Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi Historia y cultura

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target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_e768fe69-35a5-5fdb-8fc5-23753ed5092c">[14] es un centro comercial importante, que resiste mejor que su vecina del norte las consecuencias de la crisis viñatera. Pero el vino no es el único rubro de producción mendocina: hay también una agricultura del cereal, una explotación ganadera dedicada más que a la producción al engorde de ganados para consumo local y para Chile. Todas estas actividades están bajo la dirección de un grupo dominante de comerciantes y transportistas, que logra equilibrar las pérdidas aportadas por el comercio libre a la agricultura local con las ventajas implicadas en la reorientación atlántica de la economía chilena.

      El vino, y sobre todo el aguardiente (resacado, o sea de doble destilación), eran la riqueza casi única de San Juan; con ella era preciso comprar la carne para comer (de Mendoza), la lana y los cueros (de Córdoba y San Luis) y aun las mulas utilizadas para sus trajinerías. San Juan mostraba hasta sus últimas consecuencias el resultado de una coyuntura sistemáticamente hostil al Interior agrícola, producida por el comercio libre. Los expedientes buscados para eludir la decadencia fracasaban: San Juan se hundía lentamente; de esa decadencia de un estilo de vida colonial excepcionalmente maduro, agostado al contacto demasiado brusco con el vasto mundo, nos ha dejado un cuadro inolvidable Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia. He aquí a algunas ancianas de familia ilustre y pobre que se consuelan de su miseria achacando a los menos arruinados falta de pureza de sangre; he aquí a la propia familia del autor, emparentada con lo mejor de San Juan y reducida a vivir de expedientes. Todavía, en medio del derrumbe general, la vieja aristocracia viñatera y comerciante conserva su relativa preeminencia, todavía los del Carril, dueños de tantas cepas de viña en la huerta sanjuanina, pueden sacar todos los años de las arcas sus enmohecidas monedas de plata y oro y tenderlas al sol en sus patios, ante la mirada bobalicona de los muchachos curiosos. Pero también su riqueza es cada vez menor; sólo lentamente se prepara una alternativa a la antes dominante agricultura de la vid; es la de las forrajeras para el ganado transhumante. De todos modos el cambio no logrará devolver a San Juan la prosperidad perdida, y por otra parte ha de madurar sólo con lentitud: sólo la expansión minera del norte de Chile, en la etapa independiente, afianzará esta nueva economía ganadera. Y ya para entonces el San Juan cuya agonía había conocido Sarmiento en su niñez habrá tenido tiempo de morir del todo.

      El ascenso del Litoral

      Tampoco lo que iba a ser el Litoral argentino formaba un bloque homogéneo; en su estructura estaba marcada la huella de una historia compleja. En el rincón noroccidental de ese Litoral tenían los jesuitas su mayor posesión hispanoamericana, ese “imperio” que fascinó a tantos europeos en los siglos XVII y XVIII, esas misiones guaraníticas en que se creía ver realizada la república platónica. Pero las Misiones no eran sino un aspecto, sin duda el más importante, de una estructura que las sobrepasaba. Su algodón, su yerba mate –que los jesuitas, con tenaz empeño, difundieron por todas las Indias hasta el reinado de Quito, haciendo así una riqueza de un antes despreciado arbusto silvestre–, sus ganados (en aumento a partir del siglo XVIII), se orientaban hacia el Interior a través de Santa Fe, que debía su prosperidad a esta situación de intermediario ineludible entre las Misiones y el Interior más que a su situación intermedia entre el Paraguay y Buenos Aires. Todo eso comenzó a disgregarse antes de la expulsión: el centro de gravedad de las tierras misioneras se desplazaba hacia el sur, de las tierras de algodonales y yerbales a las estancias de ganados del Uruguay; Santa Fe, a mediados del siglo XVIII, dejaba de ser “puerto preciso” en la navegación del Paraná. Tanto en las Misiones como en Santa Fe una estructura compleja y diversificada dejaba lugar a una más simple y en cierto sentido primitiva: la dominada por la ganadería. He aquí un aspecto de un proceso que abarca a todo el Litoral, que hace que el ritmo de avance sea más rápido allí donde las estructuras heredadas no traban el ascenso ganadero impuesto por la coyuntura. Si Buenos Aires, como capital de todo el Litoral (y –lo que es aun más importante– puerto de todo el sector meridional del imperio español) progresa aceleradamente, su campaña, poblada desde antiguo, adelanta mucho menos que las zonas que acaban de abrirse a la colonización, libres de trabas económicas y humanas: el Continente de Entre Ríos, entre los ríos Paraná y Uruguay, la Banda Oriental del Uruguay, al norte del Río de la Plata, son las zonas de más rápido progreso; una suerte de far west de alocada y tormentosa prosperidad que hubiese surgido bruscamente al margen de los viejos centros poblados del Litoral.

      Estos centros, aparte del más antiguo de todos, el de Asunción, que seguirá a partir de 1810 una órbita propia, son tres: Corrientes, en el norte allí donde el Paraguay junta sus aguas con el Paraná; Santa Fe, en la orilla derecha de este río, a mitad de camino entre el Plata y los centros norteños, y Buenos Aires, erigida allí donde, muy cerca del nacimiento del vasto río, las colinas reemplazan a la costa pantanosa de su margen derecha.

      En estas, luego de la desaparición de la Compañía, los modos de vida que ella había impuesto entran en vertiginosa disgregación. Nominalmente

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