Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi Historia y cultura

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reformada en su beneficio, le asegura. A lo sumo, son un complemento bienvenido, y fundamentalmente el fruto de la necesidad. Pero si a largo plazo esas perspectivas son engañosas, en lo inmediato contribuyen a debilitar la resistencia del sector mercantil hegemónico frente a la posibilidad de cambios más radicales, a los que empujan por una parte las presiones venidas de afuera y, por otra, las de los productores del Litoral en ascenso, dispuestos a abrirse un camino más ancho hacia los mercados consumidores ultramarinos. Si en lo esencial Buenos Aires seguía siendo hasta 1810 el puerto de la plata, las variaciones que la coyuntura guerrera mundial imponen a esa situación básica no dejan de ser importantes por efímeras; si Buenos Aires pudo enfrentar con el corazón ligero la crisis que la revolución necesariamente iba a traer consigo, si renunció a las ventajas que el orden colonial le otorgaba, ello no dejaba de estar relacionado con la convicción que la nueva coyuntura había hecho arraigar entre no pocos de sus hijos más sagaces: colocada en el “centro del mundo comerciante”, la Tiro del Nuevo Mundo no necesitaba ya de la protección que el ordenamiento imperial le proporcionaba; independizada de ese orden caduco podría comenzar una nueva etapa de vida signada por una prosperidad sin límites.

      Una sociedad menos renovada que su economía

      En los años virreinales la región rioplatense vive el comienzo de una renovación de su economía; se ha visto ya que esta la afecta, aun en el plano económico, menos profundamente de lo que podría esperarse; el eco de esos cambios en otros aspectos de la vida virreinal es aún más atenuado. La sociedad, el estilo de vida permanecen sustancialmente inmutables aun en Buenos Aires, y más de uno de los rasgos atribuidos a los influjos renovadores que comienzan a hacerse sentir son en cambio rastreables hasta en las etapas más tempranas de la instalación española en las Indias.

      No por eso ingresan los negros, mediante la emancipación, a una sociedad abierta a nuevos ascensos. Por el contrario, una vez libres son incorporados a una estructura social que se juzga, de acuerdo con la expresión llena de sentido que se aplicaba a sí misma, dividida en castas… Por una parte estaban los españoles, descendientes de la sangre pura de los conquistadores; por otra los indios, descendientes de los pobladores prehispánicos. Los unos y los otros se hallaban exentos por derecho de las limitaciones a que estaban sometidas las demás castas (aunque su estatuto jurídico era diferente, ya que los españoles no pagaban el tributo, del que en la metrópoli sólo se eximían los nobles, y su situación real lo era aún más). El resto (negros libres, mestizos, mulatos, zambos, clasificados en infinitas gradaciones por una conciencia colectiva cada vez más sensible a las diferencias de sangre, que llegó a distinguir no menos de treinta y dos grados intermedios entre la sangre española y la indígena) vive sometido a limitaciones jurídicas de gravedad variable; en escuelas, conventos, cuerpos militares, la diferenciación de casta se hace sentir duramente: los descendientes de los conquistadores entienden pertinente reservarse los oficios de República.

      Esta se confundía con la condición de hidalgo. Fundamentalmente en el campo jurídico hemos visto ya cómo todos los españoles de Indias estaban exentos del tributo, y esa exención era en la metrópoli el signo mismo de la hidalguía; del mismo modo que en Vizcaya, en las Indias se creyó posible deducir que todos los eximidos eran en efecto de condición hidalga. He aquí un aspecto de lo que se ha llamado la democratización de la sociedad española en Indias (otro es la extrema popularización, y aun desvalorización del título de don). Pero esa democratización es ambigua: crea un sector socialmente alto más extenso que el de la metrópoli, pero no disminuye la distancia social entre este sector y los restantes. En Hispanoamérica, con más éxito que en la metrópoli, una concepción de la nobleza apoyada sobre todo en la noción de pureza de sangre se contrapone a la que reserva la condición de nobles a un número de linajes cuyos miembros tienen en la economía y en la sociedad funciones precisas.

      Esta línea divisoria, teóricamente la más importante dentro de la sociedad virreinal, no parece amenazada por la presión ascendente de los que legalmente son considerados indios. Sin duda la división de las zonas rurales en pueblos de indios y de españoles –que se mantiene desde Jujuy hasta Córdoba y Cuyo–, aunque rica en consecuencias jurídicas, corresponde bastante mal a la repartición étnica de la población campesina; en casi todos los casos reproduce aún menos adecuadamente diferencias culturales: salvo en el extremo norte, los pueblos de indios, habitados por mestizos como sus vecinos los de españoles, conservan muy poco del legado prehispánico (el empleo corriente de lenguas indígenas –el quichua en Santiago del Estero, el guaraní en Corrientes y el norte de Entre Ríos– no debe engañar en cuanto a esto). De todos modos, la diferenciación se mantiene muy viva en la conciencia colectiva; varias décadas después de la supresión por la revolución de las diferencias de casta, el párroco de Santa María,

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