Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Aquí, como en las ciudades del Litoral, las jerarquías sociales se distribuyen sin seguir rigurosamente líneas de casta; no por esto son demasiado rápidamente afectadas por un proceso de modernización económica cuya incidencia es por otra parte muy variable: por el contrario, su persistencia misma contribuye a mantener a esa modernización en niveles superficiales. Tal como en las ciudades litorales, la crisis del orden social apoyado en la hegemonía de los grupos mercantiles sólo se dará aquí luego de que la revolución haya consolidado las consecuencias del comercio libre.
Una división social según castas en el Interior, una estratificación social poco sensible a los cambios económicos en el Litoral (salvo en la zona de ganadería nueva), parecen entonces definir el entero panorama de la comarca rioplatense. ¿Es este cuadro satisfactorio? A primera vista coincide bastante poco con los que más de una vez se han trazado para rastrear en la sociedad colonial no sólo las tensiones que llevarían a la crisis revolucionaria sino ciertos rasgos que anticiparían en ella tendencias igualitarias propias del futuro orden republicano. Y sin duda estos rasgos aparecen confirmados por testimonios particularmente sagaces acerca de los últimos tiempos coloniales. Azara ha insistido en el sentimiento de igualdad vigente entre todos los blancos del área rioplatense, al margen de sus diferencias económicas; ha subrayado la ausencia de una aristocracia titulada y aun de una clase terrateniente dotada de viejo prestigio que hiciese sus veces. Estas observaciones, referidas al Litoral, y en especial a sus zonas de más nueva población, pueden sin embargo ser integradas con otros testimonios del mismo Azara, que nos muestran las tensiones que un rígido sistema de desigualdades crea en una sociedad a primera vista igualitaria. Sin duda las nuevas tierras ganaderas conocen una igualdad más auténtica que las de colonización más antigua; sin duda en ellas las diferenciaciones de casta no cuentan y las economías no están aún institucionalizadas y son extremadamente fluidas. Pero no sólo esta zona es relativamente marginal, no sólo engloba a una parte pequeña de la población rioplatense; la igualdad que en ella rige se parece mucho a la de los parias: sus habitantes son globalmente menospreciados por los de las tierras que conocen un orden mejor consolidado. Luego de la revolución, la imagen que se difunde desde Buenos Aires de los jefes rurales del nuevo Litoral ganadero mostrará muy bien qué reservas despiertan: Artigas, hijo de un alto funcionario, heredero de tierras y ganados, es presentado como un bandolero que gusta del saqueo porque no tiene nada que perder; el entrerriano Ramírez, hacendado, hijo de hacendado y luego hijastro de un acaudalado comerciante es, según sus enemigos de la capital, un famélico ex peón de carpintería que quiere llegar a más. A través de estas fantasías denigratorias se muestra muy bien hasta qué punto las jerarquías que la riqueza y el poder están improvisando en las zonas de nueva ganadería, todavía relativamente accesibles para quienes sepan aprovechar las oportunidades de esas tierras que se abren a la explotación, son recusadas por quienes pueden invocar superioridades sociales más antiguas y arraigadas.
Pero en las zonas de más vieja colonización el orden social está marcado por la existencia de desigualdades que alimentan tensiones crecientes. En los últimos tiempos coloniales estas tensiones llevan a una impaciencia igualmente en aumento frente a otra línea de diferenciación que, sin estar recogida en el esquema de sociedad tenido por válido, se ve gravitar de modo que comienza a parecer insoportable. Es la que opone a los españoles europeos y a los americanos; a los primeros se los acusa muy frecuentemente de monopolizar las dignidades administrativas y eclesiásticas, de cerrar a los hijos del país el acceso a los niveles más altos dentro de los oficios de la República.
Estas imputaciones iban a ser reiteradas incansablemente por los jefes de la revolución; sería sin duda peligroso recoger como conclusiones seguras sus invectivas apasionadas contra la codicia de cargos de los peninsulares; por otra parte no es seguro que, contra lo que esas protestas suponían, la parte de los peninsulares en la vida administrativa y eclesiástica de las Indias haya aumentado a lo largo del siglo XVIII. Pero era el peso mismo de la iglesia y sobre todo el de la administración el que había aumentado extraordinariamente a lo largo del siglo XVIII; las reformas carloterceristas habían creado finalmente un verdadero cuerpo de funcionarios para las Indias; entre ellos la parte correspondiente a los oriundos de la metrópoli era –aunque menor de lo que iba a afirmar la propaganda revolucionaria– preponderante.
Al mismo tiempo el resurgimiento económico de España –limitado pero indudable– tenía como eco ultramarino el establecimiento de nuevos grupos comerciales rápidamente enriquecidos, muy ligados en sus intereses al mantenimiento del lazo colonial y ubicados a poco tiempo de su llegada en situaciones económicamente hegemónicas, adquiridas y consolidadas en más de un caso gracias a los apoyos recibidos de funcionarios de origen igualmente peninsular.
He aquí entonces muy buenos motivos para que las clases altas locales, para que el clero criollo, los funcionarios de nivel más modesto reclutados y limitados en sus posibilidades de ascenso, coincidan en un aborrecimiento creciente contra los peninsulares. Pero este sentimiento se encuentra demasiado difundido, alcanza niveles demasiado bajos dentro de la sociedad, para que basten como explicación las consecuencias reales de los privilegios que implícitamente se reconocen a los europeos. Parece ser más bien que otras formas de tensión, debidas a situaciones muy variadas, tendían a expresarse en este aborrecimiento al peninsular. En particular, el resentimiento provocado por la escasez de oportunidades que la sociedad virreinal ofrecía para mantenerse o avanzar en niveles medios o altos.
Esta sociedad se vinculaba a una economía que –salvo sectores destinados a una gran expansión futura, pero por el momento aún no dominantes– se había renovado menos de lo que se hubiese podido esperar; por otra parte la ordenación de castas en el Interior, y una estructura social rígida en las ciudades del Litoral, ubicaban a grupos relativamente numerosos en niveles que no tenían cómo mantener económicamente: la gente decente pobre del Interior, ansiosa de no perder por mezcla con las castas el resto último de su superioridad; los libres pobres de las ciudades litorales, acorralados por la competencia de la mano de obra esclava, son los ejemplos más claros de una situación que se produce en forma apenas menos evidente en las demás fronteras internas de la sociedad virreinal. Y la sucesión de las generaciones ha de replantear, agudizado, el problema: no sólo los que se mantienen a duras penas en los márgenes últimos de la respetabilidad, también los comerciantes que se ubican en la cima de la sociedad porteña deben enfrentarlo para sus hijos; esas dificultades explican acaso la preferencia por la carrera del foro junto con el desapego por otras más directamente dependientes del favor oficial.
En ese odio al peninsular –cuya presencia es una de las consecuencias más duramente sentida de la condición colonial– comulgan entonces sectores sociales muy vastos; se manifiesta con particular intensidad en los niveles más bajos, que no tienen en el mantenimiento del vínculo colonial intereses que impulsen a callarlo o por lo menos a moderarlo. Azara lo vio lúcidamente como factor dominante en esos sectores marginales demasiado numerosos que encerraban las ciudades litorales; encontrar trabajo para ellos (venciendo lo que el observador peninsular juzgaba como amor al ocio innato)[47] era entonces urgentemente necesario para asegurar su vacilante lealtad. Pero precisamente era el orden colonial el incapaz de asignarles funciones precisas; en estas condiciones el encono contra el español europeo, cuyos privilegios no estaban consagrados por la ordenación social tenida universalmente por válida, debía mantener toda su virulencia.
La sociedad rioplatense está de este modo menos tocada de lo que cabría esperar por los impulsos renovadores que se insinúan en la economía. Aún menos lo están la cultura y el estilo de vida: la rígida imagen que la sociedad rioplatense se forma de sí misma no es sino un aspecto de su adhesión a un estilo de vida que sigue siendo sustancialmente barroco. Incluso las nuevas instituciones creadas por la monarquía reformadora se impregnan de esa concepción jerárquica de la realidad social, trasuntada en una rígida etiqueta destinada precisamente a poner en evidencia esas jerarquías. He aquí un pleito del señor gobernador-intendente de Salta contra algunos oficiales, a los que exigía que