Otra historia del tiempo. Enrique Gavilán Domínguez
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Inacabamiento. Frente a la contraposición dieciochesca entre naturaleza y cultura, naturaleza y arte, vida y arte, en el romanticismo el arte auténtico se concibe ante todo como un ámbito donde la contraposición queda superada. Pero eso no quiere decir que el arte deba presentarse como algo perfecto o acabado. El arte es puro devenir, pura búsqueda de la totalidad, de la perfección, siempre inacabada, puro horizonte. El modelo debe ser, por tanto, el fragmento.
Vuelta al origen. Sin embargo, ese arte nuevo no se presenta como novedad, sino que constituye una restauración, una vuelta a lo «originario» escondido por el racionalismo y el clasicismo. En el terreno del arte se recuperaría un supuesto estado originario en el que habría existido la unidad de poesía y vida; su recuperación contribuiría a la superación de las divisiones sociales. La expansión de esa tendencia terminará convirtiendo al arte en una forma de religión.
Arte como religión. En la Fenomenología del espíritu Hegel estableció el entramado filosófico de esa concepción[6]. La idea hegeliana alcanzará su cristalización más acabada en el drama musical wagneriano. Que en 1882 la última obra de Richard Wagner se presente como Bühnenweihfestspiel[7] no es sino la culminación del proyecto que ha dominado su siglo. El hecho de que la representación sólo pudiera realizarse en un lugar, el teatro de Bayreuth, para el que fue concebido desde el punto de vista escénico y sonoro –la sola obra que Wagner compuso conociendo la peculiarísima acústica del Festspielhaus–, único templo que define el espacio donde el tiempo ha cristalizado, no es sino la realización del adagio de Gurnemanz, Zum Raum wird hier die Zeit[8].
La música
La estética romántica provoca una revolución en la jerarquía de las artes. Un ideal estético que abandona el principio mimético, que acentúa el papel creador del artista, que concede a la recepción una función decisiva y que entiende el arte como medio de conocimiento privilegiado con respecto a la ciencia o a la filosofía, debía reconocer a la música como el arte romántico por excelencia. La música, el arte del tiempo, proporcionaba un tipo de experiencia crucial en el romanticismo; creaba un reducto donde el tiempo quedaba suspendido. La música pasa así de cenicienta a princesa[9], un trastorno radical de la jerarquía de las artes dominante en la Ilustración, que dejaba a la música instrumental en una discreta periferia, próxima a una actividad semiartesanal, alejada del círculo privilegiado de las artes más próximas a la iluminación de la razón. No menos radical es el trastorno en la jerarquía de los propios géneros musicales. La música instrumental, valorada en etapas anteriores muy por debajo de la vocal, se convierte en organon del romanticismo. En Musikalische Leiden und Freuden, Ludwig Tieck da forma precisa a los argumentos a favor de la música instrumental:
[La música vocal] me parece un arte limitado; se queda en declamación y discurso elevado. Sin embargo, en la música instrumental el arte se hace libre e independiente, él mismo se prescribe sus propias leyes, fantasea de forma juguetona y sin propósito, y, sin embargo, llena y alcanza lo más elevado; en sus jugueteos sigue completamente sus impulsos oscuros y expresa lo más profundo, lo más maravilloso.
En lenguaje enigmático estas sinfonías descubren lo más enigmático, no dependen de ley alguna de lo verosímil […] permanecen en su mundo puramente poético[10].
Pero el vuelco es tan completo que ese principio místico se sitúa, no en la melodía, sino en la armonía: la perspectiva vertical de la partitura domina sobre la horizontal. Tal como explicaba el mayor de los Schlegel, el instante indivisible, no el movimiento temporal, encierra la revelación. La exaltación de la armonía produce una devaluación relativa de la melodía. El hecho resulta completamente coherente con la actitud antimimética del romanticismo, pues el reinado de la melodía se había asociado con su capacidad para representar los afectos. La expresión que permitía la melodía quedaba muy por detrás de la aspiración romántica. La predilección por la armonía contribuye a explicar el dominio del piano, mucho menos apropiado para lo melódico que los instrumentos de cuerda. Sin embargo, el piano resulta óptimo como vehículo de la armonía y el color. Parecidas razones explican el papel central de la trompa entre los instrumentos de viento, aunque en este caso hay otro tipo de afinidad, derivada de las asociaciones de su sonido con el bosque, el paisaje romántico por excelencia.
Una música tan romántica que ni siquiera existe
En cierta ocasión, Goethe caracterizó la contraposición entre clasicismo y romanticismo como la que existe entre algo real (lo clásico) y algo fantástico, puramente aparente; lo romántico sería tan engañoso como la imagen de una linterna mágica[11]. Seguramente Goethe tenía razón, pero quizás no advirtiese plenamente el poder que ese elemento engañoso, puramente aparente, podía encerrar. De la misma manera que en el romanticismo la obsesión por la historia creará una nueva idea del pasado que serviría de base a las comunidades imaginadas que iban a ser las naciones europeas, el romanticismo concebirá una música en la que se exprese ese mundo menos visible pero más real, cuyo descubrimiento-creación es obra del artista y cuya necesidad nace de la angustia frente a un presente incomprensible e insoportable. La influencia del romanticismo en lo musical es mucho más un desarrollo literario que la realización musical de esas ideas.
La música ofrece un ejemplo elocuente de la efectividad de ese juego de sombras. Si el romanticismo transforma de forma decisiva el modo de ver el mundo, esto es aún más cierto en el caso de la música, o precisando más, en la idea de la música. El romanticismo plantea una paradoja muy extraña. Por un lado, marca profundamente la historia de la música (en cierta medida, la misma idea de una historia de la música es consecuencia del romanticismo): configura el gusto, el repertorio y el significado de la música en la cultura occidental en los dos últimos siglos. Por otro, el concepto de «música romántica» resulta demasiado vago para poder perfilarlo como un estilo; en realidad, no existe una música romántica propiamente dicha, como una forma bien diferenciada, que pueda contraponerse con claridad a lo que la antecede (el clasicismo) y lo que la sucede (¿el posromanticismo?, ¿la «prevanguardia»?). Lo que se denomina música romántica no se diferencia decisivamente del estilo clásico. Aunque cualquier persona culta crea saber lo que caracteriza a la música romántica y lo reconozca inmediatamente en Chopin o Schumann, le resulta mucho menos sencillo determinar los rasgos característicos que le permitirían excluir de esa categoría a la de Mozart, Beethoven, o al menos a una buena parte de la que escribió el músico de Bonn, clasificándola, por el contrario, como clásica, o prerromántica, o en una categoría aparte. En el otro lado de ese desarrollo y por razones idénticas, ¿cómo diferenciar la música de madurez de Wagner o, si se consideraran sus dramas musicales como románticos, la de Bruckner o Hugo Wolf, como posromántica o premoderna, etcétera?