Cazador de almas. Alex Kava
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El que se hacía llamar Tully le estaba diciendo algo; sus labios se movían y sus ojos se clavaban en los de Eric, pero Eric había desconectado hacía horas. ¿O eran días? No lograba recordar cuánto tiempo había pasado. No recordaba cuánto tiempo había pasado en la cabaña, ni cuánto tiempo llevaba sentado en aquella silla de respaldo recto, con las muñecas esposadas y los pies sujetos con grilletes, esperando a que empezara la inevitable tortura. Había perdido la noción del tiempo, pero sabía en qué momento preciso había empezado a desconectarse su organismo, el segundo exacto en que su mente se había ofuscado. Había sido en el instante en que David cayó al suelo, y el golpe sordo de su cuerpo lo obligó a abrir los ojos. Fue entonces cuando se halló mirando fijamente los ojos de David, cuya cara había quedado a unos pocos centímetros de la suya.
Eric había visto la boca abierta de su amigo. Creía haber oído un leve susurro; tres palabras, nada más. Tal vez fuera su imaginación, porque los ojos de David parecían ya vacíos cuando las palabras «nos ha engañado» salieron de sus labios. Debía de haberle entendido mal. Satán no les había engañado. Eran ellos quienes le habían engañado. ¿Verdad?
De pronto los hombres se pusieron en pie. Eric se preparó lo mejor que pudo: cerró los puños, hundió los hombros, agachó la cabeza. Pero no hubo golpes, ni balazos, ni herida alguna. Y sus voces, cuya histeria traspasaba la barrera levantada por Eric, se fundían.
–Tenemos que salir de la cabaña enseguida.
Eric se removió en la silla al tiempo que uno de los hombres le hacía levantarse y lo empujaba hacia la puerta. Vio que otro que llevaba un extraño aparato montado sobre la cabeza surgía de debajo de las tablas del suelo. Claro, habían encontrado el arsenal escondido. El Padre se llevaría una desilusión. Necesitaban aquella reserva de armas para combatir a Satán. Su misión había fracasado antes de que lograran llevarlas al campamento base. Sí, el Padre se sentiría decepcionado. Les habían dejado a todos en la estacada. Tal vez se perdieran más vidas, porque todas aquellas armas, que había costado meses reunir, serían confiscadas y quedarían en manos de Satán. Quizá se perdieran vidas preciosas porque ellos habían fracasado en su misión. ¿Cómo iba a protegerlos el Padre sin aquellas armas?
Los hombres lo empujaban y tiraban de él. Salieron a toda prisa de la cabaña y se internaron entre los árboles. Eric no entendía nada. ¿De qué huían? Intentó escuchar, aguzar el oído. Quería saber de qué tenían miedo los soldados de Satán.
Se reunieron en torno al hombre que llevaba aquel extraño casco y que sostenía en las manos una caja metálica con luces parpadeantes y cables. Eric no tenía ni idea de qué era aquello, pero daba la impresión de que aquel hombre lo había encontrado en el zulo, con las armas.
–Ahí abajo hay explosivos suficientes para mandar este sitio al séptimo cielo.
Eric no pudo evitar sonreír, y al instante sintió una punzada en los riñones. Deseó decirle al señor Tully, dueño del codo que tenía clavado en la espalda, que no sonreía porque pudieran saltar en pedazos, sino más bien ante la idea de que creyeran posible que alguno de ellos fuera admitido alguna vez en el Reino de Dios.
Nadie más advirtió su sonrisa. Miraban fijamente al hombre de pelo negro, que se había subido hasta la coronilla aquel absurdo aparato con forma de anteojos y que a Eric le recordaba a un insecto de tamaño humano.
–Dinos algo que no sepamos ya –dijo otro.
–Está bien. ¿Qué os parece esto? Toda la cabaña está llena de cables –respondió el hombre-insecto.
–¡Mierda!
–Y eso no es todo. Esto sólo es una detonador secundario –les mostró la caja metálica que sostenía–. El verdadero detonador está en otra parte –señaló un botón rojo que parpadeaba y pulsó el interruptor. La luz se apagó. Al cabo de unos segundos, volvió a encenderse y siguió parpadeando como un palpitante ojo rojo.
Los hombres se giraron y se removieron, estiraron los cuellos y miraron en torno. Algunos habían sacado sus armas. Eric también giró la cabeza; de pronto tenía la mirada despejada. Forzó la vista para escudriñar las sombras de los árboles. No entendía nada. Se preguntaba si David sabía algo de la caja metálica.
–¿Dónde está? –preguntó con aspereza un tipo grandullón y cuellicorto al que todo el mundo parecía tratar como si estuviera al mando y que era el único que vestía un jersey azul marino en lugar de una parka–. ¿Dónde está el puto detonador?
Eric tardó un momento en darse cuenta de que se dirigía a él. Se topó con su mirada y lo miró fijamente, como le habían enseñado, clavando los ojos en sus pupilas negras, sin parpadear, sin vacilar, sin permitir que el enemigo le sacara una sola palabra.
–Espere un momento –dijo el que se hacía llamar Cunningham–. ¿Por qué no querían que el detonador estuviera dentro de la cabaña, desde donde podían controlar cuándo y cómo volarla? Ya sabemos que estaban dispuestos a quitarse la vida. Pero ¿por qué no se han hecho saltar en pedazos junto con el arsenal?
–Tal vez todavía piensen hacernos saltar por los aires.
Y hubo más arrastrar de pies y más giros de cabezas angustiadas.
Eric quería decirles que el Padre no tenía intención de volar la cabaña. No podía sacrificar las armas. Las necesitaba para combatir, para continuar la lucha. Pero se limitó a trasladar su mirada fija a Cunningham, que no sólo se la sostuvo, sino que pareció traspasarlo con los ojos, como si pudiera arrancarle la verdad con una sola mirada. Eric sintió que se le retorcía el estómago, pero no parpadeó. No podía mostrar debilidad alguna.
–No, si quisieran hacernos saltar por los aires, ya estaríamos muertos –prosiguió Cunningham sin desviar la mirada–. Creo que los verdaderos objetivos ya están muertos. Creo que su líder sólo quería asegurarse de que hacían lo que les había ordenado.
Eric seguía escuchando. Era un truco. Satán le estaba poniendo a prueba. Quería ver si se acobardaba. El Padre quería impedir que fueran capturados vivos y torturados. Aquello era simplemente el principio de la tortura, y aquel soldado de Satán, aquel tal Cunningham, conocía bien su trabajo. Sus ojos lo mantenían paralizado, pero Eric no pestañeó. No podía apartar la mirada. Debía ignorar el tronar de su corazón y el nudo que le tiraba de las tripas.
–Puede que el detonador fuera un plan alternativo –dijo Cunningham sin parpadear–. Si no se tragaban las píldoras, su líder los haría saltar en pedazos. Menudo jefe tenéis, chaval.
Eric no pensaba morder el anzuelo. El Padre jamás haría tal cosa. Ellos habían entregado voluntariamente sus vidas. Nadie les había forzado. Sencillamente, él no había tenido valor para secundarles. Era débil. Era un cobarde. Por un instante había osado perder la fe. No había sido un guerrero bravo y leal como los otros, pero ahora no se mostraría débil. No se daría por vencido.
Entonces recordó repentinamente las últimas palabras de David.
–Nos ha engañado.
Él había creído que se refería a Satán. Pero ¿y si se refería a…? No, no era posible. El Padre sólo quería impedir que fueran torturados. ¿Verdad? El Padre no los engañaría. ¿Verdad?
Cunningham,