Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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También en la otra orilla del Plata el sistema implantado por España tenía una suerte de puerta trasera, a la vez más gravosa y económicamente menos significativa que en la Banda Oriental. Desde 1750 los indios presionan incansablemente sobre las tierras españolas: para ellos, como para los colonos, el fin del cimarrón obliga a un cambio total en el modo de vida. Junto con él se da la aparición en la Tierra Adentro de araucanos chilenos, poseedores de una organización más estricta, tanto en paz como en guerra, a la que no renuncian al abandonar sus hábitos labriegos para hacerse pastores. Esa superioridad les permite ganar rápidamente el predominio sobre los anteriores pobladores indígenas de la Pampa, a los que unen en vastas confederaciones. La defensa de la frontera, desde Buenos Aires hasta Mendoza, pasa a ser una de las tareas más urgentes del gobierno colonial.
Para efectivizarla se reforma la organización militar de la campaña, se establecen nuevas guardias y fortines; hacia comienzos del siglo XIX puede decirse que la situación se ha estabilizado, luego de varios años en que no se asiste a ninguna gran invasión de indígenas. Pero el robo de ganados (y de hombres) sigue siendo para estos parte de su modo de vida, apenas cambiado cuando el robo se complementa con la recepción de subsidios. Lo que es más grave, la amenaza indígena no disminuye al progresar la asimilación de los indios a usos culturales recibidos de los colonos. En efecto, esos usos implican la creación de nuevas necesidades que sólo el robo puede satisfacer. Dicho robo se apoya por otra parte en la complicidad de sectores enteros de la población cristiana, desde esos hacendados chilenos, cordobeses o mendocinos que compran en gran escala los ganados robados, hasta los comerciantes y los squatters de la frontera que protegen y –según sus acusadores– a veces organizan las incursiones cuyo botín de cueros comparten. Así se arma en la frontera un sistema hostil al mantenimiento del orden productivo en las estancias, que llega muy lejos en sus complicidades. Es en particular la población marginal –indios separados del orden tribal, a veces convertidos; cristianos instalados con demasiada seguridad en tierras de frontera para otros peligrosas, sin que la posesión, a menudo apoyada en bases jurídicas muy endebles, les sea disputada– la que mantiene esa lenta sangría de la economía ganadera. De este modo, si la existencia de la frontera indígena abre un segundo camino para el comercio con Chile, esta función no tiene para la economía general de la campaña porteña las consecuencias beneficiosas que aporta para la oriental la ruta brasileña, y por otra parte cobra por ese dudoso servicio un precio excesivamente alto.
Al lado de esas relaciones hostiles, los indígenas mantienen con las tierras cristianas otras que no necesariamente lo son (aunque se les reprocha, y no sin motivo, servir de apoyo a las primeras). Junto con el fruto del saqueo, los indios venden por ejemplo los de la cacería: plumas de avestruz, cueros de nutria, y esos extraños animales con que la fauna rioplatense imita caricaturescamente la de edades pasadas de la tierra: quirquinchos, mulitas, peludos. Y no todos los cueros son robados; también en las tierras de indios hay rodeos. Por último el campesino litoral, cuya mujer –cuando la tiene– casi nunca teje, estima entre todas las telas a las que vienen de tierra adentro, urdidas por las pacientes tejedoras araucanas: el poncho pampa es preferido al más pesado y menos abrigado del Interior, será más buscado en el futuro que el de lana inglesa, que sólo tendrá en su favor la baratura.
Buenos Aires y el auge mercantil
Así también la tierra adentro se vincula, por lo menos económicamente, con el Litoral en ascenso. Capital de ese Litoral es Buenos Aires, cabeza desde 1778 de un virreinato, protagonista desde los primeros años del siglo XVIII de un progreso destinado a no detenerse. En los últimos años del siglo Buenos Aires es ya comparable a una ciudad española de las de segundo orden, muy distinta por lo tanto de la aldea de paja y adobe de medio siglo antes. Este crecimiento –acompañado de una rápida expansión demográfica– no se apoya tan sólo en el ascenso económico del Litoral; es consecuencia de su elevación a centro principal del comercio ultramarino para el extremo sur del imperio español; de este modo, la prosperidad del centro porteño está más vinculada de lo que sus beneficiarios creen al mantenimiento de la estructura imperial.
Buenos Aires es entonces, básicamente, una ciudad comercial y burocrática, con actividades complementarias (artesanales y primarias) destinadas a atender la demanda alimentada en primer término por quienes viven de la administración y el comercio. La importancia comercial de Buenos Aires es anterior a las reformas de la década del setenta (libre internación a Chile y el Perú; comercio libre con los más importantes puertos peninsulares); ya los papeles comerciales de Anchorena[28] revelan para la década anterior vinculaciones con casi todas las tierras que esas reformas transformarán en hinterland económico de la capital del nuevo virreinato. Pero es indudable que esas reformas consolidan y aceleran el ascenso comercial de Buenos Aires; facilitan el establecimiento de un núcleo de grandes comerciantes que adquieren bien pronto posición hegemónica en la economía de todo el virreinato.
Este núcleo es representativo de la economía metropolitana en esa etapa de expansión que es la segunda mitad del siglo XVIII; la aparición de islotes de industria moderna es acompañada en la península por una traslación del centro de gravedad económico del sur hacia el norte, hacia Cataluña y las tierras cantábricas. Si los puertos andaluces –y en primer término Cádiz– no pierden su preeminencia en el tráfico comercial con las Indias, se transforman en buena medida en emisarios de esos centros más nuevos y vitales. A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII los representantes de esa España renovada se hacen presentes en Buenos Aires: los catalanes Larrea y Matheu, los vasconavarros Anchorena, Álzaga, Santa Coloma, Lezica, Beláustegui, Azcuénaga, los gallegos Llavallol y Rivadavia. Su ascenso a la fortuna es relativamente reciente; en la lista de los hombres más ricos de Buenos Aires de 1766[29] sólo figuran dos de ellos –Lezica y Rivadavia–; a fines de la centuria ya la fortuna de Anchorena tendrá algo de fabuloso (en parte por la cautela con que su dueño la esconde). Esa fortuna ha sido ganada aplicando un arte de comerciar muy poco renovado y enemigo de toda audacia: la mayor parte de los mercaderes porteños son consignatarios de casas españolas (y en más de un caso parientes de los comerciantes peninsulares de los que dependen, o con los que permanecen íntimamente ligados; por ejemplo, don Domingo Matheu, que en Buenos Aires es corresponsal de sus hermanos establecidos en Guatemala y Manila, y mantiene como ellos vínculos con la casa originaria de Barcelona). Pero aun quienes no se reducen a actuar como agentes de comerciantes peninsulares se limitan a unas cuantas operaciones sin misterio ni riesgo: basta hojear la correspondencia de Anchorena para advertir hasta qué punto su papel se limita al de un intermediario entre la península y el hinterland cada vez más amplio de Buenos Aires.
Ese estilo comercial dominado por la rutina ha sido denunciado ásperamente por nuestros economistas ilustrados; según una caracterización célebre, para esos mercaderes que daban el tono a la vida porteña comerciar no era sino “comprar por dos para vender por cuatro”. Esa caracterización negativa ha sido reiterada en nuestros días en términos más modernos: en la medida en que actúan como comisionistas de comerciantes peninsulares, los mercaderes porteños adictos a la ruta de Cádiz no participan de modo