Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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He aquí un rasgo destinado a durar, pese a los esfuerzos de los sucesivos gobiernos independientes por llevar a la iglesia a la campaña. En esa imagen tan compleja de la sociedad ganadera hacia 1870 que nos ofrece el Martín Fierro, si bien el estado y sus agentes están ya dominando con su siniestro poder el panorama, los eclesiásticos faltan aún por entero (sólo aparece uno, mencionado de manera indirecta, y muy característicamente por el moreno, perteneciente a un grupo que en la campaña ganadera mantiene mejor los contactos con la vida urbana). He aquí un caso extremo de una situación que se da ya en la conquista de América, y cuya significación ha sido subrayada para ese momento inaugural por Marcel Bataillon: la ruptura de los lazos sociales metropolitanos que se da en la América del quinientos provoca una disminución del prestigio de las creencias colectivas de la España conquistadora (reflejada, por ejemplo, en los muchos testimonios de ateísmo espontáneo, no influido por posiciones impías de tradición erudita, que han conservado los registros inquisitoriales).
Pero ahora la ruptura es más honda, y la pérdida de una tradición cultural alcanza estratos insospechablemente profundos de la vida humana: Azara nos ha dejado un cuadro muy impresionante de esa vida reducida a lo más primitivo y elemental. Ese primitivismo de la zona ganadera litoral no es –como se tenderá abusivamente a interpretarlo– una recaída en la barbarie: fruto del contacto de una zona excepcionalmente pobre en recursos humanos con la Europa en avance industrial y comercial, la organización de la campaña ganadera es –se ha visto ya– a la vez muy primitiva y muy moderna. Falta entonces aquí toda esa abigarrada riqueza de cultura popular que estudiosos menos hostiles aprenden a descubrir tras situaciones descritas como bárbaras. El primitivismo ganadero no es por casualidad contemporáneo del que surge en los nuevos distritos industriales metropolitanos; como aquel incluye, por ejemplo, una imagen inesperadamente abstracta de la naturaleza, estructurada con criterios económicos. Amado Alonso ha logrado encontrar la huella de esta actitud en el lenguaje usado en las zonas ganaderas más tradicionales de la campaña porteña, hacia 1930. Incluye también como consecuencia de la falta de una cultura popular auténticamente vigente, una extrema vulnerabilidad a las innovaciones; aquí también el lenguaje conserva su huella, y las anotaciones de Alonso pueden completarse en este punto con testimonios retrospectivos y coincidentes. Dicha apertura a la innovación explicará en parte la rápida politización de la zona ganadera litoral; la facilidad para aceptar la nueva imagen de sí mismos que la revolución les proporcionaba se vinculaba, sin duda, en los pobladores de las tierras ganaderas del Litoral a la falta de una imagen previa y satisfactoria.
La zona ganadera litoral nos ofrece entonces el caso más extremo de las transformaciones que en cuanto a estilo de vida impuso la modernización económica, ya sea directamente, ya sea a través de la redistribución de población. Pero sería peligroso identificar la situación en estas zonas con la vigente en toda la campaña rioplatense: pese a una coyuntura favorable, pese a la atracción sobre las zonas pobladas de más antiguo, sólo grupos relativamente reducidos de población se incorporan a la vida ganadera de la llanura litoral. Aún más riesgoso sería interpretar esa diferenciación provocada por la devastadora presión de la nueva economía a partir de pautas culturales tradicionales como el punto de partida de un divorcio entre ciudad civilizada y campaña bárbara (es esta una consecuencia particularmente negativa de la identificación entre la vida ganadera y la barbarie primitiva, propuesta por Sarmiento y aceptada aún hoy implícitamente, con un mero cambio de signos valorativos por más de uno de los que creen haber repudiado su herencia). Por el contrario, los grandes señores de la pampa provendrán de la ciudad (donde se ha originado, antes de la expansión ganadera, su riqueza, que les abrió el acceso a la tierra); si bien se asimilan al estilo de vida rural, no por eso cortan toda relación con la vida urbana; esa relación es tanto más viva en cuanto el grupo de grandes propietarios es abierto y en él ingresan constantemente nuevos hombres adinerados de la ciudad (este proceso, nunca detenido hasta el presente, adquiere un ritmo particularmente intenso en el primer treinteno del siglo XIX). La propiedad de la tierra, la propiedad de esos centros de sociabilidad pastoril que son las pulperías (que, muy frecuentemente atendidas por un capataz, tienen por dueño a un gran señor territorial) son hechos que no sólo cuentan en lo que toca a las relaciones estrictamente económicas.
Esta interpenetración entre sectores se ve acelerada por la modernización económica; en rigor, data de más antiguo. Contra lo que supone una imagen excesivamente esquemática de la sociedad tradicional, sus mismas insuficiencias técnicas imponen la existencia de un vasto sector de población itinerante: la dificultad de mover las cosas obliga a moverse a los hombres. El transporte consume mucho esfuerzo humano; en Mendoza, al comenzar el siglo XIX, un décimo de la población está formada por carreteros;[53] en otras comarcas andinas son los arrieros los que predominan. Y los oficios más variados incluyen, muy inesperadamente, la necesidad de largo viajes: los curtidores tucumanos van a comprar cueros a las tierras más pobres de la zona andina: los labradores de la huerta sanjuanina –según un uso que todavía pudo hallar en vigencia Juan Alfonso Carrizo, hacia 1930–[54] iban a buscar abono para sus tierras en los corrales de ovejas de los Llanos riojanos. Y hay categorías enteras que no tienen sede fija: fabricante de ladrillos de adobe, tapiador, cosechador de cereales… La expansión ganadera, el ascenso del Litoral, no sólo van a colocar en primer plano otros oficios itinerantes, bien pronto prestigiosos –domador, herrador–, no sólo van a convocar a la zona agrícola que sirve a las necesidades cada vez más amplias de Buenos aires a un número en aumento de inmigrantes temporarios de Córdoba, Santiago, San Luis. Inauguran además un flujo que ya no ha de interrumpirse y que lleva para siempre hombres del Interior agrícola y artesanal al Litoral en ascenso. De este modo la escasez de hombres se difunde al Interior y se hace sentir dentro de él en las comarcas en que se da cierta expansión local: es el caso de las tierras ganaderas que en los Llanos de la Rioja puebla el padre de Facundo Quiroga, con hombres de San Juan, Córdoba y Catamarca. La avidez de hombres no se detiene en las tierras cristianas: indios paganos del Chaco, incorporados sólo temporalmente a la vida española, contribuyen a asegurar la navegación del Paraná; algunas veces, tras varios años de servir a cristianos, retoman sus lanzas que han dejado en depósito al entrar en tierras colonizadas y se reintegran a su tribu; en algún caso, más expeditivamente, vuelven a la vida salvaje asesinando a su contramaestre y desapareciendo con la embarcación puesta a su cargo.[55] En Salta, en Jujuy, en las tierras bajas que se pueblan sobre la misma línea de frontera, son indios chiriguanos y chanés los que todos los años surgen de la selva chaqueña para participar en la zafra y en la fabricación del azúcar, terminando el trabajo se vuelven a sus sedes, “henchidos de azúcar como abejas”, tal como pudo todavía describirlos, siglo y medio más tarde, una viajero francés.[56]
También ellos son paganos, e indios paganos hay –aunque en menor número– en las estancias y aun en la ciudad de Buenos Aires. Encontramos aquí una derogación a esa misión evangelizadora que España se había fijado al conquistar América, y que la escasez de hombres le obligaba a llevar delante de modo más gradual y apacible; el caso más escandaloso era sin duda el de los payaguás establecidos en Asunción. Estos pescadores y canoeros venidos del Chaco, utilísimos para la navegación fluvial, se habían establecido en la capital paraguaya a partir de 1740; hasta 1790 no se bautizaron, y mientras tanto celebraban anualmente una sangrienta orgía, la “fiesta de junio”, que congregaba a un público fascinado en torno de los danzarines desnudos y ensangrentados.[57]