Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi страница 13

Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi Historia y cultura

Скачать книгу

no parece indiscutible. Por el contrario, pese a la falta de estudios detallados sobre el tema, es posible asegurar que el comercio de consignación rendía altas ganancias a sus agentes locales; su rápido enriquecimiento lo prueba en primer término, y no resulta difícil explicarse a qué se debe. La distancia misma, la ignorancia que necesariamente provocaba sobre los movimientos del mercado local, ponían a los mandantes metropolitanos en manos de sus agentes locales. Aun un comerciante de segunda fila como Santa Coloma podía responder muy distraídamente a las precisas e inquietas preguntas de los dueños españoles de las mercaderías que tenía en su tienda: se vendía poco y barato porque los tiempos eran muy malos; quien no se contentara con esa respuesta debía ponerse a buscar otro corresponsal, sin garantía de encontrarlo mejor.

      Esta relación tan libre con los mandantes peninsulares va acompañada por un control mucho más estricto con respecto a los agentes comerciales en el Interior. Aquí los contactos son mucho más frecuentes, y la mayor complejidad de los tipos de asociación permiten una vigilancia más eficaz. Así ocurre sobre todo en las grandes casas porteñas. Los Anchorena, por ejemplo, tienen por una parte corresponsales establecidos en ciudades del Interior, desde Santa Fe hasta el Perú, y por otra comisionistas itinerantes, que parten con una flota de carretas a vender por cuenta de la casa porteña: unos y otros proporcionan independientemente información sobre el estado de los mercados… De este modo la distribución de los lucros comerciales favorece al núcleo porteño tanto frente a la península cuanto frente a los centros menores del Interior. Este proceso es por otra parte autoalimentado: la posesión de un capital propio permite a los mercaderes porteños complementar la consignación de mercaderías peninsulares con la compra directa (sin contar formas intermedias muy variadas) y alcanzar así una autonomía creciente frente al foco metropolitano originario. Inversamente, esa misma disponibilidad de capital permite en el Interior la utilización del crédito, y en algún caso la compra al contado a productores, pasando por encima del comercializador local (es el caso, por ejemplo, de la compra de cueros en Corrientes y Entre Ríos).

      De este modo el alto comercio porteño goza de mayor libertad de movimientos de lo que su función de agente local del gaditano podría hacer suponer, y de los altos lucros que esa libertad implica. Pero tanta prosperidad no va acompañada por el cumplimiento de una función dinámica en la economía local; sin duda los comerciantes establecidos en Buenos Aires no desdeñan la exportación de cueros, a través de la cual canalizan hacia sí una parte de las ganancias del sector más dinámico de la economía virreinal. Pero la mayor parte de su giro consiste en la distribución de importaciones europeas cuyos retornos se hacen en metálico; en uno y otro campo los mercaderes porteños no parecen haber descubierto las ventajas de una ampliación progresiva del volumen comerciado a costa de una disminución menos importante de los márgenes de ganancia. Por el contrario, su arte de comerciar, no injustamente acusado de rutinario, mantiene el giro comercial en niveles modestos y asegura ganancias muy altas.

      Del mismo modo que para las mulas, para los productos de ultramar la mayor parte del hinterland porteño (ese interior, ese Alto Perú del que es preciso sacar la mayor parte de los retornos metálicos) está rígidamente dividido entre la muy poco numerosa gente decente consumidora y una plebe a la que no bastaría con ofrecer productos no encarecidos por la alta ganancia del importador para incorporar al mercado. Es entonces probable que, al insistir en las altas ganancias y renunciar a ampliaciones del mercado, los comerciantes de Buenos Aires entendiesen mejor su negocio que sus críticos póstumos. Pero, sea o no suya la culpa, el hecho es que este sector comercial, cuya hegemonía se afirma cada vez más sólidamente sobre la economía virreinal, no cumple en ella un papel dinámico; su éxito se debe a que satisface con sabia parsimonia una demanda que considera irremediablemente estática. Este carácter poco dinámico de la economía virreinal en su conjunto se refleja en otro hecho significativo: la relativamente baja tasa de interés vigente en tiempos virreinales y aún durante la primera década revolucionaria. Durante toda esta etapa el interés corriente en operaciones comerciales es del 6% anual, comparable entonces a los niveles metropolitanos y muy inferior a los que se conocerán a partir de 1820, que aun en los momentos de baja demanda estarán por encima del doble del vigente hasta esa fecha.

      Pero no sólo el comercio con el Interior y el Alto Perú (consistente en la introducción de telas finas y medianas y alguna ferretería, con retornos en metálico) se da en condiciones que le restan posibilidad de expansión dinámica. También en la relación entre Buenos Aires y su inmediata zona de influencia del Litoral, aparecen tendencias que gravitan en el mismo sentido. Sin duda la exportación de cueros (que será por tres cuartos de siglo el principal rubro que representará al Río de la Plata en el mercado mundial) no encuentra en las limitaciones del consumo mundial un freno a su expansión. Pero la producción de cueros no es la única actividad rural del Litoral; en Santa Fe, el oeste de Entre Ríos y Buenos Aires la producción del mular reconoce un nuevo impulso; en Buenos Aires, con la presencia de un centro urbano fuertemente consumidor, la carne para abasto juega un papel importante en la ganadería vacuna, que por otra parte observa un desarrollo comparativamente lento en esta banda rioplatense. Una y otra producción ganadera se orientan hacia mercados igualmente poco elásticos; hemos visto ya cómo una de las causas de la prosperidad del mular estriba en la limitación de los envíos hacia el norte, que mantenía altos los precios; en cuanto al abasto, es bien sabido que quienes lo dominaban temían más la abundancia que la escasez.

      Pero aun la producción de cueros cumple mal su papel dinamizador. Sin duda las exportaciones suben, y muy rápidamente. Pero ese ascenso no es regular; durante un período demasiado largo las exportaciones a ultramar viven las consecuencias de la coyuntura guerrera mundial y las alternativas de años de estagnación y breves etapas de exportación frenética se reiteran; también en cuanto a los cueros, interesa más a los comerciantes la búsqueda inmediata de altas ganancias aseguradas mediante la compra a precios bajos y el almacenamiento a la espera de tiempos más favorables, que el fomento de una producción en ascenso regular mediante un aumento de las ganancias de los hacendados.

      Aún menos favorable a una expansión sostenida era el estilo comercial vigente para los productos de la agricultura litoral; su comercialización escapa casi por entero, en tiempos normales, a los grandes mercaderes de Buenos Aires; un circuito comercial más reducido, en el que los comerciantes de las zonas rurales se continúan con sectores urbanos de nivel más modesto (acopiadores de granos, tahoneros, panaderos) está dominado por un arte mercantil aún más apegado a la preferencia por la escasez y la carestía. Esto es particularmente fundado en dicho caso: ante un mercado de capacidad de consumo especialmente rígida, cualquier sobreproducción, por modesta que sea, arriesga producir derrumbes catastróficos de precios; cualquier escasez, aun no demasiado pronunciada, repercute en violentos aumentos.

      Los principios de ese arte de comerciar que se ha resignado de antemano a la existencia de una situación sustancialmente estática y ha aprendido a sacar partido de ella no son afectados por esa expansión ganadera orientada a la exportación de cueros, que aparece retrospectivamente como la novedad más rica en el futuro de

Скачать книгу