Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
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Este último grupo comercial, vertiginosamente surgido a primer plano, muestra sin duda una impaciencia creciente frente a las limitaciones legales que su estilo mercantil encuentra; durante los años finales del dominio español favorece, junto con los hacendados, la liberalización comercial emprendida por la corona. Todo esto no basta para atribuirle un papel renovador en el plano estrictamente económico; o –más exactamente– no basta para reconocer en su actitud el estilo de renovación que la nueva teoría económica propugna (ya que en rigor se insinúan en este grupo innovaciones que la Argentina independiente va a conocer demasiado bien).
En efecto, lo que en este grupo sustituye a la rutinaria explotación de una ubicación privilegiada en el circuito comercial es la tendencia a la especulación; sin duda esta tendencia es presentada, y no sin orgullo, como un progreso respecto de la antes dominante: Tomás Antonio Romero, el más poderoso de esos comerciantes de nuevo estilo, iba a contraponer al comercio “sedentario y pasivo” antes dominante el “descubridor de provincias, colonias y reinos totalmente desconocidos”[31] que él practicaba. Pero esta nueva audacia no es premiada –no podría serlo en los tiempos revueltos que para el comercio mundial inauguran las guerras revolucionarias y napoleónicas– con la conquista estable de nuevas rutas y nuevos mercados; la nueva vía de acceso a la prosperidad consiste en acumular golpes afortunados utilizando, con la necesaria versatilidad, una coyuntura esencialmente variable. Algo de esto encontramos precisamente en los complicados negocios de Romero: importador de esclavos, exportador hacia el Índico, realiza operaciones tan especiales como la introducción de tabaco brasileño, cuya extracción estaba prohibida, y que puede llevar adelante gracias al público apoyo de la autoridad virreinal.
Sería absurdo nuevamente transformar esta caracterización en una suerte de reproche póstumo; lo mismo que sus predecesores de la ruta de Cádiz, estos comerciantes-descubridores actuaban en el marco de una coyuntura que no podían ignorar a riesgo de su propia ruina. En todo caso, el arte de comerciar por ellos elaborado está tanto en la base de su rápido ocaso como en la de su previa prosperidad. El ascenso comercial que ellos aportaron a Buenos Aires fue ciertamente efímero; concluido su ciclo, mostraron aún menos capacidad que los comerciantes adictos a la ruta gaditana para sobrevivir a los cambios aportados por el comercio libre con el extranjero y la revolución. La fragilidad de su fortuna se vincula con la de la coyuntura de la que surge: el nacimiento de un centro de vida comercial autónoma en Buenos Aires se debe a la disminución simultánea del ascendiente de los centros europeos de los que la ciudad dependía. En guerra primero con Francia y luego con Inglaterra, España veía amenazada, y luego totalmente cortada, la vinculación con sus territorios ultramarinos. Toda una legislación de emergencia fue surgiendo para buscar paliativos a dicha situación, concediendo libertades comerciales antes obstinadamente negadas; esta legislación venía a reconocer la rápida disolución en que había entrado la unidad económica del imperio. Estas liberalidades tan poco espontáneas (autorización para importar esclavos en buques de mercaderes porteños, 1791; autorización para nacionalizar buques con ese fin, 1793; autorización para el comercio activo y pasivo con las colonias extranjeras, 1795; autorización a los buques y comerciantes rioplatenses para intervenir activamente en el comercio con la Península, 1796; autorización para el comercio con países neutrales, 1797), retaceadas, apenas dejan de hacerse ineludibles (es el caso de la más importante de todas, la referente al comercio con los neutrales) sin duda significan menos para el surgimiento de un centro comercial autónomo en el Plata que la existencia de una situación internacional que ha deshecho la estructura comercial del mundo, obligando a la metrópoli a seguir esa nueva política.
Esa coyuntura no sólo disminuye la presión metropolitana; aleja también del escenario rioplatense a las potencias comerciales mejor consolidadas, sustituyéndolas por otras que utilizan la situación para ellas favorable: Buenos Aires conoce ahora los barcos de comercio de los Estados Unidos, las ciudades hanseáticas y los países nórdicos, Turquía… Pero esas nuevas potencias reemplazan mal a las que no pueden ya cumplir su función tradicional, y Buenos Aires llega a tener su propia flota mercantil (mediante nacionalizaciones de buques sorprendidos aquí por la guerra y también mediante construcciones de los astilleros correntinos y paraguayos, acostumbrados a armar buques fluviales más pequeños); con ella los porteños alcanzan sus nuevos mercados de Europa, América del Norte, África, las islas azucareras del Índico. Para la ciudad, acostumbrada a verse en el más extremo rincón del imperio, es esta una experiencia embriagadora; observadores habitualmente sobrios la proclaman situada en el “centro del mundo comerciante”.[32] Y en ese mundo transformado por la semirretracción de su centro europeo, Buenos Aires pasa a ocupar –si no el centro– un lugar de cierta importancia. El proceso es acelerado porque al semiaislamiento comercial lo acompaña el financiero: gracias a esto ha podido surgir en Nueva Inglaterra, sobre base financiera comparativamente endeble, un centro naval y comercial que se llega a contar entre los primeros del orbe; gracias a esto ha podido surgir en Buenos Aires un centro sin duda menos importante, pero de todos modos impensable sin aquel vacío de poder naval, comercial, financiero.
Pero el desarrollo comercial autónomo resultante de ese vacío era necesariamente efímero: antes de la conclusión del siglo de guerras de Europa, la reconciliación de España e Inglaterra en 1808 debía dar a las Indias una metrópoli comercial y financiera capaz de ejercer en pleno sus funciones; las repercusiones de esa nueva situación llegarían al Río de la Plata ya en 1809, al ser autorizado el comercio con la nueva aliada. Desde ese momento Buenos Aires volvía a estar ubicada en los arrabales del mundo comerciante; pasarían años antes de que se pudiese medir la consecuencia de esa reubicación.
¿Es posible alcanzar una imagen cuantificada de este agitado proceso comercial? Para lograrla sería preciso un estudio necesariamente engorroso y prolongado de fuentes muy abundantes y de escasa densidad informativa, por otra parte considerablemente dispersas, desde las series aduaneras de Buenos Aires y Montevideo hasta las de los variados impuestos al comercio interno. Una indagación de estos alcances no podría ser encarada sino colectivamente. Sin embargo, a pesar de su falta, es factible adelantar ciertas precisiones sobre aspectos fundamentales del comercio en los últimos años virreinales.
En primer término, y pese a la expansión de la ganadería litoral, el principal rubro de exportación sigue siendo el metal precioso. La parte que le corresponde en el total de exportaciones es variable y, por otro lado, no demasiado bien conocida. Según datos elaborados por Fischer en 1796, sobre un total de exportaciones de $ 5.058.882, el oro cubría $ 1.425.701 y la plata $ 2.556.304; un 80% del total exportado consistía entonces en metales preciosos. Sin duda sería imposible aplicar los resultados válidos para ese año (en que la exportación fue excepcional para todos los rubros) al conjunto del período. Pero baste recordar que el principal rubro exportador de la ganadería litoral –el cuero– llegó a totalizar sólo en años excepcionales un millón de unidades anuales (con un valor oscilante, pero que no sería imprudente ubicar en torno al peso por unidad) para advertir que los datos de 1796 no son anómalos. Los demás rubros de exportación cuentan mucho menos que los cueros; el valor de la carne seca y salada puede calcularse para el quinquenio 1792-1796 alrededor de los $ 60.000 anuales; diez años después la exportación de estos productos ha crecido notablemente (en el segundo semestre de 1803 se exceden los 120.000 quintales, con un valor ubicable entre los $ 150.000 y $ 180.000; en los años siguientes no vuelven a conocerse cifras tan altas; en todo 1804 son 70.000