Cazador de almas. Alex Kava
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No había llorado entonces, ni lloraría ahora. Pero, cuando la corneta comenzó a proferir su solitaria tonada, tembló y se mordió el labio. «Maldito seas, Delaney», quiso gritar. Hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que Dios tenía un macabro sentido del humor. O quizá fuera simplemente que miraba para otro lado.
El gentío se abrió de pronto y de él, por debajo del palio, salió una niña pequeña: un destello azul brillante entre el negro, como un pajarito azul entre una bandada de cuervos. Maggie reconoció a Abby, la hija menor de Delaney. Vestida con un abriguito azul marino y un sombrero a juego, iba de la mano de su abuela, la madre de Delaney. Se dirigían directamente hacia Maggie y Cunningham, dispuestas a destruir cualquier esperanza de aislamiento que tuviera Maggie.
–Abigail insiste en que tiene que ir al servicio –le dijo la señora Delaney a Maggie al acercarse–. ¿Saben dónde puede haber uno?
Cunningham señaló el edificio principal, que se alzaba tras ellos, en lo alto de la colina, semi oculto entre los árboles que lo circundaban. La señora Delaney echó un vistazo y su rostro enrojecido pareció fruncirse por entero, como si, en aquel día interminablemente cuesta arriba, no pudiera remontar la pendiente de aquella nueva colina.
–Yo puedo llevarla –se ofreció Maggie antes de darse cuenta de que era la persona menos indicada para reconfortar a la niña. Pero sin duda podía ocuparse de aquel pequeño deber.
–¿Te importa, Abigail? ¿Quieres que la agente O’Dell te lleve al servicio?
–¿La agente O’Dell? –la cara de la pequeña se contrajo en una mueca cuando miró alrededor, intentando encontrar a la persona de la que hablaba su abuela. Luego, de pronto, dijo–. Ah, te refieres a Maggie. Se llama Maggie, abuela.
–Sí, lo siento. Me refería a Maggie. ¿Te importa ir con ella?
Pero Abby ya había tomado a Maggie de la mano.
–Tenemos que darnos prisa –le dijo sin alzar al mirada, y tiró de ella hacia el lugar que había señalado Cunningham.
Maggie se preguntaba si, a sus cuatro años, la pequeña se daba cuenta de lo ocurrido y de por qué se hallaban en el cementerio. Se sentía aliviada, sin embargo, porque su único cometido consistiera de momento en trepar por la colina combatiendo el viento y dejando atrás los recuerdos y los espíritus que cabalgaban montados en las ráfagas de viento. Pero, cuando se acercaban al edificio, que se cernía sobre las hileras de blancas cruces y lápidas grises, Abby se detuvo y se giró para mirar atrás. El viento azotaba su abrigo azul, y Maggie vio que se estremecía. Sintió que su manita le apretaba los dedos.
–¿Estás bien, Abby?
La niña asintió con la cabeza dos veces, y su sombrerito se tambaleó. Luego mantuvo la cabeza agachada.
–Espero que no tenga frío –dijo.
A Maggie se le encogió el corazón.
¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía explicarle algo que ni siquiera ella comprendía? Tenía treinta y tres años y aún echaba de menos a su padre; aún no entendía por qué se lo habían arrebatado hacía tantos años. Años que deberían haber curado aquella herida abierta, que un simple toque de corneta o la contemplación de un ataúd siendo bajado a tierra podían abrir con toda facilidad.
Antes de que Maggie pudiera ofrecerle consuelo, la niña levantó la mirada y dijo:
–Le he dicho a mami que le ponga dentro una manta –luego, como si aquel recuerdo la complaciera, se volvió hacia la puerta y tiró de Maggie, lista para proseguir su camino–. Una manta y una linterna –añadió–. Así estará calentito y no tendrá miedo de la oscuridad hasta que llegue a la casa de Dios.
Maggie sonrió. Quizás aquella sabia niña de cuatro años tuviera algo que enseñarle.
7
Washington D. C.
Sentado en la escalinata del monumento a Jefferson, Justin Pratt fingía reposar los pies. Sí, tenía los pies doloridos, pero no era ése el motivo por el que ansiaba escapar. Llevaban horas caminando entre monumentos, repartiendo panfletos a los grupos de chavales de instituto que se paseaban por allí entre gritos y risas. Habían llegado a la ciudad en el momento idóneo: durante las excursiones otoñales. Debía de haber más de cincuenta grupos de todo el país. Y eran todos un puto coñazo. Costaba creer que él fuera sólo uno o dos años mayor que aquellos idiotas.
No, la verdadera razón por la Justin se había excusado llevaba aparejada pensamientos muchos más turbadores que sus pies cansados; pensamientos ilícitos conforme al evangelio del reverendo Joseph Everett y sus seguidores. Dios, ¿se acostumbraría alguna vez a considerarse uno de sus seguidores, uno de los elegidos? Probablemente no, mientras siguiera tomándose descansos para sentarse un rato y admirar los pechos de Alice Hamlin, en lugar de difundir la palabra de Dios.
Alice levantó la mirada y lo saludó con la mano como si le hubiera leído el pensamiento. Justin se removió. Tal vez debiera quitarse los zapatos para que se notara que le dolían los pies. ¿O acaso le había descubierto Alice? Seguro que a ella no le importaba. ¿Por qué, si no, se había puesto aquel jersey rosa tan ajustado? Sobre todo, teniendo en cuenta que habían tomado el autobús para pasar el día repartiendo propagando religiosa. Y luego, una hora después, se irían al puto mitin.
¡Dios! Tenía que tener cuidado con su lenguaje.
Miró a su alrededor para comprobar si alguno de los pequeños mensajeros del Padre podía oír sus pensamientos. A fin de cuentas, el Padre daba la impresión de poder. Parecía tener poderes telepáticos, o como se llamara el don de leerle la mente a los demás. Ponía los pelos de punta.
Agarró un panfleto para que Alice pensara que se tomaba en serio su trabajo y tal vez no notara lo de los pechos. Los satinados panfletos a cuatro tintas eran impresionantes. Llevaban la palabra Libertad en letras gordas. ¿Cómo lo llamaba Alice? ¿En relieve? Muy profesional. Hasta incluían una fotografía en color del reverendo Everett y, al dorso, una lista de las siguientes concentraciones, ciudad por ciudad. Por el aspecto del folleto, cualquiera pensaría que podían permitirse comer algo mejor que alubias con arroz siete días a la semana.
Cuando volvió a mirarla, Alice estaba rodeada por un nuevo grupo de posibles reclutas que la escuchaban y observaban con atención, mientras su rostro y sus gestos se iban animando. Alice era tres años mayor que él. Toda una mujer. Con sólo pensarlo se le puso dura. Alice no sabía gran cosa de la vida de la calle, pero sabía tanto de otras cosas que a veces le dejaba pasmado. Como, por ejemplo, todas aquellas citas de Jefferson que había memorizado. Se las había recitado antes de que subieran todos aquellos peldaños para leerlas en las paredes. En historia, era un hacha. Y, además, se sabía ese rollo del un, dos, tres sobre Jefferson. Que había sido el primer secretario de esto o aquello, el segundo vicepresidente y el tercer presidente. ¿Cómo podía acordarse de aquella mierda?
Ésa era una de las muchas cosas que Justin admiraba en Alice. Eso tenía que ser buena señal, que no le interesara sólo aquel magnífico par de tetas, como le había pasado siempre con las chicas. De hecho, había un montón de cosas que le gustaban de ella. Para empezar, Alice hacía que la religión sonara tan emocionante como una carrera de fórmula uno con destino al cielo. Y le gustaba cómo miraba a los ojos a quien la escuchaba, como si en ese momento fuera la única persona que había sobre la faz de la tierra. Alice