Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Salta termina allí donde las serranías precordilleranas se cierran en un alto macizo, el del Aconquija, frente montañoso que separa a Tucumán de Catamarca. La cadena montañosa, con sus altas cumbres nevadas, proporciona a Tucumán una red fluvial excepcionalmente rica y densa, que crea un oasis subtropical de antigua prosperidad, apoyada sobre todo en el comercio y la artesanía. La ciudad de Tucumán es centro vital de la ruta entre Buenos Aires y el Perú; un próspero grupo de mercaderes debe su riqueza a este hecho decisivo. Son ellos los que alcanzan mayor prestigio en una región en que la propiedad de la tierra está relativamente dividida. En la ciudad son numerosos los artesanos dedicados al trabajo en maderas duras que la zona produce espontáneamente en sus bosques naturales (mientras en las estepas y en los oasis templados, como por otra parte en el Litoral, los árboles suelen ser de madera blanda) y a la fabricación de carretas, utilizadas en la ruta a cuya vera la ciudad ha crecido. Más propia de la campaña era la tenería: en las pequeñas estancias los propietarios instalaban curtiembres para los cueros de sus propios ganados y los que iban a buscar en jurisdicciones extrañas por cuenta de sus habilitadores, los comerciantes principales de la ciudad. Así este rubro, que rendía treinta mil pesos anuales, estaba en manos de “diez o doce individuos”, de los cuales sólo siete mil pesos hallaban el camino hasta los “pobres curtidores”.[9] La ganadería (vacas, caballos y mulas para el Perú) y la agricultura (arroz, exportado a todo el Virreinato) se orientaban hacia el comercio, lo mismo que una pequeña industria de sebo y jabón. La tejeduría doméstica, recurso de la población campesina, no alcanzaba a satisfacer las necesidades locales ni aun en lienzos ordinarios, que se importaban en parte del Perú.
Esta estructura económica garantiza la hegemonía social de quienes gobiernan la comercialización y están en condiciones de hacer los anticipos necesarios para mantener en marcha la producción. No es casual que doce años después de la revolución uno de los caudillos tucumanos, Javier López (sin embargo, dueño de tierras que le daban ascendiente sobre las poblaciones montañesas del oeste) se proclamara dispuesto a “abandonar el mostrador para desenvainar la espada”; que –todavía treinta años más tarde– la provincia siguiese gobernada por una oligarquía cuyos miembros se reconocían en la posesión de tiendas en la plaza Mayor.[10]
Al sudeste de Tucumán, Santiago del Estero es una región extremadamente pobre; una Galicia americana, mísera y sucia como la española, que encontró allí el general Iriarte.[11] Como Galicia, Santiago es en el equilibrio demográfico rioplatense una suerte de inagotable centro de altas presiones; emigrantes temporarios o definitivos, los santiagueños son base humana indispensable para todas las empresas agrícolas del Litoral. En su tierra avara, formada por dos largos y estrechos oasis paralelos –los de los ríos Dulce y Salado– que separan la estepa del bosque chaqueño, deben defender contra el indio una frontera demasiado extensa, mal protegida por una rala línea de fortines. En la ciudad y en las tierras de huerta a lo largo de los ríos, las actividades dominantes son el comercio y la agricultura; esta última compartida entre el maíz de consumo local y el trigo, destinado a otras regiones más prósperas y exigentes. Una ganadería muy pobre arraiga mal en las zonas esteparias; al este y al oeste, en el bosque chaqueño y en la franja desértica, una población inestable vive de la recolección: miel y cera silvestre en la selva (que contaba más de lo que sería hoy esperable, en esos tiempos en que el azúcar era caro y escaso y el culto ocupaba una gran parte en la vida colectiva), grana del desierto; las primeras destinadas sobre todo a la exportación, la segunda en buena parte a ser empleada para tinte de los tejidos de lana que la región produce.
En esta región desesperadamente pobre, mientras los hombres abandonaban la tierra, las mujeres tejían lana en telares domésticos. Para los consumidores locales, en primer término; y luego para la venta en el Litoral; la cercanía, pero también la pobreza reinante, hacía que Santiago –y la serranía cordobesa– pudiese competir en ese mercado con los productos de los obrajes indígenas peruanos, ofreciendo para los más pobres telas y ponchos cuyo mérito principal era la baratura. Esa producción, como la recolección de las zonas marginales, se hallaba por entero dominada por los comerciantes de la ciudad de Santiago, muy frecuentemente propietarios en las zonas rezagadas (donde la propiedad está sin embargo demasiado dividida para que emerja una clase rural hegemónica). Estos comerciantes dominan por otra parte los lucros (modestos si los comparamos con los obtenidos por otras ciudades de la ruta, pero importantes en el marco local) que derivan por hallarse Santiago en el camino del Perú.
Al sur de Santiago el camino se continúa en Córdoba; fundada en el punto en que las serranías se abren a la pampa fértil, la ciudad extiende su jurisdicción hacia el norte y el oeste, tierras, valle y sierra, y más cautelosamente hacia el sur, hacia la pampa, que debe conquistar de los indios y luego defender contra sus retornos ofensivos. Córdoba cuenta con un largo pasado agrícola (que se extiende en rigor al período prehispánico), pero a principios del siglo XIX le alcanza un ramalazo de la expansión ganadera que está transformando más profundamente el Litoral. La clase alta está muy vinculada a esta actividad en expansión; sus tierras se encuentran menos en el sur y este (en zonas cuyas posibilidades se descubrirán tan sólo en la segunda mitad del siglo) que en el norte llano y estepario. El ascenso de los ganaderos no implica una discontinuidad dentro de la oligarquía que domina la ciudad y la región; se trata más bien de una reorientación de las actividades económicas de sus miembros, que favorece a la ganadería frente al más tradicional comercio urbano. Esto no implica que el primero sea descuidado; sus mayores lucros parecen obtenerse en la zona serrana –de propiedad más dividida, orientada hacia la agricultura y el ganado menor– donde florece también la tejeduría doméstica, que subsiste gracias al celo de los comerciantes que recorren las “escabrosidades y serranías” vendiendo a crédito a las tejedoras, para cobrarse luego con su trabajo. En los papeles del Consulado de Comercio de Buenos Aires estos “comerciantes y habilitadores” no se cansan de ponderar sus peregrinaciones rústicas en pro de las “manufacturas de tejidos de ponchos, jergas, pellones, fresadas”. Volvamos la página; en el mismo registro veremos a uno de esos abnegados paladines proceder con extrema dureza con tres supuestas deudoras, viejas campesinas que no le han entregado toda la tela por él requerida en pago de anticipos por otra parte algo dudosos.[12]
La sierra cordobesa es –como Santiago– una tierra de emigración; hemos de encontrar a sus hijos en toda la campaña de Buenos Aires, en sus pueblos carreteros pero también en sus centros agrícolas.
La clase alta que domina con su superioridad mercantil las serranías, que es dueña de las mejores tierras ganaderas en la llanura, domina también en la ciudad; las familias rivales se disputan tenazmente las magistraturas laicas y eclesiásticas, los cargos universitarios; envuelven en tupidas redes de intriga a intendentes y obispos. Esa hegemonía se ha afirmado sobre todo luego de la expulsión de los jesuitas; sin duda otras órdenes han sido rescatadas gracias a ella de una total insignificancia, pero su ascenso no basta para llenar el hueco dejado por los expulsados; declina en particular con su ausencia la explotación agrícola en escala considerable y de abundantes recursos, que habían practicado en sus estancias con numerosos esclavos. La expulsión anticipa así transformaciones que en otras partes del país se darán más tardíamente. Una clase dominante muy rica y a la vez muy pobre –rica en tierras, pobre en dinero– en cuya existencia un estudioso de nuestros días ve uno de los rasgos más originales de la historia argentina del ochocientos, y que en efecto dará sus modalidades propias al Litoral ganadero, se insinúa ya ahora en Córdoba.
Aquí la ruta peruana entra por fin en el Litoral. Esa ruta y sus tráficos son los que han hecho nacer a ese sector oriental del Interior. En la medida en que ese comercio no desaparece a causa de la reordenación económica que implica la introducción del comercio libre dentro del imperio español, la región logra conservar indemne su prosperidad hasta 1810. Sin duda esta continuidad oculta mal los signos de futuro peligro: cada vez más el Interior mercantil