Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi Historia y cultura

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el viajero inglés French distingue escrupulosamente los pueblos de españoles y de indios que atraviesa; en la década del sesenta, en la misma Rioja, el caudillo federal Chumbita es considerado por todos como indio, como la mayor parte de sus secuaces, provenientes en efecto de los antiguos pueblos de indios del Famatina.

      Sin duda ya en el siglo XVIII la organización de los pueblos de indios ha entrado en crisis; dicha crisis ha dejado en los archivos huellas más perceptibles que la vivida por las zonas rurales del Interior pobladas por quienes eran legalmente españoles: aquí la presión transformadora se oponía a un régimen jurídico que intentaba mantener a las poblaciones indígenas semiaisladas dentro del sistema económico virreinal, conservarles –con intención en parte tutelar– una estructura comunitaria que correspondía también ella muy mal a las apetencias que el nacimiento de la nueva economía estaba logrando despertar aun en los rincones más apartados del virreinato.

      Pero la principal amenaza contra esa organización era intrínseca al grupo superior, demasiado numeroso para que a su superioridad social correspondiera en todos los casos una superioridad económica y funcional. La ambigüedad de la situación se tornaba particularmente intensa en el Interior, donde la diferenciación de castas asumía una más firme vigencia independientemente de las diferencias económicas (en el Litoral servía sobre todo para justificar a estas). El grupo integrado por los nobles, los que se llamaban a sí mismos gente decente, incluía un vasto sector semiindigente que afectaba su prestigio, cuyo mantenimiento en situaciones decorosas era juzgado una necesidad social y tendía a ser asegurado por el poder público y los cuerpos eclesiásticos (por ejemplo, mediante la institución por los cabildos de dotes para que las niñas “pobres, pero decentes” pudiesen encontrar marido, mediante la exención por los conventos de dote para esas mismas niñas que prefiriesen la vida monástica, y aun mediante otros recursos menos evidentemente orientados hacia ese fin, que por otra parte iban a perdurar en la etapa independiente, como la asignación de puestos públicos a un nivel modesto y otros modos de caridad mal disimulada, como la distribución de beneficios de loterías).

      Pero la suerte de los pobres decentes era particularmente dura. Por respeto a sí mismos los más prósperos de entre los nobles trataban de evitar que una excesiva indigencia empujara a aquellos a confundirse con las castas, pero no iban más allá; dentro de la gente decente se daba de este modo otra división no institucionalizada y basada en puras diferencias económicas: para defenderla cuando se la veía amenazada se recurría preferentemente a su identificación con la que separaba al grupo noble del vago océano de las castas; contra los pobres decentes que, superada su pobreza, aspiraban a otros signos de superioridad social, se esgrimía la falta de una auténtica pureza de sangre; esta acusación, frente a la cual en rigor era vulnerable casi todo el grupo jurídicamente español, se tornaba particularmente peligrosa para aquellos cuyo ascenso demasiado rápido provocaba irritaciones entre los ubicados desde más antiguo en el nivel superior. Incluso cuando las consecuencias jurídicas de la falta de pureza de sangre hayan desaparecido, la acusación seguirá esgrimiéndose: así en Tucumán contra el gobernador Heredia, que pese a pertenecer a uno de los más acaudalados linajes de la provincia será el indio Heredia; en Santiago del Estero contra los sucesores de los Taboada, cuya sangre africana es denunciada por los que permanecen adictos a los caudillos caídos.

      A pesar de esa barrera interna, la solidaridad de la gente decente en el Interior es muy intensa; aun los marginales dentro del grupo mantienen frente a él una solidaridad que el rencor hace intermitente pero no logra quebrar: el más ilustre de los hijos del grupo de pobres decentes, el sanjuanino Sarmiento, arrastrará durante toda su vida, a lo largo de una carrera que culminará en la presidencia de la nueva república, la ambigüedad de sus reacciones frente a quienes sólo a medias lo reconocen como suyo, cuyos defectos no ignora, a los que aborrece, a los que a pesar de todo sigue considerando como indicados para gobernar su provincia y el país entero.

      Aun dejando de lado su franja pobre, la gente decente formaba un grupo escasamente homogéneo; cerrado –por lo menos en la intención– a las presiones ascendentes, se muestra en cambio muy abierto a nuevas incorporaciones de peninsulares y aun de extranjeros, que cumplían por hipótesis el requisito de pureza de sangre y, por otra parte, se ubicaban desde su llegada por encima del sector indigente. Esta apertura merece ser subrayada; hemos visto ya cómo, incluso en Salta –probablemente desde el siglo XVII la región del Interior en que se daba una clase alta más poderosa– la composición de esta varió radicalmente en la segunda mitad del siglo siguiente con la incorporación masiva de burócratas y comerciantes llegados de la Península, cómo algunos de estos últimos comenzaron su trayectoria salteña siendo empleados de la administración regia. Aun aquí, donde la hegemonía de la gente decente tiene fuertes bases económicas locales, su dependencia del sistema administrativo virreinal es visible; en otras zonas menos prósperas del Interior el monopolio de los oficios de república tiene un papel todavía más importante en el mantenimiento de esa hegemonía. Consecuencia necesaria: la hegemonía de la gente decente, allí donde sus bases económicas locales son endebles, depende sobre todo de la solidez del orden administrativo heredado de la colonia; no es de extrañar que resista mal a las crisis revolucionarias. Otra consecuencia: el signo divisorio entre las clases, superpuesto al que proporcionan las diferencias de sangre, está dado menos por la riqueza que por la instrucción. Es peligroso aplicar al Interior argentino en la primera etapa independiente esa clave interpretativa válida sin duda para la Europa del siglo XIX, que traduce la exigencia de mantener el poder político en manos de los más ilustrados en la pretensión de reservarlo a los ricos; en ese Interior en que la vieja riqueza ha sido desde el comienzo escasa, en que la revolución y el comercio libre golpean duramente las estructuras económicas heredadas, en que los sectores llamados a una nueva prosperidad suelen

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