Otra historia del tiempo. Enrique Gavilán Domínguez

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Otra historia del tiempo -  Enrique Gavilán Domínguez Música

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exigencias de sus antiguos patronos laicos o eclesiásticos, sino que el mismo arte se independiza de la servidumbre a la naturaleza. El arte deja de ser mímesis, mera imitación, y el artista se convierte en creador de un cosmos propio, más real que el que se ofrece a la percepción. Su función es expresar la interioridad del hombre, dar voz a lo inexpresable. Ésta es la única tarea del creador, pero su compromiso es tal que su propia personalidad debe disolverse en ese afán. El artista no habla simplemente desde sí mismo; algo superior, universal y al mismo tiempo extramundano, habla a través de él. El romántico se convierte en voz del alma del mundo. Este proyecto alcanzará su más perfecta expresión en la música. Su raíz se sitúa en el sonido originario, pero éste se hace real a través del artista que le da forma. Así, el músico se ha de identificar con el Todo. Debe experimentar el estremecimiento del más allá en las voces de la naturaleza y convertirse así en voz del universo, pero en ningún caso debe intentar imitar los sonidos de la naturaleza.

      Inacabamiento. Frente a la contraposición dieciochesca entre naturaleza y cultura, naturaleza y arte, vida y arte, en el romanticismo el arte auténtico se concibe ante todo como un ámbito donde la contraposición queda superada. Pero eso no quiere decir que el arte deba presentarse como algo perfecto o acabado. El arte es puro devenir, pura búsqueda de la totalidad, de la perfección, siempre inacabada, puro horizonte. El modelo debe ser, por tanto, el fragmento.

      Vuelta al origen. Sin embargo, ese arte nuevo no se presenta como novedad, sino que constituye una restauración, una vuelta a lo «originario» escondido por el racionalismo y el clasicismo. En el terreno del arte se recuperaría un supuesto estado originario en el que habría existido la unidad de poesía y vida; su recuperación contribuiría a la superación de las divisiones sociales. La expansión de esa tendencia terminará convirtiendo al arte en una forma de religión.

      La música

      [La música vocal] me parece un arte limitado; se queda en declamación y discurso elevado. Sin embargo, en la música instrumental el arte se hace libre e independiente, él mismo se prescribe sus propias leyes, fantasea de forma juguetona y sin propósito, y, sin embargo, llena y alcanza lo más elevado; en sus jugueteos sigue completamente sus impulsos oscuros y expresa lo más profundo, lo más maravilloso.

      Pero el vuelco es tan completo que ese principio místico se sitúa, no en la melodía, sino en la armonía: la perspectiva vertical de la partitura domina sobre la horizontal. Tal como explicaba el mayor de los Schlegel, el instante indivisible, no el movimiento temporal, encierra la revelación. La exaltación de la armonía produce una devaluación relativa de la melodía. El hecho resulta completamente coherente con la actitud antimimética del romanticismo, pues el reinado de la melodía se había asociado con su capacidad para representar los afectos. La expresión que permitía la melodía quedaba muy por detrás de la aspiración romántica. La predilección por la armonía contribuye a explicar el dominio del piano, mucho menos apropiado para lo melódico que los instrumentos de cuerda. Sin embargo, el piano resulta óptimo como vehículo de la armonía y el color. Parecidas razones explican el papel central de la trompa entre los instrumentos de viento, aunque en este caso hay otro tipo de afinidad, derivada de las asociaciones de su sonido con el bosque, el paisaje romántico por excelencia.

      Una música tan romántica que ni siquiera existe

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