Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi Historia y cultura

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no es la de Madrid, por otra parte aconseja a los oficiales que, como acto de subordinación sin duda no obligatorio pero sí altamente estimable, acudan a otorgar el exigido tributo hebdomadario de cortesías.[48] De este modo los funcionarios del despotismo ilustrado se pierden con delicia en los laberintos de precedencias, ubicaciones preferentes en procesiones y ceremonias, derecho a usar trajes ornados, que sería erróneo creer vacío de sentido (si lo estuviera, ¿cómo habría podido apasionar a menudo a hombres perspicaces y activos?); un laberinto de ceremonias rituales en el que se refleja aún el gusto barroco por la representación, consecuencia a su vez de una imagen muy precisa de la realidad y de la sociedad entera.

      En estas condiciones, sólo una adhesión estricta al estilo de devoción autoritaria aportado por la Contrarreforma explica que la iglesia controle la observancia de sus devociones con un rigor que el entusiasmo de sus fieles, devoto y profano a la vez, hace innecesario; de todos modos, un sabio pero no sencillo sistema de cédulas y recibos permite asegurar que todos cumplan el precepto pascual.

      De este modo, en esa sociedad rígidamente jerarquizada, la iglesia y las órdenes aseguran un contacto inesperadamente estrecho entre lo más alto y lo más bajo de esa jerarquía. Esa contracara plebeya que presenta la sociedad virreinal rioplatense es también típicamente barroca: el desgarrado estilo de vida popular, y en primer término la insolencia de la plebe urbana, son rasgos que la metrópoli conoce muy bien y que en las ciudades litorales se acentúan porque la extrema facilidad de la vida hace a la plebe menos dependiente de los grupos más prósperos y le permite gozar más libremente de la situación del paria que acepta su destino. Es la abigarrada multitud sin oficio, son las mujeres que no tejen como en el norte lanas y algodones, que viven también ellas en la calle, es la muchedumbre de vagos y vendedores ambulantes que pulula en los fosos secos de la fortaleza de Buenos Aires, donde el señor virrey intenta como puede reproducir el estilo de la corte madrileña. Esa humanidad sobrante, demasiado numerosa en ciudades ellas mismas demasiado populosas para sus funciones, alarmó justamente –ya lo hemos visto– tanto a los celosos funcionarios de la corona como a nuestros primeros economistas, que deploraban sobre todo el derroche de una fuerza de trabajo demasiado escasa. Pero la excesiva concentración urbana, propia por otra parte de las sociedades ganaderas, se traduce por el momento en este rincón austral en la imagen muy hispánica de una plebe andrajosa, despreocupada y alegre.

      En el Litoral no se daba nada de eso: aquí las mujeres del pueblo no son adictas al huso y al telar; además, en la campaña, estas son singularmente escasas. Pero esa mayor masculinidad (vinculada por una parte a la incorporación más segura a una economía de mercado, que marginaba las actividades artesanales de consumo doméstico, y por otra a la agrupación de los pobladores de acuerdo con necesidades inmediatas de la economía ganadera) era acaso la menos importante

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