Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Resulta también original en Buenos Aires la estructura de los sectores bajos: la proporción de esclavos entre los que se dedican a las actividades propias de ese sector es abrumadoramente alta. La gravitación de la esclavitud se hace sentir también sobre los sectores medios artesanales; pone en constante crisis a la organización gremial, que ya antes de la revolución pierde relevancia. La presencia de esa vasta masa esclava contribuye sin duda a mantener un sector marginal de blancos pobres y sin oficio; este rasgo, común a las ciudades del Litoral y del Interior, acaso es aún más acusado en las primeras. Pese a una más dinámica vida económica, las ciudades litorales aparecen ciertamente como menos capaces de asegurar trabajo para toda su población; en esta región marcada por el predominio de la ganadería la población urbana es, en términos relativos y absolutos, demasiado abundante; el hecho, bien conocido, es condenado por nuestros economistas ilustrados como un desperdicio de fuerza de trabajo y por observadores peninsulares igualmente sagaces como un peligro potencial para el orden político colonial.
En el Litoral, la población urbana no vinculada con la nueva economía de mercado no logra –tal como ocurre en el Interior– desarrollar actividades al margen de esta; es inútil buscar aquí por ejemplo tejeduría doméstica. La plebe sin oficio, consumidora en escala mínima, no es productora. El hecho es encontrado justamente alarmante, pero resulta difícil corregirlo. Al lado del desprestigio de las posiciones subalternas dentro de los oficios –identificadas con la mano de obra esclava– pesa la relativa facilidad de la vida, que permite subsistir de expedientes si se renuncia a satisfacer necesidades que no sean las elementales.
Esa abundancia de pobres ociosos –característica de Buenos Aires y de casi todos los centros urbanos del Litoral– se continúa en una mala vida relativamente densa, que se teme sobre todo podría ampliarse en tiempos de crisis: el temor a esa plebe urbana, por el momento más indisciplinada que levantisca, está detrás de más de una de las medidas precaucionales del cabildo. Esta plebe es ubicada al margen de la gente decente; esta línea de separación en el Litoral se aparta más resueltamente de la que opone los linajes europeos a los indígenas y africanos.
Si el sistema de casta funciona mal en el Litoral, las diferenciaciones sociales están sin embargo menos afectadas de lo que podría esperarse por los cambios económicos que comienzan; la sociedad urbana conserva fuertes caracteres estamentarios; aquí como en el Interior los elementos nuevos que se incorporan a los sectores altos tienen su origen principalmente en el exterior, en la metrópoli; por el contrario, el ascenso económico y social dentro de la estructura local es muy difícil. Y por más que esos elementos nuevos sean aquí más independientes con respecto a la administración virreinal, sus actitudes son esencialmente conservadoras; sólo un reducido sector del gran comercio muestra –como ya se ha visto– tendencias más innovadoras. Pero este sector, cuya debilidad a largo plazo se ha puntualizado, carece por otra parte de prestigio, y no sin motivo: está demasiado ligado a un clima de aventurerismo comercial que ya ha atraído a Buenos Aires a más de un mercader extranjero de poco claro pasado.
En la campaña litoral la sociedad que surge está en cambio más tocada por las innovaciones económicas; lleva sobre todo el sello de esta influencia la zona de la nueva ganadería. En este lugar la unidad básica es la estancia de ganados, incompatible con la existencia de estructuras familiares comparables en solidez no sólo al modelo europeo sino aun a las que se dan en el Interior. El núcleo de trabajadores agrupados en la estancia es fuertemente masculino, su estabilidad es escasa; las relaciones entre los sexos llevan la huella de ese clima económico: aun un solterón impío como don Félix de Azara se cree obligado a horrorizarse por su estilo promiscuo y por las precoces y ricas –aunque no siempre gratas– experiencias que acumulan en la pampa las hoscas muchachas crecidas entre hombres.[44]
Menos cómodamente que la estructura familiar, el refinado sistema de diferenciaciones sociales –dotado de plena vigencia en el Interior– se mantiene en las ciudades del Litoral pese a su desajuste con un estilo de economía más moderno. El mismo Azara descubre entre los pastores de las pampas una total indiferencia para las variedades étnicas que –reales o sólo nominales– están en la base de las diferenciaciones sociales en el resto de la comarca. Esto es inevitable, teniendo en cuenta que no es infrecuente que en ausencia del patrón la autoridad máxima en la estancia de ganados sea un capataz mulato o negro emancipado, cuando las hijas de ese capataz, habitante estable, son buscadas por los peones conchabados con un afán provocado a la vez por la escasez y por el prestigio social que las rodea. Pero la estancia no fija la única jerarquía social válida en esta región en progreso tumultuoso; estructuras de comercialización que se continúan con frecuencia en modos de comercio ilícito y aun en actividades de bandidaje crean otras aún menos institucionalizadas. En esta zona que es a la vez la más moderna y la más primitiva de la región rioplatense, la riqueza, el prestigio personal, superan a las consideraciones de linaje.
Las zonas cerealeras y de pequeña ganadería aparecen a la vez mucho más ordenadas y más tradicionales. La agricultura litoral es, por su origen, derivación de la del Interior; el estilo de los cultivos, las dimensiones de la explotación, repiten en estas vastas extensiones desiertas el modelo elaborado en los estrechos oasis regados de las provincias de arriba. Hay razones decisivas para ello: la primera es la dificultad de cercar los campos, la dificultad aún mayor de defenderlos de otro modo de las devastaciones del ganado que obligaban a reducir las dimensiones de la explotación. La carestía de la mano de obra asalariada incidía en el mismo sentido; su costo era lo bastante alto y su rendimiento lo bastante bajo como para que, aun pocos años antes de la revolución, los propietarios que poseían los recursos para comprarlos prefiriesen acudir a los esclavos; los pequeños cultivadores cerealeros sólo podían en esta situación reducir al mínimo las necesidades de peones, reduciendo también el tamaño de la explotación.
A esa solución se orientaban con tanta mayor facilidad en cuanto ellos mismos traían tras de sí la experiencia de la agricultura de oasis del Interior: los distritos cerealeros de la campaña porteña eran punto de llegada de una constante corriente inmigratoria; aun en 1868 Bartolomé Mitre evocaría ante los pobladores de Chivilcoy, sabiendo que les decía algo grato, al primero que sembró el trigo en la campaña porteña, que fue sin duda “algún pobre santiagueño”.[45] Tampoco hallaban elementos nuevos en la relación en que venían a hallarse con los comercializadores: del mismo modo que en el Interior, estos dominaban por entero la región del cereal y la de explotaciones ganaderas comparativamente pequeñas, en la campaña de Buenos Aires.
Ahora bien, la influencia de este sector hegemónico no jugaba un papel estabilizador tan sólo en el aspecto económico (como hemos visto, su predominio se apoyaba en la existencia de un mercado de consumo sustancialmente estático, el de Buenos Aires). Su hegemonía contribuía además a dar a la sociedad en estas zonas rurales un carácter a la vez más urbano y más tradicional de lo que sería esperable. De los niveles más altos de esa sociedad nos ha dejado un cuadro apenas esbozado pero suficientemente claro el inglés Alexander Gillespie que –prisionero después de 1806– fue sucesivamente confinado en San Antonio y Salto de Areco, en el rincón noroeste de la campaña de Buenos Aires. Alojado en su condición de oficial en las casas más decorosas, se instaló en San Antonio en el granero de propiedad de un comerciante y acopiador; en Salto pasó de la casa de un teniente-alcalde dueño de tienda a la de otro tendero, un portugués. El inventario de las relaciones establecidas por Gillespie en la clase alta rural era igualmente revelador: los contactos más frecuentes los tenía con un molinero próspero y con otro comerciante portugués enriquecido en tratos algo turbios con los indios; junto con ellos no faltaban los funcionarios subalternos que utilizaban