Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Una sociedad menos renovada que su economía
En los años virreinales la región rioplatense vive el comienzo de una renovación de su economía; se ha visto ya que esta la afecta, aun en el plano económico, menos profundamente de lo que podría esperarse; el eco de esos cambios en otros aspectos de la vida virreinal es aún más atenuado. La sociedad, el estilo de vida permanecen sustancialmente inmutables aun en Buenos Aires, y más de uno de los rasgos atribuidos a los influjos renovadores que comienzan a hacerse sentir son en cambio rastreables hasta en las etapas más tempranas de la instalación española en las Indias.
La sociedad rioplatense aún se ve a sí misma como dividida por líneas étnicas. En el Litoral la esclavitud coloca a casi todos los pobladores de origen africano dentro de un grupo sometido a un régimen jurídico especial; en la Buenos Aires de 1778 los negros esclavos dominan el sector de actividades que –no sin riesgo de anacronismo– es caracterizable como de clase baja.[35] Pero aun aquí, donde la población negra es de más reciente inmigración, aparecen –incluso al establecerse el virreinato– hombres de color que han logrado ubicarse en niveles sociales más altos; artesanos y comerciantes dueños a veces ellos mismos de esclavos. En el Interior –se ha visto ya– una parte muy importante de la población africana ha logrado emanciparse del régimen de esclavitud. En esta región de prosperidad más antigua, donde los negros han sido buscados desde el siglo XV para colmar el vacío demográfico provocado por el derrumbe de la población indígena, asistimos a un momento más avanzado del proceso que sólo ha comenzado a vivirse en el Litoral. En uno y otro sector es evidente que la existencia de la esclavitud no es suficiente para arrinconar a los africanos en los niveles sociales y de actividad a los cuales fueron destinados.
No por eso ingresan los negros, mediante la emancipación, a una sociedad abierta a nuevos ascensos. Por el contrario, una vez libres son incorporados a una estructura social que se juzga, de acuerdo con la expresión llena de sentido que se aplicaba a sí misma, dividida en castas… Por una parte estaban los españoles, descendientes de la sangre pura de los conquistadores; por otra los indios, descendientes de los pobladores prehispánicos. Los unos y los otros se hallaban exentos por derecho de las limitaciones a que estaban sometidas las demás castas (aunque su estatuto jurídico era diferente, ya que los españoles no pagaban el tributo, del que en la metrópoli sólo se eximían los nobles, y su situación real lo era aún más). El resto (negros libres, mestizos, mulatos, zambos, clasificados en infinitas gradaciones por una conciencia colectiva cada vez más sensible a las diferencias de sangre, que llegó a distinguir no menos de treinta y dos grados intermedios entre la sangre española y la indígena) vive sometido a limitaciones jurídicas de gravedad variable; en escuelas, conventos, cuerpos militares, la diferenciación de casta se hace sentir duramente: los descendientes de los conquistadores entienden pertinente reservarse los oficios de República.
Estas rígidas alineaciones según castas son sin embargo relativamente recientes; en el siglo XVII han pesado más que en el XVI, y en el XVIII aún más que en el anterior. La consecuencia es que la condición jurídica del español no va necesariamente acompañada de un origen étnico tan puro como la definición tenida por válida lo requeriría: no es extraño, por ejemplo, que los viajeros de fines del siglo XVIII encuentren en Buenos Aires una proporción de mestizos y mulatos mayor de lo que los registros censales permitirían suponer.[36] Otra consecuencia es que la usurpación de la casta, y en grado menor la adquisición legal del estatuto de español, siguen siendo posibles. La primera se alcanza sencillamente por traslado a lugares donde el origen del emigrante es desconocido; según testimonios de los que no tenemos motivo para dudar, este recurso era utilizado con alguna frecuencia, sobre todo por mulatos claros; su mismo empleo nos revela qué eficacia podía alcanzar la barrera establecida por el sistema de castas. La adquisición legal del estatuto de la casta superior –obtenida mediante declaratoria judicial– costaba principalmente dinero (para el procedimiento, en sí mismo costoso; para los testigos, que debían gozar de algún prestigio, y que declaraban conocer al peticionante y poder atestiguar su limpio origen); por otra parte, no aseguraba al beneficiario contra todas las acechanzas; siempre existía la posibilidad de que nuevas denuncias –a veces demasiado bien fundadas– quebrasen una carrera pública o profesional apoyada en una endeble declaratoria de pureza de sangre.
Esta se confundía con la condición de hidalgo. Fundamentalmente en el campo jurídico hemos visto ya cómo todos los españoles de Indias estaban exentos del tributo, y esa exención era en la metrópoli el signo mismo de la hidalguía; del mismo modo que en Vizcaya, en las Indias se creyó posible deducir que todos los eximidos eran en efecto de condición hidalga. He aquí un aspecto de lo que se ha llamado la democratización de la sociedad española en Indias (otro es la extrema popularización, y aun desvalorización del título de don). Pero esa democratización es ambigua: crea un sector socialmente alto más extenso que el de la metrópoli, pero no disminuye la distancia social entre este sector y los restantes. En Hispanoamérica, con más éxito que en la metrópoli, una concepción de la nobleza apoyada sobre todo en la noción de pureza de sangre se contrapone a la que reserva la condición de nobles a un número de linajes cuyos miembros tienen en la economía y en la sociedad funciones precisas.
Esa concepción ubica entonces en el nivel más alto a un sector excepcionalmente numeroso de la población (en el Interior giraba alrededor del tercio del total; en el Litoral la proporción era aún más elevada). Este sector se denomina a sí mismo noble, y se tiene por tal; el mismo uso de esta caracterización tardará bastante en desaparecer: lo hallamos todavía en 1836 empleado por el aparato judicial de La Rioja, en el proceso seguido contra los participantes de una conspiración antirrosista; su empleo al margen del lenguaje burocrático será aún más duradero; un observador que visitaba La Rioja en la década del sesenta hablará del ex gobernador rosista Bustos como del “único noble” de la provincia.[37]
Esta línea divisoria, teóricamente la más importante dentro de la sociedad virreinal, no parece amenazada por la presión ascendente de los que legalmente son considerados indios. Sin duda la división de las zonas rurales en pueblos de indios y de españoles –que se mantiene desde Jujuy hasta Córdoba y Cuyo–, aunque rica en consecuencias jurídicas, corresponde bastante mal a la repartición étnica de la población campesina; en casi todos los casos reproduce aún menos adecuadamente diferencias culturales: salvo en el extremo norte, los pueblos de indios, habitados por mestizos como sus vecinos los de españoles, conservan muy poco del legado prehispánico (el empleo corriente de lenguas indígenas –el quichua en Santiago del Estero, el guaraní en Corrientes y el norte de Entre Ríos– no debe engañar en cuanto a esto). De todos modos, la diferenciación se mantiene muy viva en la conciencia colectiva; varias décadas después de la supresión por la revolución de las diferencias de casta, el párroco de Santa María,