Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi

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Revolución y guerra - Tulio Halperin Donghi Historia y cultura

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continuamente cambiantes favorece a los que están dispuestos a abandonar el estilo rutinario a que debe su primera etapa de prosperidad el comercio porteño y muestran por el contrario audacia y versatilidad. Al lado de los comerciantes de la ruta gaditana, la guerra eleva a la prosperidad a otros dispuestos a utilizar rutas más variadas: la de Cuba, el Brasil y los Estados Unidos; la del norte de Europa neutral, antesala a la vez de la aliada pero semiaislada Francia y de la enemiga Inglaterra (son los años del auge de Hamburgo); la del Índico, con su reservorio de esclavos de Mozambique y sus islas del azúcar, tan ávidas de trigo que están dispuestas a comprar el rioplatense a los altos precios que impone el elevado costo de producción y de transporte.

      Este último grupo comercial, vertiginosamente surgido a primer plano, muestra sin duda una impaciencia creciente frente a las limitaciones legales que su estilo mercantil encuentra; durante los años finales del dominio español favorece, junto con los hacendados, la liberalización comercial emprendida por la corona. Todo esto no basta para atribuirle un papel renovador en el plano estrictamente económico; o –más exactamente– no basta para reconocer en su actitud el estilo de renovación que la nueva teoría económica propugna (ya que en rigor se insinúan en este grupo innovaciones que la Argentina independiente va a conocer demasiado bien).

      Sería absurdo nuevamente transformar esta caracterización en una suerte de reproche póstumo; lo mismo que sus predecesores de la ruta de Cádiz, estos comerciantes-descubridores actuaban en el marco de una coyuntura que no podían ignorar a riesgo de su propia ruina. En todo caso, el arte de comerciar por ellos elaborado está tanto en la base de su rápido ocaso como en la de su previa prosperidad. El ascenso comercial que ellos aportaron a Buenos Aires fue ciertamente efímero; concluido su ciclo, mostraron aún menos capacidad que los comerciantes adictos a la ruta gaditana para sobrevivir a los cambios aportados por el comercio libre con el extranjero y la revolución. La fragilidad de su fortuna se vincula con la de la coyuntura de la que surge: el nacimiento de un centro de vida comercial autónoma en Buenos Aires se debe a la disminución simultánea del ascendiente de los centros europeos de los que la ciudad dependía. En guerra primero con Francia y luego con Inglaterra, España veía amenazada, y luego totalmente cortada, la vinculación con sus territorios ultramarinos. Toda una legislación de emergencia fue surgiendo para buscar paliativos a dicha situación, concediendo libertades comerciales antes obstinadamente negadas; esta legislación venía a reconocer la rápida disolución en que había entrado la unidad económica del imperio. Estas liberalidades tan poco espontáneas (autorización para importar esclavos en buques de mercaderes porteños, 1791; autorización para nacionalizar buques con ese fin, 1793; autorización para el comercio activo y pasivo con las colonias extranjeras, 1795; autorización a los buques y comerciantes rioplatenses para intervenir activamente en el comercio con la Península, 1796; autorización para el comercio con países neutrales, 1797), retaceadas, apenas dejan de hacerse ineludibles (es el caso de la más importante de todas, la referente al comercio con los neutrales) sin duda significan menos para el surgimiento de un centro comercial autónomo en el Plata que la existencia de una situación internacional que ha deshecho la estructura comercial del mundo, obligando a la metrópoli a seguir esa nueva política.

      Pero el desarrollo comercial autónomo resultante de ese vacío era necesariamente efímero: antes de la conclusión del siglo de guerras de Europa, la reconciliación de España e Inglaterra en 1808 debía dar a las Indias una metrópoli comercial y financiera capaz de ejercer en pleno sus funciones; las repercusiones de esa nueva situación llegarían al Río de la Plata ya en 1809, al ser autorizado el comercio con la nueva aliada. Desde ese momento Buenos Aires volvía a estar ubicada en los arrabales del mundo comerciante; pasarían años antes de que se pudiese medir la consecuencia de esa reubicación.

      ¿Es posible alcanzar una imagen cuantificada de este agitado proceso comercial? Para lograrla sería preciso un estudio necesariamente engorroso y prolongado de fuentes muy abundantes y de escasa densidad informativa, por otra parte considerablemente dispersas, desde las series aduaneras de Buenos Aires y Montevideo hasta las de los variados impuestos al comercio interno. Una indagación de estos alcances no podría ser encarada sino colectivamente. Sin embargo, a pesar de su falta, es factible adelantar ciertas precisiones sobre aspectos fundamentales del comercio en los últimos años virreinales.

      En primer término, y pese a la expansión de la ganadería litoral, el principal rubro de exportación sigue siendo el metal precioso. La parte que le corresponde en el total de exportaciones es variable y, por otro lado, no demasiado bien conocida. Según datos elaborados por Fischer en 1796, sobre un total de exportaciones de $ 5.058.882, el oro cubría $ 1.425.701 y la plata $ 2.556.304; un 80% del total exportado consistía entonces en metales preciosos. Sin duda sería imposible aplicar los resultados válidos para ese año (en que la exportación fue excepcional para todos los rubros) al conjunto del período. Pero baste recordar que el principal rubro exportador de la ganadería litoral –el cuero– llegó a totalizar sólo en años excepcionales un millón de unidades anuales (con un valor oscilante, pero que no sería imprudente ubicar en torno al peso por unidad) para advertir que los datos de 1796 no son anómalos. Los demás rubros de exportación cuentan mucho menos que los cueros; el valor de la carne seca y salada puede calcularse para el quinquenio 1792-1796 alrededor de los $ 60.000 anuales; diez años después la exportación de estos productos ha crecido notablemente (en el segundo semestre de 1803 se exceden los 120.000 quintales, con un valor ubicable entre los $ 150.000 y $ 180.000; en los años siguientes no vuelven a conocerse cifras tan altas; en todo 1804 son 70.000

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