Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Tulio Halperin Donghi
Parte I
El marco del proceso
1. El Río de la Plata al comenzar el siglo XIX
En el mapa de América del Sur, el Virreinato del Río de la Plata, creado en 1776, era una maciza, compacta figura que desde la cuenca amazónica hasta la Tierra del Fuego, desde el Pacífico y los Andes hasta el Plata y el Atlántico, encerraba a las tierras españolas en este rincón austral del continente. Sería inútil buscar en la realidad de la tierra americana esa estructura coherente y compacta: por el contrario, si trazásemos el perfil de las tierras realmente dominadas y pobladas en esa avanzada meridional del imperio español, tendríamos una imagen frágil y quebrada, en la que se reflejaban las vicisitudes de dos siglos y medio de colonización. Entre ellas las decisivas fueron las ocurridas al comienzo del proceso: de ese momento inicial la región rioplatense conservaba rasgos que sólo habría de abandonar muy lentamente, y a través de graves crisis estructurales, a lo largo del siglo XIX. En el Río de la Plata, como en toda América, la colonización española vino a superponerse a poblaciones prehispánicas de agricultores sedentarios, sobre los cuales era posible erigir una sociedad a la vez rural y señorial, según el modelo que la metrópoli –junto con casi toda Europa– iba a adoptar cada vez más decididamente a lo largo de los siglos XVI y XVII.
Esta preferencia venía a coincidir con una opción más estrictamente geográfica; en la mayor parte de Hispanoamérica, la comprendida entre los trópicos, la instalación europea debía elegir ante todo las zonas altas, de clima menos hostil. En el Río de la Plata esta última causa de preferencia se hizo sentir menos; la primera bastó para dar a la estructura demográfica de la región –y, como consecuencia de ella, también a la social y económica– peculiaridades que sólo iba a perder a lo largo del ochocientos. Dos eran las zonas rioplatenses en que se daba esa primera condición: el vasto Interior, de compleja arquitectura geográfica, y las tierras guaraníes del Paraguay, Alto Paraná y Uruguay; en ambas surgieron centros de cultura fuertemente mestizada, de rasgos por otra parte muy diferentes entre sí.
Entre estos dos centros se extendían la llanura chaqueña y pampeana; al sur la meseta de Patagonia, pobladas ambas por tribus errantes. Esta faja central, que dominaba las entradas del vasto sistema fluvial del Plata, llegó a ser, para los argentinos que desde mitad del siglo XIX se acostumbraron a creer que la geografía imponía derroteros a la historia, el núcleo “natural” del territorio y la nacionalidad. Este núcleo iba a permanecer despoblado por largo tiempo; de él controlaban los españoles tan sólo el terreno preciso para mantener las comunicaciones entre el Paraguay, el Interior y el Atlántico. Desde Córdoba, a través del “istmo santafesino” y el “corredor porteño” –las expresiones, acuñadas por dos historiadores atentos a las realidades, Juan Álvarez y Emilio Coni, han podido usarse aún para describir a la Argentina de la primera mitad del siglo XIX– la franja estrecha de tierras dominadas alcanzaba a Buenos Aires, el Puerto, fundado allí donde los expedicionarios de Mendoza encontraron, en 1536, las primeras tierras altas en la cenagosa margen derecha del Río de la Plata. Buenos Aires tiene comunicación fluvial, por el Paraná, con el núcleo septentrional de Asunción, Corrientes y Misiones. En la margen derecha del Paraná, Santa Fe es etapa del comercio directo entre la zona guaraní y el Interior; navegación y comercio azarosos, no exentos, hasta entrado el siglo XIX, de los ataques de los indios no dominados que pueblan la margen derecha del río, al norte de Santa Fe.
Al este del Paraná, el dominio español se afirma tarde y no sin dificultad. En el Alto Paraná y Uruguay las misiones jesuíticas son un baluarte que, aunque debe ceder paulatinamente terreno ante la penetración portuguesa, impide un derrumbe total. Más al sur los portugueses se han instalado frente a Buenos Aires en la Colonia del Sacramento, que durante un siglo, a través de azarosos combates y treguas, ha sido un elemento de disgregación clavado en el flanco del imperio español.
A esta estructura concentrada en las tierras altas y en las estepas del Interior correspondía una economía también ella orientada no hacia el Atlántico sino hacia el norte, hacia el núcleo del poder español en Sudamérica, hacia el Perú. Buenos Aires, la Colonia, las Misiones, el Interior comenzaron a organizar su economía para satisfacer los requerimientos de Potosí, donde había surgido al margen del cerro de la plata, en un frígido desierto, una de las ciudades mayores del mundo. Para el Potosí producían sus telas de algodón el Interior y el Paraguay, su lana el Interior, su yerba mate el Paraguay y Misiones, sus mulas –insaciablemente devoradas por los caminos de montaña y el laboreo minero– Buenos Aires, Santa Fe y el Interior. Buenos Aires comenzó por ser puerto clandestino de la plata potosina, por donde una parte de esa riqueza buscaba acceso ilegal a Europa; la Colonia del Sacramento quiso ser en su comienzo centro de ese comercio prohibido.
Esa estructura demográfica y económica entró en crisis en el siglo XVIII. La decadencia del Alto Perú como centro argentífero, la decadencia de la plata misma, cuando el oro –que una vez más afluía desde el Brasil– volvía a ser el medio dominante de la circulación económica, influían menos en esa crisis que las consecuencias de la aparición de nuevas metrópolis económicas y financieras en Europa; esas consecuencias eran ante todo el arrasamiento de los anteriores equilibrios económicos en las tierras sometidas –o que comenzaban a someterse– al influjo europeo en América, África, Asia. Las Indias españolas habían alcanzado, aun a costa de mantener un ritmo de producción y tráfico extremadamente lento, una estructura unitaria, en la cual los vínculos económicos internacionales poseían cierta estabilidad. La acrecida presión europea dislocó esta estructura; en el siglo XVIII comenzaba ya lo que iba a manifestarse en pleno en la centuria siguiente: la disgregación de las Indias en zonas de monocultivo relativamente aisladas entre sí, con mercado a la vez consumidor y productor en Europa; fuera de las regiones capaces de acomodarse a esa transformación, la consecuencia debía ser una decadencia relativa o absoluta.
Las tierras costeras del Río de la Plata eran las más adecuadas para prosperar en ese nuevo clima económico, y conocieron en efecto un progreso vertiginoso. Así, la coyuntura se tornó súbitamente favorable al Litoral, postergado por dos siglos en la oscuridad y la pobreza. El Interior, en cambio, era menos capaz de adaptarse al nuevo clima económico. Su producción diversificada y técnicamente atrasada hallaba desemboque cada vez menos fácil en el Alto Perú; sin duda otro mercado había venido a complementar al tradicional: el proporcionado por Buenos Aires, ahora ciudad poblada y rica. Pero desde 1778 encontraba allí la competencia de la vieja agricultura mediterránea, e iba a encontrar bien pronto la de la nueva industria europea. Así, la etapa final del siglo XVIII fue de rápido avance del Litoral; de avance parcial y moderado, en medio de penosos reajustes, para el comercio y la artesanía del Interior, de crisis irremediable para su agricultura.
Ese desajuste interregional recién comenzaba; bastaba por otra parte una guerra general y una interrupción del comercio atlántico para que fuese efímeramente restaurado el clima económico del período anterior, para que la economía rioplatense volviera a buscar espontáneamente el Norte, para que la vieja ruta, trazada por la vaga huella de las carretas en la llanura, continuada por las recuas de mulas en las quebradas y altiplanicies, que de Buenos Aires, por Córdoba, Santiago, Tucumán, Salta, conducía a Potosí y Lima, volviese a ser la arteria vital de la región.
Pero