olor a perfume que no lograba ocultar el repulsivo hedor a ceniza y carne quemada le había provocado náuseas. Aquel olor… No había nada peor que el olor a carne quemada. ¡Dios! Aún podía sentirlo. Y las palabras del sacerdote no habían ayudado gran cosa: Polvo eres y en polvo te convertirás, cenizas en cenizas.

      Aquel olor, aquellas palabras y la visión del cuerpo de su padre habían asaltado sus sueños infantiles durante semanas mientras intentaba recordar cómo era su padre antes de yacer en aquel ataúd, antes de que esas imágenes suyas se convirtieran en polvo en su memoria.

      Recordaba lo terriblemente asustada que se había sentido al verlo así. Recordaba el crujido del plástico bajo la ropa de su padre, sus manos, envueltas como las de una momia, posadas junto a los costados. Recordaba cuánto le habían angustiado las ampollas de sus mejillas.

      –¿Te dolió, papá? –le había susurrado.

      Había esperado a que su madre y los demás no miraran. Entonces había reunido todas sus fuerzas y había pasado la mano por encima del borde de la tersa y reluciente madera y del lecho de raso. Con las puntas de los dedos había retirado el pelo de la frente de su padre, procurando ignorar el tacto plástico de su piel y la horrenda cicatriz frankensteniana de su cuero cabelludo. Pero, a pesar de su miedo, tenía que arreglarle el pelo. Tenía que ponérselo como a él le gustaba llevarlo, como ella recordaba. Necesitaba que su última imagen de él le fuera reconocible. Era una tontería, algo insignificante, pero de ese modo se sintió mejor.

      Y, al contemplar el apacible rostro ceniciento de Delaney, comprendió que tenía que hacer cuanto pudiera para que otras dos niñas no sintieran horror al ver por última vez el rostro de su padre.

      5

      Condado de Suffolk, Massachusetts

      Eric Pratt miraba fijamente a los dos hombres y se preguntaba cuál de ellos iba a matarlo. Estaban sentados frente a él, tan cerca que sus rodillas se rozaban. Tan cerca, que podía ver cómo se tensaban los músculos de la mandíbula del más mayor de los dos cada vez que dejaba de masticar. Menta. Era decididamente un chicle de menta lo que estaba masticando.

      Ninguno de los dos se parecía a Satán. Se habían presentado bajo los nombres de Tully y Cunningham. Eric había llegado a oír sus nombres a través de la neblina. Los dos parecían muy limpios: llevaban el pelo muy corto, y no tenían mugre bajo las uñas. El más mayor llevaba incluso unas gafas de empollón de montura metálica. No, no se parecían a la imagen que Eric se había formado de Satán. Y, al igual que los que se arrastraban a gatas por el suelo de la cabaña y peinaban los bosques allá fuera, aquellos tipos llevaban parkas azul marino con las iniciales amarillas del FBI.

      El más joven llevaba una corbata azul, algo suelta, y el cuello de la camisa desabrochado. El otro llevaba una corbata roja, muy apretada, y el cuello de la impecable camisa blanca abotonado hasta arriba. Rojo, azul y blanco, con aquellas iniciales estampadas en la espalda. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Claro: Satán se presentaría disfrazado, envuelto en simbólicos colores. El

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