Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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El cuadro que antecede no se corresponde totalmente con el tradicional, tanto en lo que toca a la despreocupada riqueza de la campaña porteña como a la abundancia que en ella reinaría en medio de un primitivismo todavía intocado. En efecto, esa campaña se desarrolla más lentamente que las tierras nuevas de más allá del Paraná y el Plata; la dura concurrencia económica de esas regiones que se abren a la colonización contribuye a crear en la vida rural porteña algo de tenso y difícil.
Más allá del Paraná perduran, en un clima económico nuevo, las circunstancias que reinaban en Buenos Aires hasta 1750. Allí todavía conviven la ganadería de rodeo y las cacerías del cimarrón; en esa tierra sin dueño pueden labrarse grandes estancias: en la margen oriental del Paraná son los propietarios santafesinos quienes se adueñan de la tierra en torno a la Bajada, frente a la ciudad de Santa Fe; en la occidental del Uruguay la mayoría de los propietarios que vienen de Buenos Aires, mientras la colonización organizada desde Madrid introduce nuevos habitantes de origen peninsular.
Entre ambas costas entrerrianas una vasta extensión boscosa –la Selva de Montiel, de la que hoy quedan sólo dispersos vestigios– atraviesa de norte a sur la zona central del Continente de Entre Ríos, tierra de colinas y arroyos en la que sólo lentamente se introduce la ganadería. La Banda Oriental presenta un espectáculo más complejo: al sur la autoridad de Montevideo domina una zona de quintas y granjas (escasas) y estancias de ganado manso. Al oeste las tierras que pertenecieron a las misiones de Soriano y a las jesuíticas (gobernadas algo laxamente desde Yapeyú, en la margen occidental del Uruguay) son fuente de perturbación para las montevideanas; en ellas se mantiene un estilo de explotación más primitivo, con intensa matanza de ganado cimarrón; los pobladores permanentes son desalentados por la persecución de los poseedores de tierras que sólo nominalmente las dedican a estancias de rodeo, mientras que en los hechos se convierten en centros de sacrificio de ganado sin dueño y bases de contrabando hacia el Brasil. Al revés de lo que ocurre en Buenos Aires, donde sólo pequeños ganaderos sobreviven penosamente gracias a una economía destructiva, en la Banda Oriental esta enriquece a grandes hacendados del norte, y sobre todo a más de uno de los mercaderes importantes de Montevideo; no es entonces extraño que se defienda mejor de las tímidas medidas del poder político, alertado por quienes –muy razonablemente– temen la extinción total de los ganados. Ni siquiera la guerra detendrá las matanzas: los cueros se acumulan en Montevideo, mientras la pequeña ciudad cambia velozmente de aspecto, y pasa de las cabañas a las casas de teja.
El primitivismo de la vida ganadera oriental va acompañado por un progreso técnico superior al de Buenos Aires: en la ribera septentrional del Plata, cerca de la Colonia del Sacramento definitivamente arrebatada a los portugueses, surge el primer saladero de la región, el de Colla, empresa nada pequeña perteneciente a Francisco Medina. A él siguen otros, instalados por comerciantes de Montevideo y de Buenos Aires, sobre el Uruguay y el Plata. Como la agricultura en la banda occidental, la industria del salado en la oriental es beneficiada por la coyuntura de guerra, que aísla a los centros consumidores tropicales de sus tradicionales fuentes de aprovisionamiento europeas. Pero al revés de lo que ocurre con la agricultura cerealera, la producción de la carne salada cuenta con demasiadas facilidades locales como para que su primera expansión, apoyada en una coyuntura excepcional, no deje como consecuencia permanente una industria fuertemente arraigada. De todas maneras la salazón progresa consumiendo no sólo ganados mansos: su aparición es un nuevo estímulo para esa arcaica ganadería destructiva que vive en la Banda Oriental su última y efímera prosperidad, establece nuevos lazos entre las zonas más primitivas de la campaña oriental y los comerciantes que dominan la vida económica montevideana.
Surge de allí una tensión larvada entre la ciudad y las zonas más adelantadas de la campaña, mal satisfechas en sus exigencias de un orden rural más sólido, ejercido por una autoridad ciudadana demasiado cercana a los beneficiarios principales del desorden. Pero de ese desorden aún la región de estancias del sur no recibe únicamente perjuicios: si abomina de la explotación destructiva que no en todos los casos distingue entre el ganado manso y el cimarrón, se prolonga de modo incontrolable en el saqueo de la hacienda de rodeo, por otra parte encuentra ventajas en la existencia de una tupida corriente de comercio ilícito hacia el Brasil, asegurada por la misma población marginal cuyas depredaciones deplora: las mulas de la Banda Oriental tuvieron su parte en la expansión minera brasileña; en plena guerra napoleónica, mientras los cueros se apilaban en Montevideo, los puertos del sur del Brasil tenían abierta la ruta de Inglaterra. La existencia de estos desemboques era más fuerte que cualquier legislación prohibitiva, y el comercio clandestino con el Brasil se había constituido –y lo seguiría siendo durante mucho tiempo– en una de las bases de la economía rural oriental.
Había aún otras razones para el relativo aislamiento de Montevideo dentro del área oriental: la ciudad debía en parte su desarrollo a la instalación de la base que concentraba allí a las fuerzas navales españolas en el Atlántico sur: ciudad fortificada, ciudad de guarnición, tiene una población de origen peninsular excepcionalmente numerosa, que no depende para su subsistencia del orden económico local, sino de la capacidad de la administración imperial para atender sus salarios. En Montevideo –tal como ocurre contemporáneamente en San Juan de Puerto Rico, esa otra base naval del Atlántico español– este hecho aísla a la ciudad de su campaña, y es el punto de partida de una divergencia de destinos que gravitará abiertamente sobre la historia oriental hasta 1851 y apenas menos visiblemente hasta tiempos más cercanos.
La ciudad aislada de su campaña influye muy poco en ella: la Banda Oriental, como Entre Ríos, mantiene entonces en su sector rural un primitivismo que nos devuelve al clima del Río de la Plata anterior a 1750, acompañado ahora por una frenética aceleración del ritmo económico, que es por otra parte muy propia de la nueva relación entre la zona y sus metrópolis comerciales. Este acelerado y desordenado desarrollo tiene consecuencias en toda la vida de la región; una extrema inseguridad jurídica reina aquí en todos los órdenes. En las zonas que habían sido jesuíticas todos los pobladores eran en rigor ocupantes ilegítimos de tierras colocadas bajo el dominio nominal de las comunidades indígenas; aunque en otras zonas la posibilidad de alcanzar la condición legal de propietarios quedaba abierta, el interés de lograrla era escaso; y por otra parte interesaba sobre todo en cuanto permitía actividades marginales –como la matanza de cimarrones– que no eran ejemplos de respeto a la legislación vigente.
Pero esa inseguridad se extendía a la vida toda: una abundancia de oportunidades que atraía a una población heterogénea (en la que predominaban sin embargo los guaraníes de las Misiones), un menor dominio de los resortes culturales que daban solidez a la sociedad colonial (baste pensar en la insuficiencia, allí más grave que en otras zonas, de la organización eclesiástica), daban a la estructura social que surgía en la zona un dinamismo mayor que el potencialmente existente en otras comarcas rioplatenses; esa diferencia se haría sentir a lo largo de todo el proceso revolucionario.
Esa vaga humanidad reunida por el progreso económico de Entre Ríos y la Banda Oriental se continuaba en la que, sólo aparentemente al margen de ese progreso, se ubicaba totalmente fuera de la legalidad. En la Banda Oriental aparecen ya, en el siglo XVIII, los gauchos, denominación despectiva de los ladrones y contrabandistas de ganado y cueros, aplicada por los habitantes de las ciudades a todos los campesinos, a la que la revolución –deduciendo las consecuencias locales