Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Se ha dicho ya que San Juan no es tan afortunada. La que ha comenzado por ser ciudad más importante de la región cuyana entra en decadencia acelerada en 1778. Ni la situación al margen de las rutas practicables por carretas –que obliga a emplear mulas para el comercio sanjuanino–, ni la distancia, habían cerrado antes del comercio libre el camino del Alto Perú, de Tucumán, de Córdoba, de Buenos Aires al aguardiente y al vino de San Juan. Luego del derrumbe de precios que produjo la libertad comercial, sólo era posible, en San Juan como en Catamarca, el comercio ejercido en pequeña escala (y también con ínfima ganancia) por los propios cosechadores, que recorrían los centros de consumo, hasta Salta (cargando consigo el agua necesaria para cuarenta días de travesía del desierto), hasta el Potosí, hasta Tucumán, Santa Fe, Buenos Aires, donde los arrieros sanjuaninos abrían ventas improvisadas, con gran desesperación de los recaudadores, que no sabían qué derechos podían precisamente cobrarles.[15]
El vino, y sobre todo el aguardiente (resacado, o sea de doble destilación), eran la riqueza casi única de San Juan; con ella era preciso comprar la carne para comer (de Mendoza), la lana y los cueros (de Córdoba y San Luis) y aun las mulas utilizadas para sus trajinerías. San Juan mostraba hasta sus últimas consecuencias el resultado de una coyuntura sistemáticamente hostil al Interior agrícola, producida por el comercio libre. Los expedientes buscados para eludir la decadencia fracasaban: San Juan se hundía lentamente; de esa decadencia de un estilo de vida colonial excepcionalmente maduro, agostado al contacto demasiado brusco con el vasto mundo, nos ha dejado un cuadro inolvidable Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia. He aquí a algunas ancianas de familia ilustre y pobre que se consuelan de su miseria achacando a los menos arruinados falta de pureza de sangre; he aquí a la propia familia del autor, emparentada con lo mejor de San Juan y reducida a vivir de expedientes. Todavía, en medio del derrumbe general, la vieja aristocracia viñatera y comerciante conserva su relativa preeminencia, todavía los del Carril, dueños de tantas cepas de viña en la huerta sanjuanina, pueden sacar todos los años de las arcas sus enmohecidas monedas de plata y oro y tenderlas al sol en sus patios, ante la mirada bobalicona de los muchachos curiosos. Pero también su riqueza es cada vez menor; sólo lentamente se prepara una alternativa a la antes dominante agricultura de la vid; es la de las forrajeras para el ganado transhumante. De todos modos el cambio no logrará devolver a San Juan la prosperidad perdida, y por otra parte ha de madurar sólo con lentitud: sólo la expansión minera del norte de Chile, en la etapa independiente, afianzará esta nueva economía ganadera. Y ya para entonces el San Juan cuya agonía había conocido Sarmiento en su niñez habrá tenido tiempo de morir del todo.
El ascenso del Litoral
Tampoco lo que iba a ser el Litoral argentino formaba un bloque homogéneo; en su estructura estaba marcada la huella de una historia compleja. En el rincón noroccidental de ese Litoral tenían los jesuitas su mayor posesión hispanoamericana, ese “imperio” que fascinó a tantos europeos en los siglos XVII y XVIII, esas misiones guaraníticas en que se creía ver realizada la república platónica. Pero las Misiones no eran sino un aspecto, sin duda el más importante, de una estructura que las sobrepasaba. Su algodón, su yerba mate –que los jesuitas, con tenaz empeño, difundieron por todas las Indias hasta el reinado de Quito, haciendo así una riqueza de un antes despreciado arbusto silvestre–, sus ganados (en aumento a partir del siglo XVIII), se orientaban hacia el Interior a través de Santa Fe, que debía su prosperidad a esta situación de intermediario ineludible entre las Misiones y el Interior más que a su situación intermedia entre el Paraguay y Buenos Aires. Todo eso comenzó a disgregarse antes de la expulsión: el centro de gravedad de las tierras misioneras se desplazaba hacia el sur, de las tierras de algodonales y yerbales a las estancias de ganados del Uruguay; Santa Fe, a mediados del siglo XVIII, dejaba de ser “puerto preciso” en la navegación del Paraná. Tanto en las Misiones como en Santa Fe una estructura compleja y diversificada dejaba lugar a una más simple y en cierto sentido primitiva: la dominada por la ganadería. He aquí un aspecto de un proceso que abarca a todo el Litoral, que hace que el ritmo de avance sea más rápido allí donde las estructuras heredadas no traban el ascenso ganadero impuesto por la coyuntura. Si Buenos Aires, como capital de todo el Litoral (y –lo que es aun más importante– puerto de todo el sector meridional del imperio español) progresa aceleradamente, su campaña, poblada desde antiguo, adelanta mucho menos que las zonas que acaban de abrirse a la colonización, libres de trabas económicas y humanas: el Continente de Entre Ríos, entre los ríos Paraná y Uruguay, la Banda Oriental del Uruguay, al norte del Río de la Plata, son las zonas de más rápido progreso; una suerte de far west de alocada y tormentosa prosperidad que hubiese surgido bruscamente al margen de los viejos centros poblados del Litoral.
Estos centros, aparte del más antiguo de todos, el de Asunción, que seguirá a partir de 1810 una órbita propia, son tres: Corrientes, en el norte allí donde el Paraguay junta sus aguas con el Paraná; Santa Fe, en la orilla derecha de este río, a mitad de camino entre el Plata y los centros norteños, y Buenos Aires, erigida allí donde, muy cerca del nacimiento del vasto río, las colinas reemplazan a la costa pantanosa de su margen derecha.
De ellos el más pobre y rústico es Corrientes, centro apenas nominal de una vasta campaña que se abre rápidamente al pastoreo. Toda la historia de Corrientes en ese comienzo del siglo XIX se resume en el esfuerzo inútil y obstinado de la ciudad por dominar de veras su territorio. Pero este (salvo la diminuta zona agrícola que rodea a la capital y ha sido colonizada desde antiguo) tiene su vida propia, que –pese a las esporádicas represiones de los tenientes de intendencia, pese a las protestas quejumbrosas de los comerciantes de la ciudad– se desenvuelve al margen de la de su capital, y aun al margen de toda ley. Mientras los grandes propietarios de tierras viven en la ciudad, en sus estancias los capataces, los peones, los esclavos, comercian con un ganado que crece rápidamente en número. Mercaderes de cueros recorren la campaña correntina: en la alta costa del Paraná cada lugar puede ser un puerto improvisado, y embarcaciones frágiles, cargadas hasta desbordar (a veces hasta zozobrar) llevan a Buenos Aires los cueros adquiridos en una gira fructuosa. Sobre este esquema fundamental de la vida en la campaña correntina se tejen variaciones infinitas: toda una humanidad en ruptura con la ley se adivina tras de esos capataces y peones no demasiado leales a sus amos: son frecuentes en los montes correntinos los bandoleros y los esclavos alzados.[16]
En todo caso, si la ciudad de Corrientes no controla la riqueza ganadera que crece en su campaña, participa en parte de ella: no sólo residen en la ciudad los mayores hacendados; hay también curtidurías que utilizan los cueros de la campaña. Pero la ciudad vive sobre todo del comercio y la navegación: su industria naval construye –junto con la asunceña– no sólo todos los barcos que navegan el Paraná y el Plata, sino también algunos que afrontarán la travesía del Atlántico.[17] Los carpinteros de ribera tienen peso creciente en la vida correntina: uno de ellos –el irlandés Pedro Campbell– sería caudillo artiguista de la ciudad; otro, don Pedro Ferré, simbolizará durante veinte años la resistencia obstinada de Corrientes a la hegemonía porteña. Corrientes tiene también un comercio muy activo: luego de la expulsión de los jesuitas, comerciantes correntinos compiten con éxito notable con los asunceños en el tráfico de yerba y algodón de las Misiones.
En estas, luego de la desaparición de la Compañía, los modos de vida que ella había impuesto entran en vertiginosa disgregación. Nominalmente