Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi страница 12

Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi Historia y cultura

Скачать книгу

los colonos (han sido tan afectados por este que a fines del siglo XVIII, con olvido de sus lenguas originarias, han adoptado muchos de ellos el guaraní de los inmigrantes misioneros).[27] Gauchos e indios pueden subsistir al margen del proceso económico normal porque paralelamente con él se desenvuelve otro apenas clandestino que, como ya se ha señalado, une a aspectos destructivos la función de mantener abierta la ruta brasileña, vital para la economía oriental. Sobre esta corriente se establecían ricos contactos no sólo comerciales entre la Banda Oriental y el Río Grande. Los hacendados riograndenses, con tierras en el Uruguay, contrabandistas en el Uruguay, enemigos y no pocas veces consanguíneos de los hacendados orientales, son un elemento que el poder portugués y luego el brasileño deberán tomar en cuenta para su compleja política rioplatense. Un elemento determinante en ella hasta la guerra del Paraguay, y aun más fácil de discernir en la vida menuda de estas tierras.

      También en la otra orilla del Plata el sistema implantado por España tenía una suerte de puerta trasera, a la vez más gravosa y económicamente menos significativa que en la Banda Oriental. Desde 1750 los indios presionan incansablemente sobre las tierras españolas: para ellos, como para los colonos, el fin del cimarrón obliga a un cambio total en el modo de vida. Junto con él se da la aparición en la Tierra Adentro de araucanos chilenos, poseedores de una organización más estricta, tanto en paz como en guerra, a la que no renuncian al abandonar sus hábitos labriegos para hacerse pastores. Esa superioridad les permite ganar rápidamente el predominio sobre los anteriores pobladores indígenas de la Pampa, a los que unen en vastas confederaciones. La defensa de la frontera, desde Buenos Aires hasta Mendoza, pasa a ser una de las tareas más urgentes del gobierno colonial.

      Para efectivizarla se reforma la organización militar de la campaña, se establecen nuevas guardias y fortines; hacia comienzos del siglo XIX puede decirse que la situación se ha estabilizado, luego de varios años en que no se asiste a ninguna gran invasión de indígenas. Pero el robo de ganados (y de hombres) sigue siendo para estos parte de su modo de vida, apenas cambiado cuando el robo se complementa con la recepción de subsidios. Lo que es más grave, la amenaza indígena no disminuye al progresar la asimilación de los indios a usos culturales recibidos de los colonos. En efecto, esos usos implican la creación de nuevas necesidades que sólo el robo puede satisfacer. Dicho robo se apoya por otra parte en la complicidad de sectores enteros de la población cristiana, desde esos hacendados chilenos, cordobeses o mendocinos que compran en gran escala los ganados robados, hasta los comerciantes y los squatters de la frontera que protegen y –según sus acusadores– a veces organizan las incursiones cuyo botín de cueros comparten. Así se arma en la frontera un sistema hostil al mantenimiento del orden productivo en las estancias, que llega muy lejos en sus complicidades. Es en particular la población marginal –indios separados del orden tribal, a veces convertidos; cristianos instalados con demasiada seguridad en tierras de frontera para otros peligrosas, sin que la posesión, a menudo apoyada en bases jurídicas muy endebles, les sea disputada– la que mantiene esa lenta sangría de la economía ganadera. De este modo, si la existencia de la frontera indígena abre un segundo camino para el comercio con Chile, esta función no tiene para la economía general de la campaña porteña las consecuencias beneficiosas que aporta para la oriental la ruta brasileña, y por otra parte cobra por ese dudoso servicio un precio excesivamente alto.

      Al lado de esas relaciones hostiles, los indígenas mantienen con las tierras cristianas otras que no necesariamente lo son (aunque se les reprocha, y no sin motivo, servir de apoyo a las primeras). Junto con el fruto del saqueo, los indios venden por ejemplo los de la cacería: plumas de avestruz, cueros de nutria, y esos extraños animales con que la fauna rioplatense imita caricaturescamente la de edades pasadas de la tierra: quirquinchos, mulitas, peludos. Y no todos los cueros son robados; también en las tierras de indios hay rodeos. Por último el campesino litoral, cuya mujer –cuando la tiene– casi nunca teje, estima entre todas las telas a las que vienen de tierra adentro, urdidas por las pacientes tejedoras araucanas: el poncho pampa es preferido al más pesado y menos abrigado del Interior, será más buscado en el futuro que el de lana inglesa, que sólo tendrá en su favor la baratura.

      Buenos Aires y el auge mercantil

      Así también la tierra adentro se vincula, por lo menos económicamente, con el Litoral en ascenso. Capital de ese Litoral es Buenos Aires, cabeza desde 1778 de un virreinato, protagonista desde los primeros años del siglo XVIII de un progreso destinado a no detenerse. En los últimos años del siglo Buenos Aires es ya comparable a una ciudad española de las de segundo orden, muy distinta por lo tanto de la aldea de paja y adobe de medio siglo antes. Este crecimiento –acompañado de una rápida expansión demográfica– no se apoya tan sólo en el ascenso económico del Litoral; es consecuencia de su elevación a centro principal del comercio ultramarino para el extremo sur del imperio español; de este modo, la prosperidad del centro porteño está más vinculada de lo que sus beneficiarios creen al mantenimiento de la estructura imperial.

      Ese estilo comercial dominado por la rutina ha sido denunciado ásperamente por nuestros economistas ilustrados; según una caracterización célebre, para esos mercaderes que daban el tono a la vida porteña comerciar no era sino “comprar por dos para vender por cuatro”. Esa caracterización negativa ha sido reiterada en nuestros días en términos más modernos: en la medida en que actúan como comisionistas de comerciantes peninsulares, los mercaderes porteños adictos a la ruta de Cádiz no participan de modo

Скачать книгу